1.
Razón de ser frente al mundo
Los
pueblos son nuestro patrimonio y constituyen nuestra identidad más
preciada.
Deben ser por eso inalienables.
Defender su fisonomía propia, original y genuina, es defender su
esencia, su entraña y su alma, sin lo cual no somos nada.
No se puede por tanto derrumbar en ellos un muro, una ventana ni una
teja, sino más bien salvarlos.
No se puede en ellos cambiar el nombre de sus calles sino ahondar más
en su significado.
No se puede sustraer un azulejo sino hacer que luzca mejor, ni siquiera
deshacer el mandoble de un balaustre sino sujetarse más de él.
Ni siquiera una piedra puede ser menoscabada; menos desgajado de cuajo
un balcón o una ventana.
¡Todas estas son presencias venerables, hieráticas y sagradas!
Debemos
conservar de ellos su estirpe de pueblos nobles, de prestancia sin par y
de raigambre sin límites que se hunde en el tiempo.
No eliminemos ni el tiempo ni la historia impregnada en ellos porque son
blasones.
No convirtamos los pueblos andinos en barriadas, ni en la peor expresión
de un suburbio, imitando construcciones foráneas.
No los troquemos en tugurios desalmados ni construyamos casas de lunas
polarizadas como cubos inhumanos.
¡Esa es la consigna! ¡Ese debe ser el juramento!
3.
Son el espíritu de los cerros que aún nos redimen
El
Perú es un país único y significativo por su identidad. No
estropeemos lo mejor que somos y tenemos.
Nuestros pueblos del interior del país son conmovedoramente hermosos.
Son diamantes en el alba.
Son el legado excelso y silencioso de nuestros antepasados, que aún nos
protegen.
Son el espíritu de los cerros que aún nos redimen.
Y lo que es un legado se valora, lo que es un recuerdo adorable se
conserva, lo que es una herencia se atesora.
Y se defiende hasta con la vida.
4.
Sin alterar la esencia ni la raíz primigenia
Tampoco
se trata de mimetizarse en el pasado.
No es el sentido inmovilizarse en una arcadia. No es el fin permanecer
inertes.
Sería desquiciado no cambiar nada. ¡Al contrario!, cambiemos mucho y
pronto.
En primer término, cambiemos la actitud indolente e ir a reconstruir
nuestra casa nativa.
Inclinémonos reverentes a adorar y recoger sus piedras que están
regadas por el suelo.
Volver a escuchar el trino del zorzal en el tejado y su mensaje de
esperanza.
¡Y hay que mejorar!, que es el mejor cambio.
Hacer que todo luzca mejor, pero sin alterar la esencia ni la raíz
primigenia que nos da sentido frente al mundo.
5.
Olvidarnos sería no tener tumba digna y apacible
Hay
un tema pendiente en nuestras vidas cual es el de retornar a nuestros
pueblos de origen y encontrar allí lo perdido.
Es más: sin eso no podemos morir, sería cobardía.
Sería quedarnos a deambular por siempre y como almas perdidas.
Y en pena por las calles sin que ninguna sea nuestra calle.
Olvidarnos sería no tener tumba digna y apacible.
Sería ser parias en la muerte infinita.
Mucho peor que cualquier forma y expresión que se conozca de ser parias
en la vida s ser parias en la muerte, y ello ocurre si no se vuelve allí
donde se naciera.
6.
En sus aleros permanecen tangibles los sueños
Nuestros
pueblos encierran un tesoro invalorable. ¿Cuál es él?
¡Ser diferentes! Ser originales. ¡Y tener alma! ¡No la matemos,
deformándola!
O dejando que cualquier intruso o avenido la corrompan.
Los tejados, las puertas, el artesonado de los balcones no pueden ni
deben ser derruidos, reemplazándolos por ladrillos, fierros, latas y
vidrios.
Los nuestros son pueblos testimonios, documentos del espíritu,
constancias del alma, testimonios sagrados, códices sublimes.
Son mástiles en el alba. Verdaderos prodigios; no los hagamos pocilgas.
En sus aleros permanecen tangibles los sueños y moran en sus cumbreras
los duendes benignos de nuestra infancia, ángeles candorosos con sus
quenas y tamboriles.
7.
Afiancemos nuestro canto
Todo
en ellos es maravilla, éxtasis y utopía. No los convirtamos en
cubiles, guaridas o cuchitriles.
Porque, adoptando lo que no somos nos convertimos en indigentes y míseros.
Imitando lo de afuera nos volvemos desheredados y esclavos. Hacerlo es
aceptamos ser ladrones infames, porque es no valorar lo nuestro.
En cambio afirmando lo nuestro y afianzando nuestro canto, seremos señores
y dueños de nuestro destino.
Por eso: deploremos esos edificios que parecen cubos superpuestos y
barriles de ácidos, aceites y venenos.
Deploremos esas rejas en las ventanas que parecen cárceles.
8.
Se nos derrama a manos llenas
Deploremos
que en vez de las puertas de madera se estén poniendo rollos de
calamina que van convirtiendo las casas en tabucos y las casonas en
ferreterías.
En donde terminamos convertidos en chatarra.
Deploremos la dejadez de permitir que las calles se muestren de
cualquier manera.
De pensar que la apariencia de una esquina no es importante cuando en
ellas ocurren las citas de amor sublime. ¡Y donde ocurren las
serenatas!
Si no tuviéramos identidad tendríamos que emprender una búsqueda
apasionada y fervorosa por siquiera avizorarla.
Pero la tenemos y se nos derrama a manos llenas por entre los dedos. No
la destruyamos.
9.
El destino glorioso que el porvenir nos debe
Amemos
el paisaje de nuestros pueblos primigenios con amor seguro y confiado.
Conservemos el patrimonio de nuestras danzas, canciones, costumbres.
Las bandas gemebundas que aún deambulan azoradas con sus sones.
Sigámoslas reverentes por las esquinas, quizá con los ojos colmados de
lágrimas.
Las alfombras de flores hechas por nuestras madres para el paso de la
procesión ¡nosotros no las pisemos!
Desempolvemos los libros y volvamos a contar las leyendas primigenias.
Todo para forjar el destino glorioso que el porvenir nos debe por lo
mucho que hemos sufrido.
10.
Cuando entre ellas brotan las flores
Levantémonos
en pie de lucha en la defensa de la autenticidad de nuestras casas,
calles y poblados.
Una ventana cerrada hace décadas pendiente de un muro es un espíritu
guardián, un hada, una divinidad estremecida que está tendiéndonos
las manos.
Movilicemos las conciencias, apelemos a la militancia de las
instituciones educativas contra el sida de las construcciones espurias.
Veneremos nuestros tejados, los balcones, los patios empedrados.
Posemos suavemente la mirada en las puertas, las escaleras de las casas,
los antepechos que dan al cielo límpido o anubarrado.
Tendamos los brazos y el alma a todo el paraíso que estalla en las
junturas de unas piedras, cuando entre ellas brotan las flores.
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