1.
Bajo un alero mirando caer la lluvia
Las goteras con más furia todavía se precipitan a la tierra.
– ¡Virgen santa! ¡Que no vaya a ocurrir ninguna desgracia! –ruega
mi madre.
Miradas desde la ventana las casas yacen sumergidas tras un velo
indescifrable de agua que cae.
Las calles están desiertas y anegadas. Sólo la lluvia redobla sus
tambores y entona dianas y clarines en las canaletas de lata que recogen
el agua de los tejados.
De pronto una sombra se desliza envuelta en un rebozo.
– ¡Oh, Dios, es ella! –Su figura esbelta y dulce se delinea al
cruzar la calle. ¿Adónde irá? A la única tienda abierta bajo esta
tormenta.
A ratos se esconde bajo un alero mirando caer la lluvia.
Por más que abraza su pecho envuelta en el rebozo no puede esconder el
temblor de sus senos que crecen.
2.
Los ríos crecen y los campos se inundan
Ahora
ya está de regreso.
Ha vuelto de comprar pan y bizcochos jaspeados con clara de huevo y
semillas de ajonjolí, en una canasta que roza sus muslos nacientes y
tibios.
¡Ah, sus ojos negros, hondos y brujos, en su rostro de alabastro!
Más tarde, en el comedor de la casa se sirve el cedrón oloroso en
tazas de loza, el bizcocho y el pan de yema.
Hay ternura en las voces de adentro, mientras el mundo de afuera se
traba, refunde y desaparece.
Llueve noche y día. El sol sale a retazos. Los ríos crecen y los
campos se inundan.
– ¡Graniza! ¡Vean! ¡Graniza!
3.
En El Mirador, cerca al tejado
Arriba,
entre las junturas de las tejas se han formado gavillas de hielo
graneado y traslúcido.
Un guiño de complicidad con mis hermanos y disimuladamente ya estamos
tramando ir a recogerlo.
– Y... ¿qué les parece si hacemos helado de saúco?
– ¡Sí!, con esos racimos que hemos traído.
– ¡Y hagamos una casa arriba!, – nos anima a jugar mi prima Amelia.
–
¡En El Mirador, cerca al tejado!
– Entonces hay que subir pocillos, cucharas y azúcar...
– ¡Y miel de chancaca!
Y estirando los brazos recogemos a dos manos el granizo que depositamos
en unos jarrones azules que tienen pintados en sus flancos claveles
rojos, girasoles amarillos y dalias blancas.
4.
La lluvia arrecia con su canción secreta
Y
armamos la casa hecha de mantas colgadas y silletas.
Y dentro saboreamos helado de saúco, hecho con el granizo de las
alturas celestes.
Mientras la lluvia afuera arrecia entonando su canción secreta.
Y jugamos a la tienda donde yo soy el tendero. Y Amelia una chiquilla
linda que viene a comprar bizcochos en plena tempestad, para que yo le
reproche:
– ¿Y sus padres, niña, la consienten que salga y venga a comprar
bizcochos a la tienda, cuando pueden arrastrarle los torrentes que bajan
por la calle o darle una pulmonía con esta lluvia fría?
Ella y yo nos quedamos callados. Yo viendo su rostro de alabastro y sus
labios que tiemblan.
Mientras arriba atruenan los cielos.
5.
Las hilachas de la trenza de la lluvia desnuda
Es
en ese instante que escucho:
– ¡Hijo, hijo!, –clama la abuela.
– Sí, abuelita.
– Sube a ponerle un balde a la gotera que está pasando agua al
dormitorio, –ruega.
– ¡Allá voy! –contesto.
Corro y subo al terrado sobre el cuarto donde la abuela duerme.
Me deslizo entre las cosas viejas que de noche remueven las almas de
nuestros antepasados que aquí penan. Trepo por los muros, oliendo los
adobes húmedos y abombados. Aquí está la teja ladeada que deja
chorrear el agua y ha hecho un charco en el suelo que se filtra hacia
abajo.
Introduzco mis manos que sobresalen por el techo vetusto y cojo las
hilachas de la trenza de la lluvia desnuda.
6.
¿Levanté ayer la pupila?
–Ya
arreglé la gotera, abuela; –contesto, saliendo a la boca del terrado.
– Ya hijito. Gracias. Ya eres un hombre. –Responde.
Y, hablando unas veces con alguien a quien no vemos, otras con los
fantasmas que la persiguen, y otras tantas hablando consigo misma, mi
abuela Sofía, madre de ni padre, se pierde caminando leve y difusa por
el corredor de la casa con su cantilena interminable:
– ¡Ya se va a caer la bóveda de la sala! ¡Y son los gatos dañinos
los que mueven las tejas! ¡Ayer no había esa gotera en mi cuarto! O no
la he visto. ¿Ayer he levantado la vista? ¿Levanté ayer la pupila?
–Y mi abuela se detiene para dudar–. Estos ojos también que ya no
se dan cuenta de lo que ven, estos ojos que ya no miran. ¡Me lagrimean
tanto los ojos! Ya me estaré quedando ciega. ¡Ya me he de morir, en
este invierno!
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