José Antonio Encinas es el maestro más egregio del Perú de todos
los tiempos. Fue postulado como Rector de la Universidad de San
Marcos en la etapa de mayor efervescencia del movimiento
estudiantil, 1931, y sin ser profesor de esa casa de estudios, en
gracia a su trayectoria moral, coherencia política y la brillantez
de sus ideas.
En tal ocasión fue su contendor en la justa electoral nada menos
que Víctor Andrés Belaúnde, profesor notable y con una foja de
servicios intachable en la universidad y quien después se desempeñaría
como Presidente de la Asamblea General de las Naciones Unidas, en
New York. En esa contienda el escrutinio arrojó 14 votos para Belaúnde
y 98 para José Antonio Encinas recién regresado del destierro.
En el Perú sufrió cárcel y fue expatriado tres veces por oponerse
a las dictaduras, sumando 25 años de alejamiento forzoso del país,
obteniendo en aquel tiempo cinco doctorados todos ellos en educación,
en las universidades de Padua, Bologña, Londres, París y La
Sorbona.
Su pensamiento y práctica pedagógica la realizó en la Escuela
881, la más pobre de su región, en Puno, convirtiendo a los 83
egresados no solo en profesionales de éxito –de lo cual no se
preciaba– sino de personalidades del mundo artístico, científico,
político y empresarial que abrazaron la causa del indio en el Perú.
Fue un maestro visionario. Sus ideas pedagógicas tienen
extraordinaria vigencia y otras solo a futuro serán reconocidas.
Fundó la Universidad Nacional de Educación La Cantuta. Fue un
hombre honesto, incorruptible y con un amor profundo al niño, al
indio y a su tierra natal. Esos fueron sus tres grandes amores.
Los primeros días de enero de 1999 fui invitado por la señora
Aurora Encinas Franco –hermana de José Antonio– a participar en
el bautizo de una guagua de pan, en su casa de San Isidro, ceremonia
de mucha tradición en Puno.
Otro
motivo era que conociera a su hija Gloria y a sus nietos, que habían
llegado a visitarla desde México. Asistí, y en el transcurso de la
conversación pregunté a Gloria acerca de los recuerdos que
conservaba de su tío José Antonio Encinas.
Reproduzco toda la evocación que hizo Gloria Zegarra Encinas, que
escribí pocos momentos después de haberla oído, y donde se
develan acontecimientos que en todo momento contaban con el
asentimiento de la señora Aurora, quien durante todo el relato
corroboraba, y por momentos complementaba las remembranzas.
1.
Siempre otorgaba el sitial de mayor superioridad al niño
Los
recuerdos que guardo de mi tío José Antonio son los más gratos y
hermosos de cuantos yo he tenido la suerte de vivir en mí infancia. Y
creo que no soy la única privilegiada, porque muchos de mis primos y
otros familiares podrían coincidir en decir, como yo, que él tuvo un
trato preferencial, honroso y distinguido, con cada uno de ellos,
especialmente cuando en aquel tiempo eran niños.
Porque a todo niño él le daba un trato preferencial.
Para él, el niño era el personaje principal, estuviera donde
estuviera y fuese quien fuese.
No había para él niños bonitos y otros feos, niños limpios y otros
sucios, unos adorables y otros merecedores de indiferencia o
menosprecio.
Amablemente hacía que todos atendieran cuando había que escuchar a
un niño y valoraba mucho las opiniones, ideas o la simple expresión
del niño.
Bastaba que uno de ellos estuviera en la mesa o en la sala, para que
toda su atención se dirigiera a él, así estuvieran personas con
cargos o rangos elevados, así fueran dignatarios, que siempre los tenía
a su alrededor; sin embargo, él siempre otorgaba el sitial de mayor
superioridad al niño.
2.
Eran pasajes redivivos propios de un cuento de hadas
Y
tenía una finura, unas cortesías o unas delicadezas, que a una la
hacían sentirse un ser casi providencial.
Por ejemplo, siendo yo una niña, de siete u ocho años, él me
invitaba a cenar. Pero lo deslumbrante de todo esto es cómo hacía
que ocurriese ello:
Entonces, alguien, un día, tocaba la puerta. Era un ujier con un
azafate y una tarjeta ornamentada preguntando por la señorita tal.
Era un sobre con el sello del Senado de la República, en cuyo
interior decía:
“El Dr. José Antonio Encinas invita a cenar a la señorita Gloria
Zegarra Encinas. Quedaré muy honrado por su aceptación.”
Para una niña de siete u ocho años ese solo hecho era ya
maravilloso.
Pero luego de la aceptación, que él la esperaba dejando a uno la
sensación de que era libre de rechazarla –pese a que uno se moría
por una sola de esas invitaciones– venían, entonces, en los días
previos al encuentro, los obsequios: un vestido de gala, zapatos finísimos,
guantes, y hasta alguna joyita; todo un ajuar completo y espléndido
que él mismo escogía y enviaba con mucha reverencia para que “la
señorita” asistiera a la comida, que casi siempre era en la heladería
más lujosa de Lima, con mesa y asientos reservados para dos personas:
él y yo. Eran pasajes redivivos propios de un cuento de hadas.
3.
A cada uno dándole un atributo, un reconocimiento y un valor muy
especial
Para
ello, enviaba un auto a recogerme, con un chofer engalonado que me
trasladaba en silencio hasta donde él ya me esperaba. La comida era
lo que a mí se me antojara que fuera, especialmente golosinas que los
mozos traían con la mejor presentación y la mayor reverencia.
Él escuchaba atentamente, se acercaba a retirar o acercar mi silla y,
a veces, cuando le preguntaba algo, me contaba hechos de su vida o de
su fantasía que resultaban maravillosos.
Durante toda la ceremonia él dispensaba una atención esmerada a su
invitado o invitada. No era él el protagonista, sino la niña –o niño–
a quien él había elevado en categoría hasta las nubes y había
dedicado horas y días de su desvelo amoroso para hacerles sentir como
la alteza real más excelsa que existía sobre la faz de la tierra.
Pero no solamente ocurrían esas invitaciones principescas, sino que a
mí, por ejemplo, me escribía cartas, sin que él viajara o estuviera
lejos, sino viéndonos en esos días; cartas todas ellas muy tiernas.
Y esto mismo hacía también con otros sobrinos; a cada uno dándole
un atributo, un reconocimiento y un valor muy especial en sus vidas.
4.
Era tierno,
servicial y generoso
A
mí me llamaba “Mi sombrita”, y cuando le preguntaba “¿por qué?”
me decía que era así porque la sombra es lo que uno lleva a todas
partes, que uno nunca puede separarse de ella y que yo era así para
él.
Cuando él murió, yo alcanzaba a cumplir los diez años, pero mi
madre cuenta que cuando era bebita, él les pedía a mis padres que me
llevasen para que yo duerma con él.
Mi padre, lógicamente, se preocupaba diciendo: “¿Y si en la noche
llora? Él es un señor y cómo vamos a mortificarlo haciéndole
cuidar a una bebita…” Pero si él lo había pedido, ya no había
nada qué hacer. Porque él era como el Dios Wirachocha que ordena
todas las cosas del universo. El Dios bueno y protector de quien emana
todo lo sabio, probo y feliz.
Después de él se situaba mi tío Enrique, su hermano, como un semidiós
tutelar, pero en orden menor. Y después –en mi casa– se ubicaba
mi padre, en un tercer lugar.
¡Imagínese cómo era! Y este puesto mi padre lo aceptaba con respeto
y hasta reconocimiento. Y mire que mi padre tenía un valor destacado
como abogado y como artista.
Ahora bien, ese poder de mi tío José Antonio era natural, un poder o
autoridad que surgía de una fuerza muy profunda, que nadie se había
atrevido ni siquiera discutir. Era así y nada más. Y nunca ostentó,
ni se ufanó, ni dio jamás el mínimo rasgo de soberbia. Al
contrario: era tierno, servicial y generoso.
5. Como si un Ministro se acercara a una
soberana
Me
llevaban, pues, de bebita, a la casa donde él vivía, para dormir con
él. A la mañana siguiente, muy tranquila y feliz, como si yo supiera
que algo extraordinario estaba ocurriendo –y para lo cual no hacía
nada que dañase esos momentos– volvía a mi casa con mis padres
habiendo pasado una noche al cuidado de mi tío.
Él adoraba a los niños y buscaba que los niños sean libres, que
solos se impulsen y vuelen, que asuman mucha confianza en sí mismos
y, a partir de allí, con alegría e imaginación, se eleven. Mire
usted cómo su hijo, José Antonio Encinas del Pando es una
celebridad.
Y él a mí nunca me impuso ni trató de enseñarme nada, ni me
presionó a que estudiara o alcanzara buenas notas. Lo que él hizo
siempre es que yo me sintiera bien, que tuviera una idea superior de mí
misma.
Incluso en mis rabietas y berrinches, que los tenía, porque imagínese
ser yo hija única de mis padres y tener toda la dedicación de
ellos... ¡era una engreída! Él entonces buscaba que yo misma me dé
cuenta de mi ser y de mi conducta. Para eso cuando yo hacía
conflictos y a todos había sacado de sus casillas se acercaba y al oído,
en inglés, me decía:
– Lady… you can choice other way. (Señorita… usted puede
escoger otro camino).
Lo cual no era en absoluto un resondro. Su estrategia era como si un
Ministro de Estado se acercara a su soberana para darle un consejo político,
en un idioma que los demás mortales no entendían. Yo regresaba
calmada, ecuánime, tolerante, como una estadista que había estado
negociando mal un asunto, que quizá no tenía trascendencia, pero en
el cual yo había estado perdiendo o quedando mal.
En realidad, él me ponía en un plano superior siempre. Pero el
gesto, el idioma que empleaba, y la cortesía de diplomático, frente
a una mocosa malcriada de 8 años ante la cual todos habían perdido
la paciencia, me devolvía a la cordura, habiendo hecho que yo misma
vea, desde arriba –o desde abajo–, lo mal que estaba portándome.
6.
Obsesionados por esa historia prodigiosa y truculenta
Cuando
desarrollaba sus clases, porque yo fui su alumna en el Colegio Dalton,
sencillamente magnetizaba; porque él no era de fechas, cantidades o
nombres de lugares o personas que había que aprender de memoria.
Recuerdo, por ejemplo, una clase de geografía sobre la Cordillera de
los Andes, que la describía con sus nieves, sus nubes, su luz, sus
auroras, sus flores, sus lagunas. ¡Era un poeta! Y la comparaba luego
con una serpiente fabulosa, el amaru, que se mueve y causa los
terremotos. O la representaba como a un dinosaurio, o un ser mítico,
de fábula, que en un momento cobraba vida propia como algo
portentoso.
Ocurría entonces que todos los niños sentíamos que teníamos que
conocer aquello que describía el maestro como algo estupendo, tanto
que por algún momento pensábamos que debíamos dejarlo todo por
conocer y estar en ese lugar que él recreaba vívidamente ante
nuestros ojos.
Para conseguir este fin –ahora me doy cuenta– exageraba algunos
rasgos y algunos hechos, todo para que nosotros tuviéramos más
fascinación por algunos personajes y algunas situaciones. Y hasta
creo que él mismo creía en lo que su imaginación le iba
descorriendo.
Valoraba mucho la imaginación. Nos hablaba de Sócrates, y nos decía
que era inteligentísimo, brillante, tanto que hasta podría parecerse
a la luz, pero –¡qué horror!–, físicamente era feo, horrible,
pero tan feo que su esposa –que era torpe, pero muy torpe– terminó
envenenándolo, por ser feo y no por otra cosa, porque Sócrates era
bueno. Nosotras lo escuchábamos con la boca abierta.
Estos hechos eran suficientes para tener una seducción por ese filósofo
griego y terminábamos lanzándonos, ya por nuestra propia iniciativa,
a buscar las referencias de dicho personaje en los libros,
obsesionados por esa historia prodigiosa y truculenta. Allí nos enterábamos
que su muerte fue peor, que fue una asamblea de ancianos que lo condenó
a muerte.
7.
Sucesos portentosos, llenos de humor, de tragedia y de candor
Con
los niños transponía fácilmente los límites entre la realidad y la
quimera.
Le pregunté una vez por su esposa, y me contó que había tenido una
muy linda pero que se fue volviendo horrible, diciéndome que las
mujeres eran así y asá –cosas graciosas– y que a esta esposa la
descubrió que se estaba volviendo bruja. Y la encerró fuertemente
con grapas y tachuelas en un sobre que puso en la gaveta de su
escritorio.
Y yo, que era una curiosa incorregible, pensé que era cierto y nunca
abrí esa gaveta por el temor que se escapara esa señora y que, como
era bruja, le fuera a hacer daño a mi tío.
Hablaba de hechos fantásticos, en donde los personajes de la vida
real participaban de sucesos portentosos, llenos de humor, de
tragedia y de candor.
La tía Victoria, por ejemplo, que era su contemporánea y quien fue
la hermana más cercana cronológicamente a él, aparecía siempre en
sus relatos como un espíritu entre jocoso y divino, encarnando la
espiritualidad en sus dimensiones rituales, aparatosas y
extravagantes.
Se reía y nos hacia reír a costa de la tía Victoria, pero en el
mundo onírico. Y es que, al parecer, hubo una rivalidad de pequeños
entre él y ella por el amor de la madre.
8.
Hechos tragicómicos que nos hacían desternillarnos de risa
Papá
José –porque así lo llamábamos todos– tenía mucha predilección
por su madre, la abuela Matilde. Y entre la tía Victoria y mi abuela
también había esa comunión. Como lo tuvo también con su hijo José
Antonio.
Se cuenta en la familia, que cuando eran chicos, en Puno, José
Antonio a una muñeca le había puesto por nombre Victoria y, a veces,
le pegaba duro en un círculo que él había trazado en el patio.
Un día, en que llovía, él castigaba a la muñeca en pleno aguacero.
Victoria, en el dormitorio, hacía su berrinche y gritaba que José
Antonio la estaba pegando.
– Pero cómo, –le decía su mamá–, si José Antonio está
jugando en el patio.
– Sí, pero me está pegando, –gritaba Victoria, refiriéndose a
la muñeca, la que ciertamente estaba recibiendo una paliza.
Por eso, en sus cuentos, la tía Victoria –que en realidad era, por
así decirlo, muy apegada a lo religioso– de un momento a otro
aparecía con un hábito y una cruz y solucionaba o complicaba aún más
un asunto, con hechos tragicómicos que nos hacían desternillarnos de
risa.
Él tenía un humor, una chispa y una manera de ser, que con los niños
pasaba de lo real a lo imaginario con extraordinaria facilidad.
9.
Esa vez él quería adornar el hecho mecánico con una referencia simpática
y hasta elogiosa
Y
al respecto, le cuento que la única vez que lo vi enojado, pero más
que eso, dolido, fue a causa de un hecho en que él estaba haciendo
ese juego entre lo real y lo subjetivo. Y sucedió con un sobrino suyo
y primo mío, cuando éste era ya casi un adolescente, y mientras yo
estaba en su casa de Miraflores, cuando llegó este primo, que no diré
su nombre, porque eso no viene al caso, y le dijo:
– Papá José, présteme 200 soles que mi mamá le devolverá cuando
venga a Lima.
– Bueno, –le dijo él– pero oiga usted, ayer le vi que despedía
a una niña muy bonita en una esquina y luego caminó hasta la otra
esquina, en donde otra niña lo esperaba...
– ¡Oiga papá! –le interrumpió mi primo–, dígame si me va a
prestar los 200 soles ¡o no!
Fue como un golpe asestado bruscamente a mi tío y del cual se repuso
pero con mucho dolor, y le dijo:
– Claro que le voy a prestar, jovencito, aunque usted se esté
portado muy malcriado con su tío que le quiere tanto.
Y, pese a que lo acompañé y traté de hacerle olvidar este
exabrupto, no pudo recuperarse totalmente, en las horas siguientes, de
esa torpeza e impertinencia de mi primo, que seguro tenía una
urgencia o una irritación que lamentablemente hirió mucho a papá
José, quien en realidad quería hacerle una gracia. Esa vez él quería
adornar el asunto mecánico de la solicitud de mi primo, con una
referencia simpática y hasta elogiosa para el sobrino.
10.
¡Deja todas aquellas propiedades que tienes! ¡Obséquialas a la
pobre gente!
Porque,
además, le diré que era muy generoso.
Mire: él a todos obsequiaba, aparte de presentes muy valiosos, su
dedicación y su tiempo.
Por ejemplo, a un sobrino, que era muy enamorador, le dibujaba un
gallo precioso que pintaba con colores estallantes y en cada ala le
ponía el nombre de cada una de las enamoradas. Y abajo, un lema que
decía:
– “Este gallo canta en cualquier corral”.
Y ese dibujo lo pegaba en la caja del regalo... A otro sobrino, que
era muy aplicado y muy formal, lo dibujaba con beatificado junto a los
santos del cielo, y a él le ponía una corona de bienaventuranza
alrededor de la cabeza… Piense usted en lo que le costaba dibujar
todo eso.
En sus conversaciones siempre ponía una nota de humor, de encanto y
solaz. Le gustaba reír, hacer que el ambiente fuera cordial, alegre y
pleno de dicha. Y hasta festivo. Para eso ponía unos ojos chinitos,
muy orientales, y muy pícaros, expresando la palabra precisa,
chispeante, llena de ingenio y calidez.
Pero más le gustaba escuchar. Tenía ese don, muy raro en las
personas, de escuchar y comprender.
Las más de las veces intervenía para hacer un comentario que casi
siempre marcaba un derrotero y una orientación. Pero luego venía la
nota jovial, fina y delicada.
11.
¡Despréndete de tus bienes! ¡Deja todas aquellas propiedades que
tienes!
Lo
recuerdo vestido de lino, de colores claros y frescos en verano,
usando “sarita”, ese sombrero tradicional que caracterizó a toda
una generación de peruanos de la primera mitad de este siglo.
En invierno lucía ternos grises u oscuros.
Pero pese al humor y al encanto que tenía para alumbrar cualquier
situación, con una referencia llena de ingenio, él, en el fondo, tenía
dolor, una tristeza y melancolía profundas, que creo era por la
situación del Perú, y más particularmente de la raza indígena, a
la que dedicaba mucho de sus desvelos.
Quizás también contribuía a ello su soledad; el no tener una
esposa.
Aunque tenía sus amigas muy íntimas. Una de ellas era una señora
muy distinguida y encopetada, que venía a visitarlo y él en algún
momento de la conversación, después de haber estado discutiendo, le
decía:
– Mira, yo me caso en este momento contigo, tú de blanco y yo de
frac. Te aseguro que en este mismo momento llamo a mi amigo el
arzobispo de Lima y él viene y nos casa. Mi sobrina Gloria, que está
aquí, será la testigo y aquí mismo nos casamos. ¡Pero despréndete
de tus bienes! Todo lo que impide casarnos son tus bienes. ¡Despójate
de todas aquellas propiedades que tienes y que cargas a cuestas! ¡Obséquialas
a la pobre gente! Yo te voy a dar todo. ¡Nada te va a faltar, mujer!
¿Qué más quieres?
12.
¡Cómo sufriría! ¡Y cómo lo verían los administradores de la
escuela!
Él
fue amado por personas inteligentes y superiores, cuyo amor era una
prueba de valor, porque amarlo suponía haber superado una serie de
prejuicios y convencionalismos, como los del dinero o de los bienes
materiales, con respecto a los cuales tenía un desprendimiento total.
U otros, como su posición política socialista.
Sus ideas, para su época, eran hasta cierto punto disparatadas, como
defender al indio, de quien se pensaba lo peor. Y él, en eso era
radical, lo que pensaba lo hacía. Su casa estaba llena de campesinos,
obreros y artesanos que lo visitaban.
¡Y en educación ni se diga! Algunos de sus planteamientos no fueron
para su época, ni para ésta, sino para el porvenir. Algunas de sus
geniales intuiciones han cobrado vigencia, pero otras ni el mundo
actual aún está capacitado para comprenderlas. Son para el futuro.
Por ejemplo: se oponía a los exámenes. Y una vez regañó a mi mamá,
porque yo me había aprendido una serie de categorías gramaticales,
el sustantivo, el verbo... y que nos enseñaban en la escuela. Y mamá,
para mostrarme, orgullosa y ufana, me llamó y me hizo repetirlo ante
él. Y yo como una lora, de paporreta, le dije indefinidos,
subjuntivos, pluscuamperfectos,... toda esa terminología. ¡Qué más
le diría, pues! Ya no me acuerdo.
Él volteó asustado hacia mi mamá, que era maestra y directora del
colegio, y le dijo:
– ¿Y tú te sientes orgullosa de esta crueldad? Hijita –dijo
haciendo un movimiento hacia mí como si quisiera protegerme– olvídate
pronto de esas tonterías.
Y me sentó en sus rodillas, acariciándome. Y con sus manos trataba
de borrar de mi mente algo que a mí me pareció como si él pensara
que fueran heridas o daños terribles que me habían hecho.
– ¡Cómo le haces repetir así las cosas! –Le seguía reprochando
a mi mamá. ¡La mente del niño es una joya, Aurora! ¡No podemos
maltratar así a los niños!, –le reclamaba mientras me consolaba.
Eso, cuando lo que esperaba mi madre era más bien que él celebre a
su sobrina querida y que me felicite por lo que acababa de hacer.
¡Imagínese!, cuando en esos tiempos toda la escuela era memorística.
¡Cómo sufriría! Y cómo lo verían los funcionarios y
administradores de las instituciones educativas ¡que en su casi
totalidad se suscribían a esas prácticas!
13.
No formalizó un matrimonio pero fue amado
Recuerdo
que solíamos irnos a almorzar a Chosica y mamá preparaba la comida
propia de nuestro pueblo.
Papá José, estando en el auto, decía:
– Pasemos por la señorita Etelvina, en Miraflores, para ver si
quiere acompañarnos.
Mamá se ponía nerviosa y le decía:
–
Entonces pasemos por un restaurante para comprar pollo o algo
presentable.
– ¿Qué? –se escandalizaba él– ¡No, no!, que ella coma
nuestro chuño. ¿Por qué tienes que avergonzarte tú de nuestra
comida?
Ya en el auto con la señorita, papá José, dirigiéndose a ella le
contaba:
– Oye Etelvina, Aurora tiene vergüenza de ti, que quizás no
aceptes comer nuestro chuño puneño.
– No –decía ella– ¡cómo no lo voy a aceptar comer, señora!
Para mí es un honor...
Ya se imagina la vergüenza que tenía mi mamá. Pero él trataba así
de romper estas barreras.
Por eso, amar a José Antonio suponía un acto de valor, que sólo podían
ejercerlo mujeres superiores, que a la vez debían tener lo mismo que
él: independencia de criterio, e incluso transponer las barreras de
clase social, que en aquella época eran infranqueables.
No formalizó un matrimonio, pero fue amado intensamente.
14.
Llenándose los ojos de lágrimas porque amaba mucho a su pueblo
Le
contaré que papá José ayudó, con una buena cantidad de dinero,
para que mis padres construyeran esta casa en donde ahora vivimos. Eso
yo no lo sabía. Y él nunca comentó ese hecho con alguien. Pero una
vez me escribió una carta que era para abrirla cuando yo cumpliera
veinte años, plazo que respeté devotamente.
En esa carta me decía que me quería mucho, que presentía que ya se
iba a morir, pero que quería contarme algo, y esto es: que él les
había pedido a mis padres que le permitieran poner unos ladrillos y
hacer un murito, un pedacito de pared de mi cuarto –¡cuando en
realidad él contribuyó mucho para edificar toda esta casa!
En esa carta me decía que un pedacito muy pequeñito de mi cuarto él
había pedido que le permitieran hacerlo (Gloria, en esta evocación
de sobrina agradecida, enjuga unas lágrimas primero y después
llora). Y que por ahí mirara. Que ahí estaba él. Que era una
ventanita. Y que cuando creyera que todo estaba perdido, cerrado u
oscuro, que mirara por ahí, que recordara que ahí había una
ventana, que él había abierto un resquicio y que por ahí yo
encontraría felicidad, consuelo y que lo encontraría a él.
Y, en realidad, no es un murito, es toda la pared, es toda esta casa
donde él venía siempre, algunas veces a almorzar. Y tocaba ese piano
que está ahí, o le arrebataba notas tristes y hermosas a la zampoña
que él interpretaba con inigualable maestría.
O se sentaba en este sillón, en donde yo lo he visto tantas veces
llorar escuchando huaynos que lo conmovían profundamente, llenándosele
los ojos de lágrimas, porque amaba mucho a su pueblo y le dolía
tanto su miseria, su explotación y su agobio de siglos...
Así
concluye la entrevista que le hiciera a Gloria Zegarra Encinas sobre
su tío, el maestro José Antonio Encinas.
Con él, y para él, se podría escribir y asumir este proverbio,
que dice:
“El hierro es fuerte,
pero el fuego lo derrite.
El fuego es fuerte,
pero el agua lo apaga.
El agua es fuerte,
pero las nubes la evaporan.
Las nubes son fuertes,
pero el viento se las lleva.
El viento es fuerte,
pero el hombre lo vence.
El hombre es fuerte,
pero el miedo lo derriba.
El miedo es fuerte,
pero el sueño lo vence.
El sueño es fuerte,
pero la muerte lo es más.
Pero el amor bondadoso
sobrevive a la muerte.
Sólo quien tenga y ofrezca amor bondadoso es quien puede alzarse
como senda y camino en el Perú.
Porque se puede ser inteligente, y Encinas lo fue, pero no
alcanzaremos con ello a ser horizonte en nuestro país.
Podemos ser valerosos, y Encinas lo fue, y tampoco con ello
alcanzaremos a ser ruta y destino en nuestra patria.
Es el amor bondadoso, que él sintió por el niño, por la juventud,
por la escuela, por el maestro, por el indio, y por el Perú, el que
lo hace sobrevivir y el que hace que nos llegue, su obra y su
personalidad, como aire puro y fértil para seguir bregando,
convencidos y esperanzados, por redimir los sufrimientos de nuestra
sociedad.
Y para forjar, a partir de la educación, la patria hermosa que nos
merecemos, y la felicidad del hombre, que es nuestro anhelo y
nuestro pleno derecho, ahora y siempre.
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