1.
Un rumor tanto de noche como de día
–
Hijo. Anda a Santiago de Chuco y vende los árboles que hay en la
chacra. Con eso viajas a Lima. Ha de servirte para que te instales y
abras un negocio.
– ¿Cómo cuántos árboles son, papá?
– Quizá entre 200 y 300. Son árboles centenarios. Los plantó tu
bisabuelo; vio crecer a tu abuelo, me han visto crecer a mí y a ti de
chiquito.
– Y, ¿a cómo hay que vender cada árbol?
– El precio lo averiguas ahí. Son árboles gruesos. Cuatro hombres
estirando los brazos no alcanzan a rodear su tronco. Servirán para que
te traces un porvenir en la vida, –le dijo don Víctor, su padre.
Por eso, Luis viajó a Santiago de Chuco. Haciendo cálculos y solo
vendiendo a 50 soles cada árbol –pero ha de estar a mucho más–,
tendrá una bolsa de viaje que le alcance para instalarse y hacerse un
porvenir en Lima. Él recordaba que eran más árboles añosos, sabios y
gigantescos, que se elevaban a todo lo largo del cerco de la chacra. En
sus ramajes el viento hacía un rumor tanto de noche como de día de un
río caudaloso e indomeñable.
– Creo que hay más. La chacra es grande. Habrán por lo menos 500. A
50 soles cada uno –y pagarán mucho más– y si solo fueran 200
arroja ya 10,000 soles. Con eso he de luchar como sea en Lima. ¡Algo es
algo!
2.
He venido a vender los árboles
Ya
en Santiago, con el aroma a eucalipto y hierbabuena llenando sus
pulmones, pidió que Daniel, su primo, lo acompañara hasta Cachulla,
temiendo no acordarse del camino.
Fue una peregrinación, en la cual cada cerco de pencas, cada peña y
recodo en el río le rememoraba mil vivencias ocurridas en su infancia.
Viejos alpartidarios salían a recibirlo, lo abrazaban, lo invitaban a
comer, le traían huevos pasados, papas amarillas sancochadas. A todos
invitaba a venir pronto a la chacra porque iba a vender los árboles.
Empezó por el borde, escogiendo uno de los árboles más grandes y
coposos.
– He venido a vender los árboles que como ven son inmensos.
– Gracias, niño.
– Haber, ofrezcan. ¿Cuánto vale un árbol así? –dijo a los
rostros candorosos, unos arrugados y otros lozanos pero todos
transparentes y plenos de cariño.
– Veinte centavos yo ofrezco, niño.
– Yo también veinte ofreceré pue, todo por ser usté, niño.
3.
¿En esta moneda hay cinco árboles?
–
¿Veinte qué?–, dijo Luis, que creyó no haber entendido bien.
– Veinte centavos–, dijo otro.
– Yo también ofreceré veinte centavos, aunque está caro.
– ¿Veinte centavos?–, dudó Luis. –¿Una peseta por cada árbol?
– Así vale pué niño.
Aún creyendo que no había entendido bien sacó todas las monedas que
tenía en el bolsillo a fin de encontrar una de veinte centavos, pero no
la encontró. Cogiendo un sol se acercó a preguntar:
– ¿Aquí en esta moneda hay cinco árboles de éstos?
– ¡Cinco árboles hay pue, niño!–, respondieron con alegría.
– ¿Así cuesta un árbol aquí?–, preguntó anonadado a Daniel,
colocado a su costado.
– Sí, así cuesta primo–, le replicó con toda confianza.
El
viento se mecía seguro en los follajes. El follaje se mecía en el añil
del cielo. Cruzaban bandadas de loros y torcazas por la copa de esos árboles.
–¿Veinte centavos? ¿Y cuánto cuesta una carga de leña en Santiago?
–dijo haciendo un esfuerzo de razonamiento.
–Tres soles en el pueblo.
– Y, ¿entonces...?
– Pero, tumbar el árbol, cortarlo, llevarlo en burros, que hay que
alquilar hasta el pueblo, ¡no sale a cuenta! ¡Trabajo y gasto es! Aquí
así cuesta un árbol, niño.
– ¿Qué dice usté? –le preguntaron sacándolo de sus reflexiones y
de su estupor.
–Bueno, pues. ¡Qué vamos a hacer!
–Aquí le firmo un papelito para cuando vuelva otra vez, porque dinero
no hay. ¡No tenemos!
Ensimismado recogió –o pusieron en sus manos– unos cuantos
papelitos blancos que dejó caer en un bolsillo.
En
el camino de regreso los papelitos se fueron deshaciendo en sus manos de
tanto estrujarlos. Los últimos los soltó en una poza mágica y translúcida
en donde quedaron flotando.
5.
Le revelaron una sabiduría milenaria
En
esos papelitos estaba contenido todo el rumor del viento y el color del
cielo de Santiago de Chuco. Aunque ya no el porvenir que tenía que
labrarse en Lima.
Cogió su ómnibus de regreso hacia Trujillo.
– No puede ser, 20 centavos por una vida de 100 años y más,
–elucubraba obsesionado.
Era cierto, en esos árboles estaba el sol de cada día; escarchado el
fulgor de los plenilunios; decantada la savia de la tierra; palpitantes
las noches estrelladas.
– Me he equivocado de mundo. He querido transplantar un mundo hacia
otro. Vender los árboles para vivir en Lima. Ese es mi equívoco.
– ¡Bajo, por favor! ¡Por favor, pare, bajo del ómnibus!
Se apeó en plena jalca. Esperó un vehículo de regreso, en sentido
contrario.
Llegó otra vez a Santiago y se encaminó a Cachulla.
– ¿Puedo desistir de la venta? –dijo a los campesinos.
– ¡Cómo no, niño! ¡Tanto han esperado los árboles que pueden
seguir esperando!
Esa noche se quedó a dormir en el campo. Era cierto. Contempló la
noche estrellada. Escuchó los ruidos cercanos y distantes de la
quebrada. Esa noche los árboles le revelaron una sabiduría milenaria.
Decidió que tenía que volver y edificar el mundo desde aquí. Y ahora
mismo.
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