1.
Yo
te encontré atribulado y ausente
Martín Adán
en ese bar de Azángaro, en el sinsabor
antiguo
del no morir, como del vacío absoluto.
Ausculté
tu adolorido corazón y tus anotaciones
en esa libreta
vacilante que guardabas en el sobaco.
Estuve
delante tuyo mirándote cuando calzabas
al revés
tus zapatos. Destornillé pacientemente
tu asombro,
y asomé por las escaleras empinadas
de tus sentidos
a ver volar en tus sienes lo vago, terrible,
y deshecho.
¡Tus barbas, tu embriaguez y embeleso
crecían
esos días hacia el espanto sin límites!
2.
La rosa
para ti era lo concreto del absoluto
aquí
tangible; soporte firme del infinito.
Su corola
la puerta de entrada y la otra también
de salida.
La única orilla por la cual lo inmortal
se abría.
Era, si acaso sirviera decírtelo, la nave
encallada
en tu alma y en tus ojos. Porque aquella
que sólo tú
has cantado, no es la flor sino la esencia
del ser,
más lejos que la genealogía, más allá
de la forma
y la cosa nacida y de la otra por nacer.
Pero
la rosa igual como nosotros además
de existencia
es grito y espanto. Es síntesis de belleza
de todo
lo creado y dejado de crear. ¡Y esto último
sí te dolía
muy dentro en el alma como a mí tu
derrumbamiento,
porque la rosa brota aquí y allá. ¡Y hay
rosas
del pantano. ¡Pero no nace así no más
un poeta estupefacto!
3.
Tú
presentiste la ruta del halcón
y el arco
iris de donde yo venía. Pero sólo
te importaba
la frágil barquichuela de la rosa.
Eso sí,
rosa de la totalidad, de lo íntimo
y absorto,
del elevarse, hundirse y a la vez
naufragar.
Barca para ti sin ancla,
ni línea
de flotación para salvarse. Nave
encallada,
en quien lo hondo del movimiento
es estarse
suspendida; en quien lo fugaz
es la perennidad.
Era lo que te estaba prometido,
el tema
asignado que te esperaba desde
la eternidad.
Y aquello que te había de matar:
la espera
en el camino, la ávida mitad de tu
otra mitad.
4.
Perdido
y huyendo de ti mismo en la memoria
más remota,
metido en ese desastroso gabán que
unías
las solapas con un imperdible barato
y abusivo.
Absorto
en la destrucción más límpida, extasiado
en tu tranquila
agonía, en esa playa amarilla donde
es inevitable
ser lúcido, y mucho más con tu tremendo
desparpajo.
Así anduvimos por bares y guariques
de Lince,
con tus ojos desorbitados de inevitable
felino,
abiertos irreparablemente a ver rodar
el mundo.
Tú
y yo arrojados al vacío sin compasión
ni asidero;
lanzados a un río pardo, hosco y mísero.
¡Viejo
con tus setenta y seis años gloriosos
y deplorables!
5.
Descendías
esos días al eslabón
perdido
del lenguaje animal y de la palabra
humana.
Al signo exacto del vocablo
inserto
en su lado inverso. A la unión
gutural
del pálpito en la raíz griega
y latina.
Y entrabas ahí por ser gato que
trasnocha,
por tu manera de mirar las cosas,
al revés,
desde dentro y en forma convexa.
Entonces
me reí de tu genialidad, como igual
lo hice
de tu idea de casa que tenía que ser
para ti
un hospital de locos. No aquella
de la percha,
la aldaba tras la puerta, con el perro
que olisca
y ladra moviéndonos el rabo.
6.
Tus cabellos
van revueltos desde el pleistoceno
del universo,
encima del exorcismo de tus ojos
sin dormir.
Enfundado en esa capota gris que aún
no sabe
que a quien abriga es nada menos que
a Martín
Adán, adoptado así por mono y primer
hombre,
pero más por cruel y maltratado enemigo
de sí mismo.
¡Aunque fue gracias al exceso
de experiencias
arribar a las ideas puras. Y sólo quienes
traspasaron
el delirio pudieron acceder, hacer girar
sus ojos,
y sumergirse como tú en la utopía!
Pero
tu derrota no fue solo la de tu clase
social,
ni tú absurdo y renegado aristócrata,
con fincas
y propiedades en el centro de Lima.
Aquí estás
pagando una cerveza, con billetes
de a quinientos,
soles, recién impresos por el Banco
de la Reserva,
totalmente sospechosos para el mozo
que ausculta
y rompe ante de tus barbas decrépitas
y malolientes.
7.
Yo no sé
si tu salvación o tu derrota
también
sean estas calles que ávidamente
recorremos
como sueños a pie en esta ciudad
sumergida,
hasta llegar al borde
de lo real
que en verdad es un espejismo.
¡Al oasis
que el sediento figura y que solo
en uno mismo
o es engaño o bien existe. Porque
uno
es a la vez la expectativa, la mirada
y el madero
que flota, uno la eternidad y la nuez
que rebota,
uno el paisaje y el ojo que lo descifra,
uno
el sentido y la palabra que lo recoge.
¡Uno quien mata.
Y el mismo quien resarce, perdona
y resucita!
8.
¡Qué poco
o nada contenía este mundo
para ti!
Ni cruz que se erija ni lanza
que atraviese,
ni pardo ataúd, ni esposa
llorosa.
Ni el fingir ni el despertar.
Ni el homicida
que se refugia, ni el niño
de hambre
que fenece. Sólo la eternidad
que es abismo
y es piedra. Y sobre todo oído.
Mudo
misterio y atroz soledad.
Donde
sucumbió espacio y tiempo,
no hay
sendero para el pie, ¡y donde
todo
es arbitrario e incierto!
9.
Viejo
de caída violenta y de parada
estática,
viendo sin ver: el mar sin flujo,
la vela
sin viento, en su inmutabilidad.
Tú
con el blanco del ojo
penetrando
en el vacío, en lo intrincado
de cada latido.
En la playa
arisca y su avestruz intacta,
con la uña
en la pata y la pestaña
en la pupila.
10.
Y así
amanecimos ojerosos
y absortos
en el mercado de Chorrillos,
leyéndote
yo jubiloso un libro de mitos
andinos,
abrazado a mi tierra, para luego
beber
y fumar en la clara mañana
de verano.
Y después morir ya solos aquí
en el ataúd
de una página irremediablemente
amortajada,
llena de nostalgia, pero más aún:
de asombro
y de admiración sin límites viejo
querido. |