El
mes de julio al iniciarse se estremece cuando una tarde un tropel de
chiquillos corre tras un camión destartalado que entra al pueblo
resoplando y botando su última bocanada de humo:
– ¡Los gitanos! ¡Llegan los gitanos! ¡Son los gitanos!, –es
el bullicio de los chicos.
Eso basta para que las madres se griten de puerta en puerta y de ventana
en ventana:
– ¡Encierren a sus hijos! ¡Ya vinieron los gitanos!
– ¿Y porqué tienen que encerrarnos, abuela?
– Porque los gitanos roban a los niños, los llevan ocultos en unos
cajones a la costa, los embalan y los embarcan en el puerto de Salaverry.
– Para sacarles sus ojos y venderlos en el extranjero. Después que
los matan venden su sebo a los gringos que como es fino sirve para que
aceiten las máquinas de sus fábricas.
Pero
aún así, hay niños sin padres ni abuelos aburridos que los molesten,
que todo el día están sentados en el terreno descampado que queda al
pie del mercado, viendo a los gitanos solamente el espectáculo de
vivir:
Fuman un cigarrillo que lo chupan desde el gitano más alto hasta el más
chiquitito. Hablan hasta por los codos en una lengua extraña.
Clavan unas estacas y elevan una carpa desvencijada. Después hacen
rodar unas alfombras de colores exóticos que extienden sobre la tierra
humedecida y sobre las hierbas del descampado.
Y la gitana más vieja alza su blusa desvaída y da de mamar con sus
senos escuálidos a un hijo ya grande.
¡Ah! Y la niña más linda del mundo, de 12 a 13 años, con su falda
floreada que le cae desde su cintura de aguja hasta la punta de sus pies
desnudos, pálida como la nieve y de ojos verde marinos, nos coge a los
que de ocasión pasamos y nos da un pellizcón con la agresividad de una
gata enjaulada.
Julio
también empieza cuando "La par y non", que así llamamos a la
banda de músicos de mi pueblo, rechina por sobre los techos y salimos a
ver lo que pasa.
Ahí está la pobre que para estas ocasiones se hace grande. La “Par y
non” que así la decimos porque lo componen un número muy limitado de
músicos que en la visión desalmada de la gente se ha reducido a tres:
uno que toca el bombo, otro un clarinete y el tercero una trompeta
estridente.
– ¡Bando público! ¡Bando público! –grita el tío Gilmer Vallejo,
rojo por el cañazo que toma desde la madrugada. Y empieza:
– ¡El Cabildo Municipal...!
Sin embargo, el papel que lee y dobla en cuatro al principio está
limpio e íntegro. Pero como le tiemblan las manos en cada esquina poco
a poco se le va arrugando y rompiendo al punto que los niños tenemos
que sostenerlo por partes para que los lea con sus ojos enrojecidos.
Mas,
como de tanto repetirlo ya lo sabe de memoria solo mira los retazos que
le mostramos para darle contundencia de ley al edicto decisivo:
–
¡El Cabildo Municipal encomienda al vecindario de Santiago de Chuco el
pintado de sus fachadas por estar próximas las Fiestas Patronales
dedicadas al Apóstol Santiago el Mayor...!
Entonces la exclamación en el interior de las casas es:
– ¡Ya llegó la fiesta!
– ¡Ya está en camino el Apóstol bendito!
Pero en realidad la fiesta se anuncia antes. Y es con el clarín de las
cornetas de los escolares que fuera de hora ensayan para el desfile en
los bosques de Santa Mónica o cerca al estadio de fútbol.
El sonido viene traspasando calles, corrales y muros de adobe; enredándose
en las copas de los árboles; y después cayendo a jirones por toda la
comarca.
Notificación que en la casa nos hace apurar la confección de
uniformes, el cocido del sutache en las insignias, el bordado de ojales
en los escarpines para los que tocamos en la Banda de Guerra.
A
lo anterior se suma algo grandioso: la llegada del circo cuyos
integrantes desde las afueras del pueblo hacen su ingreso con sus
vestidos chillones, subidos en unos zancos que sobrepasa la altura de
los techos.
Avanzan haciendo alharaca, aspavientos y asustando a los más chiquitos
que en vez de salir a verlos pasar entran despavoridos a sus casas y
desaparecen en los cuartos, escondiéndose miedosos y llorando bajo las
camas.
En vez de leones o elefantes, son sus figuras estelares son:
Una cabra negra que salta.
Un perro chusco que ladra.
Y un pavo que se encrespa.
Ya en la función, el hombre que vende las entradas es el mismo que toca
en la orquesta. Y es el mismo que salta en el escenario.
¡Pero
lo que más nos conmueve a los niños es que la señora que se balancea
en el trapecio esté casi desnuda en tanto frío serrano!, proeza por la
cual la aplaudimos a rabiar.
Pero además, porque ella es la mamá de lo que hay en todos los circos
del mundo: una niña linda como un sueño que se columpia, da de
volantines y danza haciendo que nuestro corazón salte y estalle.
Haciendo ahora la cuenta, ese circo en realidad no era sino una sola
familia, con sus animales domésticos y una carpa que debió ser sólo
un poquito más grande que una sábana.
Pero como todo lo que ocurre en el reino de la infancia, fue para
nosotros lo más grande y magnífico que pudiera haber sobre la faz de
la tierra.
Y sus proezas tratábamos de imitar durante todo el año hasta su nuevo
regreso.
Pronto
se inician las novenas a partir del 15 de julio con la Parada de
Bandera. El 23 viene el Día del Alba con la tradicional Bajada del Apóstol.
El 24 es Día de Doces con Luminaria por la noche. ¡Y quema de
castillos ya en la madrugada! Y el 25 es El Día Central, con Misa
Solemne y procesión esta sí apoteósica.
Por la noche hay baile de disfraces, bombardas, buscapiques y elevación
de globos que bailotean por el cielo anaranjado.
Nosotros, subidos en las escaleras en la oscuridad del patio, jugamos a
reconocerlos:
– ¡Ese globo es una pava! ¡Vean!
– ¡Este que sube es un barrilete!
– ¡Esos son mellizos!
– Ese caerá por Urumaca,
– Ese, mira, ¡qué alto! Quizás llegue hasta la hacienda de Paybal.
Las
calles para entonces están llenas de mercachifles que
venden sombreros, ropa venida de Trujillo, ollas de aluminio, pañuelos
y frazadas.
Toda la mercadería la muestran, subiendo desde el suelo hasta los
toldos de colores estridentes que cuelgan sostenidos a las paredes.
Cerca del mercado las calles se llenan de vendedores de comida: caldo de
cabeza, patasca, chuño de maíz y de papa.
En la Alameda sientan sus reales los charlatanes, los vendedores de
sebos de culebra. Y otros peores lenguaraces, ventrílocuos que hacen
hablar a los muñecos de dientes hasta el cuello.
Bajando
por detrás de El Convento hay malabaristas que se introducen una espada
a la barriga.
Hay quienes hacen cábala y juegan a los naipes. Hay los magos que
soplan fuego por la boca.
Hay los encantadores de serpientes con maletas abiertas en donde se
solean casi inmóviles iguanas y camaleones. Hay quienes venden a la
gente ungüentos y pomadas para todos los males y aflicciones.
También se ubican allí los organilleros con monos, loros y otras alimañas
que sacan suertes en papelitos de colores.
En la noche hay jolgorio en las tiendas, tómbolas y ruletas en la
Alameda. Y en la Plaza de Armas retreta con quema de avellanas,
torpedos, castillos de luces y bandas de músicos que tocan valses,
huaynos y marineras.
La
fiesta por supuesto es mucho más; y hasta es posible que sean otras
cosas distintas a estas que pobremente describo.
Quizás procesiones con mojigangas, bailes y corridas de toros.
No lo podré contar, porque yo debo confesar avergonzado, y otra vez
agradecerte padre, por haber estado conmigo por las calles desoladas y
vacías en el momento en que se desarrollaban tales festejos que de niño
no podía soportar.
Y he corrido o me has sacado papá, para librarme de esos miedos,
espantos y sustos lacerantes, yendo a dar por las afueras del pueblo y
tan a la distancia de esa algarabía como las bajadas a los ríos en los
cantos del pueblo.
Porque
era enorme el miedo que tenía a los cohetes, a los santos en sus
tronos, a las mojigangas con sus disfraces, a los toros en sus ruedos.
Y tú, que eras tan severo con nosotros y que no soportabas un milímetro
de yerros, qué pena tan inmensa he debido darte para que corras conmigo
por las calles desiertas.
Y dando alaridos hasta por los atuendos de la gente o, vistas desde
lejos, por las bombardas que se elevaban en el cielo.
Has debido suponer que algo muy grave me ocurría para no haberme
corregido o castigado a tiempo.
Y haberte perdido así lo mejor de esas alegrías por salir a calmarme
hacia los sitios apartados, dejando a mamá y hermanos solos en la
plaza.
Y
frotándome tú la espalda y sonriéndome a fin de serenarme me decías,
pidiendo que me distrajera mirando otras cosas:
– Mira hijo, ¿ves esa avecilla? ¡Mira cómo corretea y salta!
– ¿Quieres mirar encima del muro? ¡A ver, yo te subo! Y ahora dime:
¿Que hay?
Tu ternura entonces me llenaba de sentimiento y abrazado a tu cuello
empezaba a gemir ya no por lo otro y ajeno sino por ti y por mí.
Creo que para haberme consentido a tal punto, tajante y total como eras,
sólo tenía que haber sido ante la angustia de la muerte vestida de
fiesta que veías pintada en mis pupilas.
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