Historia de árboles, en febrero

En los árboles está nuestro destino
Danilo Sánchez Lihón

1. Un rumor tanto de noche como de día

 

– Hijo. Anda a Santiago de Chuco y vende los árboles que hay en la chacra. Con eso viajas a Lima. Ha de servirte para que te instales y abras un negocio.
– ¿Cómo cuántos árboles son, papá?
– Quizá entre 200 y 300. Son árboles centenarios. Los plantó tu bisabuelo; vio crecer a tu abuelo, me han visto crecer a mí y a ti de chiquito.
– Y, ¿a cómo hay que vender cada árbol?
– El precio lo averiguas ahí. Son árboles gruesos. Cuatro hombres estirando los brazos no alcanzan a rodear su tronco. Servirán para que te traces un porvenir en la vida, –le dijo don Víctor, su padre.


Por eso, Luis viajó a Santiago de Chuco. Haciendo cálculos y solo vendiendo a 50 soles cada árbol –pero ha de estar a mucho más–, tendrá una bolsa de viaje que le alcance para instalarse y hacerse un porvenir en Lima. Él recordaba que eran más árboles añosos, sabios y gigantescos, que se elevaban a todo lo largo del cerco de la chacra. En sus ramajes el viento hacía un rumor tanto de noche como de día de un río caudaloso e indomeñable.


– Creo que hay más. La chacra es grande. Habrán por lo menos 500. A 50 soles cada uno –y pagarán mucho más– y si solo fueran 200 arroja ya 10,000 soles. Con eso he de luchar como sea en Lima. ¡Algo es algo!

 

 

2. He venido a vender los árboles

 

Ya en Santiago, con el aroma a eucalipto y hierbabuena llenando sus pulmones, pidió que Daniel, su primo, lo acompañara hasta Cachulla, temiendo no acordarse del camino.


Fue una peregrinación, en la cual cada cerco de pencas, cada peña y recodo en el río le rememoraba mil vivencias ocurridas en su infancia.


Viejos alpartidarios salían a recibirlo, lo abrazaban, lo invitaban a comer, le traían huevos pasados, papas amarillas sancochadas. A todos invitaba a venir pronto a la chacra porque iba a vender los árboles.


Empezó por el borde, escogiendo uno de los árboles más grandes y coposos.


– He venido a vender los árboles que como ven son inmensos.
– Gracias, niño.
– Haber, ofrezcan. ¿Cuánto vale un árbol así? –dijo a los rostros candorosos, unos arrugados y otros lozanos pero todos transparentes y plenos de cariño.
– Veinte centavos yo ofrezco, niño.
– Yo también veinte ofreceré pue, todo por ser usté, niño.

 

 

3. ¿En esta moneda hay cinco árboles?

 

– ¿Veinte qué?–, dijo Luis, que creyó no haber entendido bien.
– Veinte centavos–, dijo otro.
– Yo también ofreceré veinte centavos, aunque está caro.
– ¿Veinte centavos?–, dudó Luis. –¿Una peseta por cada árbol?
– Así vale pué niño.


Aún creyendo que no había entendido bien sacó todas las monedas que tenía en el bolsillo a fin de encontrar una de veinte centavos, pero no la encontró. Cogiendo un sol se acercó a preguntar:


– ¿Aquí en esta moneda hay cinco árboles de éstos?
– ¡Cinco árboles hay pue, niño!–, respondieron con alegría.
– ¿Así cuesta un árbol aquí?–, preguntó anonadado a Daniel, colocado a su costado.
– Sí, así cuesta primo–, le replicó con toda confianza.

 

 

4. Porque dinero no hay

 

El viento se mecía seguro en los follajes. El follaje se mecía en el añil del cielo. Cruzaban bandadas de loros y torcazas por la copa de esos árboles.


–¿Veinte centavos? ¿Y cuánto cuesta una carga de leña en Santiago? –dijo haciendo un esfuerzo de razonamiento.
–Tres soles en el pueblo.
– Y, ¿entonces...?
– Pero, tumbar el árbol, cortarlo, llevarlo en burros, que hay que alquilar hasta el pueblo, ¡no sale a cuenta! ¡Trabajo y gasto es! Aquí así cuesta un árbol, niño.
– ¿Qué dice usté? –le preguntaron sacándolo de sus reflexiones y de su estupor.
–Bueno, pues. ¡Qué vamos a hacer!
–Aquí le firmo un papelito para cuando vuelva otra vez, porque dinero no hay. ¡No tenemos!


Ensimismado recogió –o pusieron en sus manos– unos cuantos papelitos blancos que dejó caer en un bolsillo.

 

En el camino de regreso los papelitos se fueron deshaciendo en sus manos de tanto estrujarlos. Los últimos los soltó en una poza mágica y translúcida en donde quedaron flotando.

 

 

5. Le revelaron una sabiduría milenaria

 

En esos papelitos estaba contenido todo el rumor del viento y el color del cielo de Santiago de Chuco. Aunque ya no el porvenir que tenía que labrarse en Lima.


Cogió su ómnibus de regreso hacia Trujillo.


– No puede ser, 20 centavos por una vida de 100 años y más, –elucubraba obsesionado.


Era cierto, en esos árboles estaba el sol de cada día; escarchado el fulgor de los plenilunios; decantada la savia de la tierra; palpitantes las noches estrelladas.


– Me he equivocado de mundo. He querido transplantar un mundo hacia otro. Vender los árboles para vivir en Lima. Ese es mi equívoco.


– ¡Bajo, por favor! ¡Por favor, pare, bajo del ómnibus!


Se apeó en plena jalca. Esperó un vehículo de regreso, en sentido contrario.


Llegó otra vez a Santiago y se encaminó a Cachulla.


– ¿Puedo desistir de la venta? –dijo a los campesinos.


– ¡Cómo no, niño! ¡Tanto han esperado los árboles que pueden seguir esperando!


Esa noche se quedó a dormir en el campo. Era cierto. Contempló la noche estrellada. Escuchó los ruidos cercanos y distantes de la quebrada. Esa noche los árboles le revelaron una sabiduría milenaria.


Decidió que tenía que volver y edificar el mundo desde aquí. Y ahora mismo.

Danilo Sánchez Lihón

Instituto del Libro y la Lectura del Perú

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