El
día Viernes Santo en mi pueblo, Santiago de Chuco, es grave,
invivible, funesto.
Desde temprano nos asustan, ni bien abrimos los ojos.
En primer lugar, mamá está de luto hasta en las medias y zapatos que
viste; y, con voz que no deja un solo resquicio para las gracias y
mimos, advierte:
– Hoy no se habla fuerte. Hoy no se puede corretear por el patio, ni
por el corredor, ni menos por las habitaciones. Hoy no se grita.
– Porque es ofender los oídos del Señor. Hoy no se martillan
clavos porque es herir las manos y pies de Jesús. Hoy no se hacen
compras porque es volverse Judas! Hoy no se miente ni se hace llorar a
los hermanos.
–Tampoco se regaña ni se resondra a los niños, ¿no mamá?
–¡Tampoco! –me dice severa–. ¡Por eso hay que portarse
bien!
2.
Dios ha muerto
Pero,
ya suplicante, le pregunto:
– Dios ha muerto, –me contesta con rostro y alma afligida.
Y esa frase, de que Dios ha muerto, deja un vacío y una desolación
insufribles en el alma, tan atroz que es como si el mundo y la tierra se
cayeran y rodaran a la nada.
– Y, ¿es para siempre, mamá? –le decimos también llorando.
– No. El sábado resucita y asciende al cielo. Pero hoy es día de
duelo.
Y es cierto: hoy día Viernes Santo no se puede cantar, reír ni jugar.
Ni se puede hablar imaginando o mintiendo, que es casi lo mismo. Y
es bien difícil para los niños caminar sin rozar la tierra.
3.
En la madrugada oscura y lloviznosa
Ya
tarde es la misa solemne.
Hay ruido de matracas y guardias solemnes y emperifollados en la puerta
de la iglesia, adonde no entran los niños –porque todos somos
movedizos e impacientes.
Solo entran señoras compungidas vestidas de negro y con mantillas
moteadas cubriéndoles la cara. Y señores tiesos e indescifrables y con
los rostros ajados.
Realmente. en ningún instante podemos quedarnos solos porque da
inquietud y hasta pavor.
Dios ha muerto, estamos huérfanos, el caos reina, el diablo acecha.
Es él demonio hoy por hoy rey y todopoderoso en el universo.
Y se revuelca a carcajadas.
Ya en la madrugada oscura y lloviznosa, desde la esquina de la botica de
don Luis Médico, vemos pasar la procesión solemne: el Señor
Jesucristo en su urna mortuoria.
Un
cortejo de velas afligidas y rostros demudados avanza lentamente a los
sones desgarradores de una banda gemebunda de músicos transidos de
amargura.
Volteando la esquina aparece el ataúd del Cristo Yaciente, iluminado
por fluorescentes que no sé cómo los encendían en aquel tiempo!
Sobre la urna van dos ángeles de espadas flameantes y cargado por
varones descalzos, vestidos de blanco riguroso.
Un terror lacerante nos invade. Los mayores encomiendan sus espíritus,
piden misericordia y lloran. Muy ceñidos al anda del cadáver del Señor
van los músicos, asidos a los pocos retazos de luz que quedan tras el
cortejo.
En ese momento es que los padres nos retiran y ya caminando de regreso
nos tapan los ojos, para no ver lo que viene detrás.
Allí,
en la oscuridad espantosa van los penitentes.
Van envueltos desde la cabeza hasta los pies en túnicas que alguna vez
fueron blancas y ahora van percudidas por los pecados y ensangrentadas
por los azotes.
Ellos mismos se inflingen golpes en la espalda, el pecho, los brazos y
las piernas con una "disciplina" hecha de bolas de cera y
tachuelas cortantes.
A cada golpe en espalda y pecho, rugen con voz gutural y desgarrada que
parece del otro mundo:
Cubiertas, para que no las reconozcan, hay una que otra mujer –madre,
hermana o esposa– que los siguen y lloran como si ellos ya estuvieran
muertos.
6.
Amarrados a cadenas y grilletes
En
ese cortejo primero van los penitentes que cumplen penas de diez, quince
y veinte años de castigo.
Su pena consiste en flagelarse cada viernes de todos los meses del año
a las doce de la noche, en plenas tinieblas, corriendo de extremo a
extremo del pueblo y haciendo una cruz.
Bajan luego a azotarse en las puertas del cementerio que se alza sobre
la colina, ¡lo cual es espantoso y tremendo!
Luego vienen los que purgan condenas de 25 a 50 años, que hacen lo
mismo pero amarrados a cadenas y grilletes.
Al pasar en la procesión se arrodillan en cada esquina, entonan
"La Magnífica", que es una oración fúnebre de tono
estremecedor. Y se golpean con saña, como si se odiaran y quisieran
quitarse la vida.
Un
tanto más atrás van los que ya nadie acompaña, llamados también
"penitentes de la otra vida" o "eternos".
En ellos su sufrimiento es pagar mil años y un día de expiación, es
decir: "que no tienen perdón" y cuya sentencia llevarán al
otro mundo cuando mueran.
– Y, ¿por qué le dan un día más de condena y no redondean? –le
pregunto ingenuo a mi primo Manuel, quien estudia para ser sacerdote.
– Porque mil años lo pueden cumplir, pero un día nunca, porque en el
reino de Dios un día es inacabable.
Estas son las cuestiones que nunca entendí ni entenderé jamás. ¿Un día
es más largo que un año?
Pero, más lejos, sangrante, ya hecho un despojo, entre la vida y la
muerte, en el martirio más hórrido va el "Cargapalo".
8.
Su sitio será el limbo
Arrastra
con sus últimas fuerzas por la calle desolada, un madero inmenso que la
suerte infinita y la bondad suprema del cura le han permitido cargar
este año y redimir en algo su atroz pecado. ¡Cuál es? Eso nunca se
sabe.
Nada lo alumbra, nadie lo sigue, a todos repele.
La gente incluso tapa sus ventanas para no oír el bronco sonido de la
madera que arrastra por las piedras. Él está ¡excomulgado!
Si en el intento por cargar el madero inmenso de la cruz lo encuentran
sin vida por una de las calles, su alma se fue al purgatorio para nunca
salir de él. Pero es un triunfo por la atrocidad de su delito.
Si llegó hasta la iglesia, salvó por encomendarse a algún santo que
le ayudó a cargar los gruesos troncos, santo al cual consagrará devoción
hasta que muera.
Eso sí, jamás entrará al cielo, su sitio a lo más, será el limbo.
9.
No se le puede ver de cerca
–
¿Y qué es el limbo, Manuel?
– Lo que no es ni infierno, ni cielo ni purgatorio.
– Pero, ¿qué es? ¿Existe?
– Existe. Pero es lo que no es. –¿Cómo entender también el limbo
adónde van? ¿Ellos mismos allí, serán o no serán?
Si sólo encuentran al otro día la cruz tirada en la calle –sin un
guiñapo de hombre aplastado bajo el madero– se necesitarán doce
forzudos para arrastrar otra vez el madero hasta la iglesia.
En ese caso entonces a nadie le cabe dudas de que el arrepentido era el
diablo disfrazado de apesadumbrado pecador.
Al "Cargapalo" no se le puede ver de cerca porque el alma se
condena. Sólo quizás a la distancia de una cuadra con riesgo a ser
soplado con su aire malo, porque de él se derivan enfermedades, pestes,
desgracias y calamidades.
Sólo
una vez, padre, me permitiste verlo pasar, ya de lejos, ensangrentado.
Jalaba la cruz casi arrastrándose por el suelo. Yo, aferrado a tu
pecho, te sentí temblar. Y, porque vieras que yo era fuerte te pregunté:
– Alguien que pena una falta muy grave.
– Quizá dar muerte a un hermano.
Quizá fue lo que hizo de mi un alma en pena, pero profundamente
aferrado a su tierra, a su gente y a su destino.
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