El día 30 de agosto
se celebra en el Perú el "Día de los Guitarristas" en honor a Santa Rosa
de Lima quien oraba, componía coplas, rimas y cuartetas dedicadas a su
amado Jesucristo, pulsando las cuerdas de su guitarra, que han motivado
para que Octavio Santa Cruz escribiera el siguiente poema:
A LA PATRONA DE LOS GUITARRISTAS
Por la ternura
infinita de su canción redentora
la nombramos
Protectora
de todos los guitarristas.
Por su llanto
silencioso.
Por su inefable candor.
Por llevar nuestro dolor en su corazón gozoso.
Por el gesto generoso.
Por su fragancia exquisita.
Por darle al que necesita: salud, comida, consuelo.
Por su incansable desvelo.
Por la ternura infinita.
Por preferir el
tormento.
Por evitar el reposo.
Por escoger el sollozo.
Por renunciar al sustento.
Por hacer diario el portento.
Y por tornar creadora
la misteriosa
y sonora
expresión del sacrificio
como secreto prodigio
de su canción redentora.
Por penetrar los
arcanos con su verso cadencioso.
Por su canto melodioso.
Por pulsar con sabias manos,
los guitarristas peruanos
hoy le decimos:
cantora,
vihuelista,
tocadora,
guitarrista milagrosa.
Y a más de llamarla hermosa
La nombramos Protectora.
mientras su pecho
desgarra.
Y que pulsa su guitarra para ponerse a rezar
Le hemos querido brindar
nuestra rima
siempre lista.
Mas no como un decimista
que a "lo divino" se asoma,
sino como a la Patrona
de todos los guitarristas.
Ahora bien, así como
el sentimiento religioso está unido al arte de la guitarra, igualmente
lo está la lucha social. Los montoneros del Perú llevaban al lado de su
fusil su guitarra. Luis de la Puente Uceda –quien cayera abatido el 23
de octubre del año 1965 en Mesa Pelada en el Cuzco, luchando por
instaurar un orden nuevo y una patria justa– tocaba guitarra, cantaba y
amaba entrañablemente a su pueblo Santiago de Chuco, como recreo en las
páginas que siguen.
El movimiento Capulí
Vallejo y su Tierra y los Encuentros Arguedianos dedicarán un homenaje a
su memoria y esperanza el jueves 26 de octubre en el auditorio de la
Escuela Superior Nacional de Folclore "José María Arguedas", en Ica 143,
a media cuadra del jirón de la Unión en el centro de Lima. El ingreso es
libre y agradecemos su gentil asistencia
"La luna de medianoche
la luna de las guitarras".
Felipe Arias Larreta
1.
¿Quién podría ser a esa hora de la madrugada?
Me despertaron tres golpes
fuertes en la puerta de la calle.
Los escuché en sueños pero
salté de la cama asustado. ¿Qué hora sería? ¿Dos o tres de la mañana? Mal
que bien me puse el pantalón y la camisa y salí descalzo del cuarto donde
dormía junto a mis hermanos.
En el pasadizo encontré a
mi padre que salía de su dormitorio con la lámpara ya encendida.
–Entra a tu cama. ¡No te
resfríes! Yo veré quién es, –dijo con voz que ocultaba preocupación.
Bajó el escalón con la lámpara en la mano mientras yo me quedaba de pie,
sin poder regresar al cuarto.
¿Quién podría ser a esa
hora de la madrugada? ¡Era extraño! Alguien que pidiera auxilio. Algún
familiar gravemente enfermo. O quizás, una mala noticia venida de
Trujillo.
Cuando mi padre avanzó por
la sala, apenas huyeron con la luz las sombras espesas guarecidas en la
habitación. Bajé en puntillas y me quedé en el cuarto contiguo, atento a
ver quién era el que tocaba a esa hora.
–¿Quién es? –preguntó mi
padre con un tono enérgico, pero nervioso.
–Pascual, abre. Soy yo, Lucho.
–¿Lucho? ¡Y qué Lucho!
Con una voz que más era
resuello y que se introducía como un cuchillo por las rendijas de la
puerta... escuché nítidamente:
–Pascual, soy Luis de la
Puente Uceda.
Vi que mi padre tambaleó
la lámpara que tenía cogida con la mano derecha y con la izquierda por el
borde inferior del tubo de vidrio iluminado. La dejó en la mesa del centro
y se apresuró en retirar la barra que trancaba la puerta de calle.
Yo no conocía ese nombre.
Antes no lo había escuchado. ¿Luis de la Puente Uceda? No. No era de
ningún maestro de escuela del pueblo; ni de algún familiar; ni de algún
integrante de la orquesta de mi padre.
2.
Yo cumplo una misión en la vida
Exclamó mi padre al abrir
la puerta, abrazando a un hombre alto, de ojos brillantes tras unos lentes
que espejeaban, de rostro huesudo y ademanes decididos y enérgicos. Una
sonrisa inmensa de chiquillo llenaba su rostro colorado. Vestía un
sobretodo marrón lleno de hebillas. ¡Qué raro personaje!
–¡Hermano! ¡Hermano del
alma! –sacudía a mi padre, mirándolo con ojos de cariño.
–¿Cuándo has llegado? –preguntó bajando completamente la voz.
–Acabo de llegar. Nadie sabe que he venido. Y me voy esta misma madrugada.
–Sigues como el zorro, corriendo de monte en monte y saltando de trote en
trote, –le reprochó mi padre.
–Quiero que me acompañes a dar una serenata.
–¿A esta hora? ¿A quién?
–Tú sabes a quién.
–¿A ella?
–¡A ella!
–¿Te has vuelto loco?
–respondió mi padre realmente enfadado. Y le recriminó esta vez con voz
fuerte: –Ya está casada. ¡Déjala tranquila! ¿Querrás que nos mate su
marido? ¡Es la autoridad político-militar de toda la provincia! ¿Quién se
atreve a cantar bajo su ventana? ¡Un suicida! ¡Habría que haber perdido el
juicio!
–¡Yo respondo Pascual! ¡Tú
sabes que yo también ando armado! –Habló así, decidido y parándose cuán
alto era, hecho que me alarmó. Me acerqué en la oscuridad. Era gringo,
rubio. ¿De qué país venía a dar una serenata?
–¡Estás que juegas, Lucho!
–No digas eso. ¡Tú sabes que nunca juego Pascual! Que en todo doy la vida.
He manejado 12 horas y volveré por el mismo camino.
Ya más calmado oí a mi
padre decir:
–Esta tarde la vi a ella
¡hermosa! y a su marido que estaba uniformado. Todos saben que él duerme
con la pistola lista en el velador de su cama. A todos teme, de todos
recela. ¡Disparará, estoy seguro!
–¡Tú no te preocupes, hermano! ¡Nadie muere en la víspera!
–¡Por lo menos nos meterá presos! Nos enviará a una mazmorra.
–¿Sabes? He venido a despedirme para siempre de Santiago. Creo que nunca
volveré. Hago una ofrenda. Y, ¿sabes? Eso le prometí a ella.
El rostro que había
entrado radiante se puso sombrío, adquirió una tristeza profunda, como de
quien busca algo y no lo encuentra.
–¿Y adónde vas esta vez,
Lucho? Tú retas y retas a la suerte.
–Yo cumplo una misión en la vida. Pero esta vez presiento que no regresaré
y de ella juré despedirme.
–Si no te conociera podría pensar que hablas en broma. Y, ¿adónde se puede
ir de donde nunca se pueda regresar?
–¿Hay alguien? –preguntó antes de contestar.
–Nadie. Todos duermen a esta hora.
Conversaron bajando la
voz, tanto que pensé que mi padre sospechaba que yo estaba despierto y
oyendo la conversación. Ya un poco más fuerte le dijo:
–¡Anda, saca tu guitarra!
¡Te ruego!
–Tú nunca has rogado, Lucho. Primera vez que lo haces. Sé que nos matarán.
Pero vamos. Voy a traerla.
3.
Un cuchillo que tasajea la noche
Al entrar quise detener a
mi padre, pero más fue la reacción de esconderme lo hice bajo el escalón.
Cuando mi padre bajó con su abrigo y su guitarra apagó la luz de la
lámpara en la sala y salieron.
Corrí a ponerme mis
zapatos, que me los metí pisándolos y a saltos. Después cogí una chaqueta
y cerré la puerta de un golpe.
Yo seguía a mi padre por
las calles oscuras, temblando de miedo de que ocurriera una desgracia. De
que, como él había dicho, pudieran matarlo.
Tomaron el rumbo de bajada
por la alameda de mercado. Esperé que voltearan una esquina para luego yo
avanzar a la carrera.
Cinco cuadras distan mi
casa de la Plaza de Armas que las caminé a tientas, pues no había una sola
luz, ni siquiera los ojos de los gatos que a veces duermen en el antepecho
o el rellano de las ventanas.
Las dos sombras cruzaron
la plaza en diagonal, bajo los árboles. Iban hacia el barrio San José. Se
detuvieron delante de una casona que tiene un inmenso balcón enrejado.
Conversaron un momento. Yo vigilaba detrás de la esquina.
Había una calma límpida en
la noche, una honda serenidad en las piedras, en las paredes y en los
cerros, hasta en el cielo sin luceros.
Entonces bordoneó
categórica e irrevocable la guitarra con un sonido a la vez transparente y
tembloroso. Las cuerdas tejieron y destejieron claridades en las cumbreras
de las casas que empezaron a definir sus contornos. Una golondrina se
escapó desde un tejado. Crujió la viga de un alero.
Entonces aquel hombre alto
y huesudo que nos había despertado se transformó, porque elevó una voz
afinada, límpida y poderosa: una queja que se eleva por el aire, un
cuchillo que tasajea la noche, una criatura que nace o una tumba que se
cava.
Cuando va muriendo
el día
y va ocultándose el sol
¿no has visto cómo se alarga
la sombra de una colina?
Así se alarga mi
amor
tras el sol de tus caricias
cuando más de mí te alejas
más y más crece cada día
Entonaba la música y
vocalizaba la letra con una pena que llegaba hasta el fondo del alma,
desgarrándola. Mi padre hacía la segunda entristeciendo aún más la
melodía. Ambos estaban a muy pocos metros del balcón. Yo tenía el alma en
vilo, pues me parecía que en cualquier momento iba a escuchar los sonidos
secos de las balas y ver rodar los cuerpos yacientes sobre el empedrado.
Mañana recordarás
que me quisiste un día
entonces sabrás que hay penas
que nos acortan la vida...
Sílaba a sílaba había
soplado su nombre como un cuchillo por la rendija de la puerta, Luis de la
Puente Uceda, quien alzaba ahora su canto con el rostro hacia lo alto,
como un ave que descubre inerme su pecho. Creo que esa voz sacaba de su
sitio a las piedras de los cimientos, desmoronaba la cercha de las casas,
y elevaba el pueblo al infinito:
Mis cartas recibirás
te servirán de consuelo,
las escribiré con mi sangre
tú las borrarás llorando...
4.
Eran muy hondas e inalcanzables las aguas del destino
¿Escuchaba la mujer a la
cual él dirigía su lamento con la serenata? ¿Sabría quién era el que
cantaba? Quizá dejó su lecho y caminó hasta la ventana. O bien, ¿se quedó
atenta y con los ojos abiertos en la almohada, tratando de adivinar el
timbre de esas voces? O ella misma pensaría: ¡Imposible! ¡Aquel estaba
demasiado lejos! ¡Quizá ya muerto!
¿O, quizás, y decidida a
todo, salió de su lecho, sin importarle el marido que dormía a su lado,
para quedarse de pie con su bata perlada, absorta y deslumbrada,
atendiendo así a una cita de amor ineludible y a deshora que le deparaba
el destino?
Afuera nada se movió, Ni
pasos que se apuran, ni golpe de un objeto que cae. ¡Eso sí!, corazones
que se sacuden y golpean atroces en las paredes del alma! La casona, ya un
poco más precisa a mis ojos que horadaban las sombras, parecía sumida en
un sueño encantado. Otra vez arrancó el bordoneo en las cuerda y la voz se
alzó diáfana con otra canción:
¡Aún la nieve se
deshace
ay mi dueña,
cuando el sol le comunica
su calor lento!
¿De mi amor la llama
de este vivo incendio
cómo ablandar no ha podido
tu duro pecho?
¡Qué inmenso! ¡Qué
hermoso! ¡Qué sublime resonaba el yaraví en ese vértice!
¡Ahora sé por qué los
aleros de las casas se inclinan hacia abajo y por qué las calles se
tuercen y las paredes se desmoronan! ¡Es por las serenatas!
¡Ahora sé por qué los
techos se arquean, tienen goteras y las tejas sin qué ni por qué se rajan,
se llenan de musgo y se cubren de líquenes! ¡Es por las serenatas!
¡Ahora sé por qué las
piedras enfrente de las casas se hacen turgentes como senos de muchachas y
por qué las rejas de fierro de los balcones se carcomen lentamente, se
tuercen los balaustres y las piedras de los muros resbalan y se quedan
como suspendidas en el aire! ¡Es por las serenatas!
¿Y qué son dos sombras
cantando en la noche frente a una ventana? ¿Tal vez, con un cañón
apuntándoles el pecho descubierto? ¡En vano! Un disparo podría matarlos
pero no detener las aguas turbulentas del destino. ¡Más podría asesinarlos
el golpe de una rosa haciéndolos rodar ensangrentados por el suelo.!
Ahí estaban, el uno era mi
padre y el otro ya no era Luis de la Puente Uceda, sino la tierra, el
agua, la noche estrellada, el pueblo que eleva su endecha lastimera.
Luego del silencio, otra
vez sonó la guitarra y un canto distinto se elevó implacable:
Una palomita a
quien la crié
viéndose con alas volando se fue,
¿a quien pues me quejaré
de la acción que has hecho conmigo?
Malagradecida ayayayayay
mal pago me has dado...
Era un quejido y un
reproche. La autoridad político-militar al sentir que su sueño era
interrumpido deslizó su brazo hasta coger el mango de la pistola y la
sintió pesada. Repentinamente se reconoció sin fuerzas para levantarla.
Por esta vez fue incapaz de odio o de venganza porque las notas de aquel
canto lastimero delataban que eran muy hondas e inalcanzables las aguas
del destino que se encabritaban a esa hora, siendo inútil tratar de
detenerlas. Retiró la mano de la cacha helada y se hizo el que dormía.
¡Yo le daba el
agua ayayayayay
de mis propios ojos,
yo le daba el trigo ayayayayay
de mis propios labios!
¿A quién pues me quejaré
de la acción que ha hecho conmigo?
Malagradecida ayayayayay
¡mal pago me has dado!
Atravesado ya el río o el
llano en que tenían que producirse los disparos, las voces eran libres,
siderales.
A mí me dolía pensar que
cuánto amor puede albergarse en el pecho y elevarse hacia el infinito y no
se supiera. Peor aún, me dolía imaginar que en ese instante la mujer a
quien se dirigía todo, arriesgando incluso la vida, no estuviera o no
escuchara porque se había quedado dormida. Ya para terminar, ambos
corearon fraternos, salvados y redivivos esta fuga:
Alelí, alelí,
alelí
que bonita flor eres tú,
color de mis esperanzas
color de mis ilusiones.
Volteé mis ojos hacia el
cielo. Titilaban tenuemente las luces de los primeros luceros. Puse las
palmas de mis manos en la pared que tenía a mi lado y sobre ellas recosté
mi frente. Yo estaba llorando.
5.
La luz del alba en la ventana
Cuando terminaron de
cantar aún estuvieron un momento agachados y luego el uno con el brazo en
el hombro del otro desandaron en silencio las calles que habían caminado.
Tomaron el rumbo de la
carretera de salida a Trujillo. Yo me detuve ya sin seguirlos. Dos cuadras
más allá atronó el ruido del motor de una camioneta estacionada y se
reflejaron chispeantes las luces de peligro. Vi que mi padre decía adiós
con la mano cuando el vehículo partió, desapareciendo en la noche.
Un rato estuvo ahí de pie,
detenido y cabizbajo con su guitarra en la mano.
Yo caminé de regreso hacia la casa.
En la oscuridad de mi
cuarto volvía a escuchar esas notas apasionadas.
Sentía el amor como una
brasa restallante, como un borbotón y ahogo en la sangre. Las distancias
que se abrían, haciendo una llanura o un desierto por donde galopa un
jinete conmovido en un caballo desvelado.
Sentí lo que es renuncia. Sentí lo que es no eludir un destino. ¿Adónde
iba? ¿Qué otros motivos pueden ser más poderosos para arrancarse del pecho
lo que se ama?
Largo rato estuve tendido sobre mi cama, sin poder dormir, viendo cómo se
pintaba la luz del alba en la ventana.
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