Emilio
también gustaba mucho de comer azúcar rubia, tanto que su mamá tenía
que esconder el azucarero en donde la depositaban.
Un día que Emilio estaba en la cocina, y mientras su mamá le hablaba
de distintos asuntos, el chiquitín escuchaba distraído la conversación,
atento más bien adónde escondía la mamá la golosina que a él tanto
le deleitaba.
De pronto, vio cerca el azucarero que la mamá había dejado sobre la
mesa.
Y, mientras ella aderezaba la comida, Emilio cogió el pocillo, se
introdujo en la alacena y despacio fue cerrando la puerta hasta quedar
dentro del mueble para que nadie le reprochara de verle devorando
el azúcar.
La mamá le seguía conversando como si él estuviera cerca y le oyera.
Al sentir que nadie le respondía volteó y vio que su hijo no estaba.
Entonces llamó:
– ¿Emilio? –Nada. No respondieron.
Echó agua a la olla antes de salir a buscarlo.
– ¡Emilio! –Llamó otra vez.
Nada. Otra ves no respondieron.
Se secó apurada las manos en el delantal.
– ¡Emilio! –Gritó más fuerte.
– ¿Se habrá ido al otro patio?, –se dijo hablando consigo misma.
Fue y lo buscó, llamándolo ya impaciente.
– ¡Emilio! ¡Hijo! ¿Dónde estás?
–
¿Estará en la sala?, –se preguntó.
–
¡Emilio!, –gritó ya con angustia y desesperación.
Nada. Nadie respondía nada.
Se exasperó y corrió a la calle. Miró por todos lados:
– ¡Emilio! –chillaba, ya llorando.
Entró apurada y entonces llamó hacia arriba:
– ¡Amorito! ¡Amorito! ¡Corre! ¡Emilio no está en casa!
Bajó el papá corriendo y resbaló por la escalera al sentir la voz
dolorida y quejumbrosa que lo llamaba.
– ¡Qué ocurre!
– ¡No está nuestro niño! ¡Corre a verlo afuera!, –dijo temblándole
todo el cuerpo.
– ¿No está aquí?
– ¡No, no está! ¡Seguro que se ha ido a la calle! ¡Corre, no
se vaya a perder!, –decía con un alarido de voz la mamá.
El padre salió corriendo, llamando con todas sus fuerzas.
– ¡Emilio! ¡Emilio! ¡Hijo mío!
Volteó una esquina y vio cómo salían los vecinos asomándose
alarmados a sus puertas y ventanas.
Ellos también empezaron a preguntar, a inquietarse y a buscar.
– Pero no lo hemos visto pasar, –decían.
– ¿A qué hora ha salido?, –preguntaban.
– ¡Ahorita! ¡Hace un instante!, –respondía el papá.
– ¿No está en la casa?
– ¡No, no está! ¡Ya lo buscamos por todos lados!
– Pero no lo hemos visto pasar por aquí, –volvían a comentar.
Y nada. Emilio no aparecía.
Entonces el papá telefoneó a Radio Patrulla y vino la policía.
– Señores, mi hijo ha salido a la calle. ¡Se ha perdido! ¡Ayúdenme,
por favor a encontrarlo!, –suplicó.
–
Vamos a buscar inmediatamente por la zona, –dijo el capitán–. ¿Pero
díganos, cómo es su hijito, señor?
– Es gordito, de ojos redondos. Está despeinado y con una camisa ya
gastada. ¡Señor, por favor, encuéntrenlo!
– Pierda cuidado, señor, lo encontraremos al instante. Hasta ahora
nunca hemos dejado de encontrar a un niño, –dijo confiado el capitán.
Y llamó anunciando por la radio:
–
Patrulleros, unidades motorizadas de toda la zona, préstenme atención
urgente: un niño gordito de ojos redondos, despeinado y con una
camisa ya gastada... ha salido de su casa. Hay que encontrarlo pronto.
¡Apresúrense! Esperamos respuesta inmediata. Cambio.
– Atención, atención, cambio. Mensaje recibido. Lo
encontraremos de inmediato, capitán, –hablaron muy seguros
desde sus aparatos.
–
Pronto tendremos buenas noticias, señor. –Dijeron sonrientes los
policías.
Encendieron sus autos, otros sus motocicletas y partieron veloces,
haciendo sonar sus sirenas y fulgurando sus luces intermitentes.
Al cabo de un rato los policías regresaron con rostros preocupados.
Nada. Era como si se lo hubiera tragado la tierra.
– Hemos recorrido y peinado toda la zona, señor. Y no está. Es rarísimo.
Hay que avisar a la radio y a la televisión.
Marcaron el teléfono y se interrumpió la programación de la televisión.
–
Aviso, aviso de servicio público. Se ha perdido un niñito de cinco años:
gordito, de ojos redondos, despeinado y con una camisa ya gastada. ¡Si
alguien lo ubica den aviso a los teléfonos 420-3343 o al 420-3860!; o
bien llamen a esta emisora. ¡Sus padres, como comprenderán, están
desesperados!
Pero
nada. Nadie encontraba a Emilio.
Avisaron entonces al helicóptero que día y noche da vueltas encima de
la ciudad.
El piloto bajó hasta rozar las copas de los árboles y los techos de
las casas, observando a través de unos potentes larga vistas.
Iban mirando, metro a metro, por las calles y plazas buscando al niñito
gordito, de ojos redondos despeinado y con una camisa ya gastada...
Nada. Era increíble. Ya las sombras, al principio tenues, se hicieron más
densas en el horizonte.
Y
entonces avisaron a los barcos para que son sus potentes luces y sus
catalejos de aumento enfocaran el malecón y avisaran si veían a un niño
gordito, de ojos redondos, despeinado y con una camisa ya gastada...
La
mamá lloraba desconsolada y la tía Rocío le daba ánimo diciéndole:
– No te desesperes, Elvira. Ya aparecerá. El ejército ha salido a
las calles, los soldados lo buscan por todos los rincones. Todos los
canales de televisión y las emisoras radiales están pidiendo que toda
la población ayude a buscarlo. Se ha paralizado el tráfico en las
calles y avenidas. Ya aparecerá. Es lógico.
– ¡Dónde está mi hijo! ¡Quiero ver a mi hijo! ¡Dios mío, devuélvemelo,
te lo suplico!
– ¡Cálmate, por favor!
– ¡Hijo de mi alma! ¡Hijo de mi vida! –repetía llorando la madre.
– Te prepararé un mate de panisara, para los nervios, –dijo la tía
Rocío.
Y
entonces se puso a buscar el frasco de azúcar.
– ¿Pero dónde está el azúcar? –preguntaba ya impaciente,
rebuscando los cajones.
Al abrir la puerta inferior de la alacena y mirar hacia adentro descubrió
a Emilio.
– ¡Elvira! ¡Aquí está tu hijo!
Emilio se había quedado dormido dentro del mueble, envuelto como un
ovillo, pero eso sí abrazado al azucarero que había dejado
completamente vacío, embadurnada la cara hasta las orejas, con un
rostro feliz de haber comido el azúcar a sus anchas y a su antojo hasta
dejar vacío el recipiente.
– ¡Mi hijo! se abalanzó la madre. ¡Hijito!
– ¡Mira a tu hijo, qué bien duerme!
Lo alzó la madre en sus brazos llenándole de besos y caricias que por
nada del mundo le despertaron. Fue y lo acostó a pierna suelta en su
cama, abrazado aún al frasco de azúcar.
Avisaron a la policía, que avisó al helicóptero que daba vueltas
sobre la ciudad, que avisó a los barcos que apagaron sus reflectores,
que avisaron al ejército que rastreaba en las calles, que avisaron a
los coches, camiones y autobuses paralizados en las avenidas, que
avisaron a los satélites, que avisaron a la radio, que avisaron a la
televisión, de donde lanzaron la noticia al mundo entero:
–
¡Flash! ¡Flash! El niño gordito, de ojos redondos, despeinado y de
una camisa ya gastada que había desaparecido... felizmente apareció.
Estaba dormido en la alacena de la cocina de su casa después de
comerse un pocillo lleno de azúcar. En estos momentos duerme, sin
peligro alguno tan feliz que por nada del mundo quiere despertar.
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