Abril
es el mes más hondo y conmovedor en mi pueblo, Santiago de Chuco.
Y lo es porque en él se conmemora la Semana Santa que es hierática,
solemne y estremecida.
Y todo esto en contraste con los campos que después de las lluvias de
marzo lucen rozagantes y coloridos por las flores que cubren las
colinas, las cercas y los huertos.
Se inicia la Semana Santa subiendo a los terrados y buscando las hojas
de palma o de olivo del año pasado, que otra vez las cubrimos de cintas
y flores de colores estallantes que cortamos de los jardines callados y
humedecidos.
Vamos con ellas y con algún ramo de flores para rociarla de agua
bendita en la procesión del Domingo de Ramos, luciendo nuestros
vestidos nuevos y pasando los dedos, mojados con nuestro aliento, por el
cuero de nuestros zapatos recién comprados que se pelan con cualquier
tropezón que damos en las piedras de la calle palpitante.
2.
¿Qué traen esas viandas?
Pero,
en realidad la Semana Santa comienza antes, cuando los
"repartidores" con sus largos atuendos se colocan al centro de
las esquinas con sus grandes canastotes de paja o carrizo tejido y van
leyendo en silencio una lista misteriosa en donde figuran algunos
nombres de las familias aledañas.
Hacia sus puertas van esos varones elegantes y ecuánimes, todo vestido
de blanco, que no hablan con nadie y desde cuyos hombros cuelgan unos
manteles albos que relumbran a la luz del sol y en cuyas puntas sujetan
los platos que cogen seguros uno en cada mano y que entregan solemnes a
las personas que han salido a recibirlos.
¿Qué traen esas viandas? Cuatro alfajores rellenos con un manjar
oscuro, hecho de camote; cuatro roscas blanqueadas en miel; cuatro
basitas o tortitas de maíz que tienen forma de corazón, de trébol y
otras como un as de copas.
3.
Pisando los retazos de luz de los candiles
Así,
y de ese modo, los estandarteros nos invitan a alumbrar con nuestras
velas en la procesión que sale por las calles empedradas y húmedas.
Y que pese a ser ya de noche lucen tibias y fragantes.
– Esta noche alumbraré acompañando el anda de San Juan, –le digo a
mi prima.
– Yo con mi mamá iremos alumbrando a la Virgen María.
Al inicio de la procesión de cada noche bajamos rumbo a la
iglesia cogidos de la mano de nuestros padres, pisando los retazos de
luz de los candiles y de las lámparas a kerosén que se arrastran desde
el fondo de las tiendas mortecinas.
– ¡Pascual! ¡Elvira! ¡Cómo están!
– ¡Carmen! ¡Hermanita! ¡Perdónanos que no te hayamos visto!
4.
Sus sombreros mojados por la lluvia
–
A mí también me perdonan, porque dije: ¿Serán o no serán?
– Es tan oscuro que a dos pasos aún no les reconocía.
– Ya vi y recé delante de la Virgen. Tranquila y linda está su
carita.
– Entonces, ¡buen año será éste!
–
¡Que así sea Dios bendito!
En la Semana Santa de mi pueblo desde el Domingo de Ramos todos los días
hay procesiones hasta el Viernes Santo. Y cada día salen cuatro andas:
de Jesús, de la Virgen María, de San Juan y de María Magdalena.
Para
ello, la iglesia se ilumina de cirios y de flores. En la plaza hay
puestos de venta y en la calle sombras y ruidos de pasos de gente que va
y que viene.
Por nuestra calle bajan de los caseríos hombres emponchados y mujeres
envueltas con sus mantas negras. Ambos con sus sombreros mojados por la
lluvia.
5.
De pecados, resonaros y castigos
El
miércoles santo es día de venias.
¿Qué es eso? Son saludos que se hacen las andas cuando se encuentran
en la Plaza de Armas.
Para ver esas inclinaciones la multitud se aglomera candorosamente,
extasiada hasta las lágrimas en la explanada de la plaza en donde los
vendedores de velas y de cirios, de confites y turrones, se alumbran con
un cucurucho que se aúna a las lámparas y candiles de las tiendas para
iluminar en algo el mundo.
De un lado del pueblo viene la Virgen María y María Magdalena, que han
subido por el barrio alto.
Del otro lado avanzan Jesús y San Juan que han ido y dado la vuelta por
el barrio bajo; trayecto que es cuando el anda de Jesús hace siete caídas,
en siete esquinas.
Pero yo recuerdo ese día porque también nos enfurruñamos siete veces,
idéntico a los padecimientos de quien padeció por nosotros y fue
clavado en la cruz
La
primera vez es camino a la iglesia.
Y ocurre por el delito de confundir un charco de agua que dejan las
lluvias de marzo como si fuera una piedra blanca y que al pisarla se ha
hundido mi pie hasta el tobillo en el agua helada.
Todo quedaría bien, salvo que a los padres se les antoja que hay que
regresar a casa para cambiarnos las medias. Y dejar estos zapatos nuevos
por los zapatos viejos. De lo contrario me voy a enfermar. A lo cual con
toda mi humanidad en ristre me niego rotundo.
Hacemos la paz. Tengo que sentarme allí mismo, en cualquier sitio,
desamarrar los pasadores, escurrir el zapato y torcer la media para que
chorree toda el agua del mundo.
Eso sí, no acepto poner como plantilla entre el pie y el cuero el papel
doblado que nos alcanzan.
Por no querer hacerlo e ir chapoteando el agua dentro de la suela,
primera regañada y el anuncio de que con este modo de proceder Dios nos
condena desde ahorita, severo e implacable, felizmente a expiar en el
purgatorio:
La
segunda regañada, con rezongo y estrujada del brazo, es cuando
descubren que hemos roto la vela para alumbrar al taitito. Pese a que
nos han advertido cien veces –creo que más– que debemos llevarla
con cuidado.
Como siempre, en mi caso, son más de tres las quebraduras y entonces la
vela ha quedado como "moco de pavo".
Ahí
viene la razón de tanta maldad que hay en el mundo:
Es tan fuerte el jalón que me dan, que prefiero volverme a mi casa.
Intento, pero me acuerdo que ahí están los gangosos de los muertos,
aparecidos y fantasmas.
Felizmente me alcanzan y para mi bien es invencible el garfio que nos
aprisiona la mano y nos arrastran siempre con disimulo para que no se
entere la gente.
¡Ingenuos!, que son siempre los mayores.
N demoramos en la tienda porque hay que comprar necesariamente otra
vela.
La
tercera caída es cuando nos empacamos ante la mesa del dulcero, que
lucha en plena alameda porque el viento no le apague su cucurucho de
luz, plantado al borde del tablero lleno de golosinas que apoya sobre un
trípode.
Allí no hay santo que haga el milagro de hacernos entrar en razón.
Salvo después de que nos compran todo lo que es importante para ser
fuertes y sanos.
Ahora pienso que abusábamos un poquito:
Un gallito de caramelo, que es como un vidrio de colores sujeto a un
palo de carrizo y envuelto en papel celofán que sabe a almíbar.
Media docena de chancaquitas con maní, envueltas primorosamente en un
atado de suncho.
Un turrón amarillo y otro rosado, como a mí me gusta y que va
ensuciando con sus migajas y su miel nuestro abrigo azul y por lo cual
esta vez a las que apuntan son las pobres orejas. Pero me mantengo
lejos.
La
cuarta caída es ignominiosa, y es cuando lloramos desconsolados por
recibir en plena cabeza el "Pan de Boda".
Me la ha asestado un malcriado, con buena carrera aunque con pésima
puntería –aunque esto nunca lo sabrá el tonto– quien creyendo dar
en el cráneo de nuestra hermanita, ha ido a caer el golpe del cartucho
en mi pobre cabecita.
Pero esta vez nos consuelan y con la mirada persiguen y con ella matan
al malhechor.
Aunque sé que en sus adentros –¡hipócritas!– agradecen al santo
que va a salir en la procesión que el golpe mejor haya caído donde cayó.
Y no en la mollera de nuestra hermanita, delicada y consentida, como era
la intención del agresor, porque a ella con ese golpe la hubieran
partido en dos.
Costumbre nefasta, ésta del "Pan de Boda", que nada tiene que
ver con la Semana Santa y que los maestros debieran combatirla.
Salvo que así se quiera reproducir el martirio que padeció nuestro Señor
en el camino al Gólgota.
La
quinta caída es por dar alaridos y salir en estampida cuando entramos a
la iglesia iluminada de cirios y murmurante de oraciones.
Y es que nuestros ojos desprevenidos han chocado con la imagen del Señor
de la Piedra Verde
En realidad es el buen Jesús, pero maniatado y exangüe, coronado de
espinas y manando sangre por la frente, la barbilla, los dedos
tumefactos y las rodillas doloridas.
Tiene ambas manos clavadas a una columna gótica, relievada con racimos
de uvas, ¡maldad de los hombres que hacen las estatuas!
Pero es tan real la imagen que no sé cómo la mayoría cree que no está
viva.
Yo, que he mirado siempre de improviso su rostro, sé que sus ojos se
mueven.
Por saber eso nos quieren obligar a que entremos y nos sentemos
impasibles en una banca mientras él agoniza. Eso no lo van a lograr ni
hoy, ni mañana ni hasta el fin del mundo.
La
sexta caída es simple y escueta:
Querer llevar la borla del estandarte que avanza luciente e impertérrito
por mitad de la calle.
¿Por qué solo ha se ser mi hermano Juvenal? ¿Por qué no lo reemplazo
yo un ratito?
O, ¿por qué el niño del otro lado no descansa y yo voy atildado y
compuesto llevando la borla, que algo se debe sentir cuando ponen tanto
empeño en hacerlo?
Por insistir, jalonear y hacer chorrear la vela encendida en el terno de
papá y casi incendiar el abrigo de mamá, presión en los huesos de la
mano.
Cristo fue horadado, pero igual: a mí me apretaron tanto y
disimuladamente para que no supiera la gente, que creo que este hecho
repite exactamente que traspasaron las manos de Cristo en la cruz.
– ¡Pero este niño es caprichoso y no entiende! –Regaña una tía
entrometida.
La
séptima caída es la peor.
Porque se produce a través de pellizcos en brazos y costillas. ¡Y
hasta en la cara!, tal y como sufrió Jesús, .
Claro que va acompañada, a la par de nuestros chillidos, de rabietas y
reclamos enfurruñados.
Esto sin importarnos que estemos delante de las imágenes benditas de
los santos en sus andas.
Y todo ¿por qué? Por el delito imperdonable de ¡tener sueño!
Por recostarnos a las faldas de mamá y querer que nos cargue –¡el
colmo, si ya tenemos seis años!
Y por cerrar los ojos, entre el rechinar de la banda de músicos y el
rezo de mujeres alharaqueras.
Pellizcos por todo el cuerpo –¡cuándo no!– los mismos que hasta
ahora me duelen.
Con lo que se entiende que los inocentes siguen padeciendo y continúan
la senda de Jesús por el monte Calvario.
13.
Aromas de alcanfor y manzanilla
Pero
así como abril es el mes más hondo, porque el alma se estruja y se
conmueve, es a la vez el mes en que todo renace.
Los campos se cubren del manto de las mieses recientes. En los troncos
de los árboles estallan los nuevos retoños. Y en las ramas ondulan
flamantes los pimpollos.
Se elevan desde lo más profundo de las cañadas los copos de neblina
blanca que se demoran en desenredar sus ajuares en las cercas cubiertas
de margaritas y que dividen las chacras en mil tonalidades de verdes.
Y hasta en los muros de las casas las malvas y mostazas lucen sus
amarillos, magentas y fucsias, como los cactus en las tejas se empinan
aspirando a ser santos y desaparecer en el cielo azulino.
De las colinas cercanas en abril el viento trae aromas de alcanfor y
manzanilla para calmar nuestras heridas y aliviar nuestros corazones.
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