–
Ya van a bajar a Ño Carnavalón.
– Subamos a ver desde el techo.
– Mejor desde el balcón nomás.
– Será para que nos lluevan los globos de los muchachos, –dice mi tía
que aunque recién casada se sabe todavía muy hermosa y codiciada.
– ¡Vamos al techo, –dice mi madre–, porque desde ahí se divisa
el Estanque de Agua donde preparan al ídolo y lo hacen montar en un
burro.
"Ídolo", dice por un muñeco grande, con una cabezota
gigantesca y deforme aunque siempre graciosa e inocente, que preside un
desfile por las calles embelesadas entre la algarabía de las comparsas,
los grupos de enmascarados y los compases de la banda que hace resoplar
su única y desolada trompeta.
– ¡Ya viene Ño Carnavalón!
5.
Por la cual ofrendarán hasta la vida
Y
aparece montado en un burrito indulgente que no se inmuta con los
cohetes y avellanas que revientan en sus orejas, sostenido por un
jovenzuelo intrépido que lo coge y hace que mueva los brazos como si
saludara a la gente.
Delante, a los costados y detrás todos bailan a los acordes del
conjunto musical que es el único punto adonde no se pueden hacer
estallar globos ni arrojar harina, ni tirar baldes de agua, aunque los músicos
soporten envueltos en sus uniformes la acometida de alguna muchacha que
le espolvorea la cara, que significará para aquel muchacho que toca el
clarinete un gesto que no olvidará por el resto de su vida ni en el
momento en que muera.
Por la tarde es el primer combate entre el bando de "Lo
verde", perteneciente al barrio alto de San Cristóbal, en lucha
fragorosa y denodada con el bando de "Lo rojo", del barrio
bajo de San José.
Pero antes, las patotas han ingresado a alguna tienda y piden al griterío
de "¡Cupo!" "¡Cupo!" "¡Cupo!", un
retazo de tela que el dueño corta con manos apuradas y temblorosas. Y
que flameará pronto como bandera por la cual ofrendarán hasta la vida.
6.
Ahí vienen nuevas y memorables trifulcas
También
el comerciante regala añilina y cualquier otro cachivache para
contentar a la turbamulta con tal que se respete su negocio, sus
clientes y su mercadería.
Y sigue el tropel por las calles, cada vez más imbuido de un fervor idólatra
a su bandera que es un trapo sin mástil, hasta que los bandos se
encuentran.
Entonces se inicia una batalla campal por arrebatar la bandera del
enemigo, en movimientos de ataque y defensa, con ardor y denuedo, peor
que Aquiles y Héctor con sus ejércitos en la captura y defensa de
Troya.
Varias cuadras abarca la contienda en que nos trenzamos a golpes unos
contra otros. Allí se escucha el rechinar de dientes, arengas,
quejidos, blasfemias y agonías, hasta que un grupo logra arrebatar la
bandera del otro y entonces huye por las calles entre gritos de júbilo:
En tanto que los otros maldicen, arengan y se arrojan al combate pisándoles
los talones, ya para nunca sanos, de sus contendores que siguen
corriendo aunque totalmente maltrechos.
En el grupo vencedor flamea la bandera victoriosa que los identifica y
la otra humillada y totalmente vencida, clamando venganza de parte de
sus correligionarios.
Ahí vienen nuevas y memorables trifulcas de unos por recuperarla y de
otros por retenerla.
7.
La lluvia se desata tempestuosa
¡Riñas
y peleas que se prolongan por cinco días en que las calles son campos
de batalla!
Yo he seguido de cerca, aunque al final de la tropa, esas reyertas que
abarcaban varias cuadras.
En el choque de los bandos los grandes se quedan con los grandes, los
medianos con los medianos y los pequeños con los pequeños quienes
traspasan la columna enemiga hasta encontrarse al centro con sus pares.
En esa turba que nos enciende de entusiasmo y pasión los mayores luchan
con las cabezas amarradas con pañuelos floreados, agigantados en la
querella y en las proclamas.
Mientras, detrás de las puertas y ventanas las mujeres se desmayan en
el intento de adivinar si están aún vivos o ya están muertos los que
yacen regados por el suelo.
Se escucha un griterío de:
Después del fragor en donde la carne se retuerce se oye el griterío:
– ¡Tenemos la bandera! ¡Corran!
Entonces se huye por las calles anegadas de lluvia que de un momento a
otro se desata tempestuosa.
8.
Jincana en la Plaza de Armas
Huimos
si es que poseemos el botín de la contienda, que es la bandera, o nos
lanzamos a recuperarla, si es que nos la han arrebatado, pasando de
perseguidos a perseguidores.
El domingo es coronación de la reina en el Palacio Municipal, acompañada
de sus damas y pajes, iniciándose el desfile de carros alegóricos por
las calles principales, donde desde los balcones vuelan las serpentinas.
Nunca se vio a muchachas más hermosas ni atuendos más ufanos.
En la noche es la Fiesta de Disfraces con el concurso respectivo y el
reparto de títulos nobiliarios que anuncia el Canciller de la Orden de
Ño Carnavalón:
'"¡A don Francisco Villalobos se le nombra Archiduque de
Cabracay!". "A don Marcial Jaramillo primer violinista de la
corte", "A don Estuardo Sánchez Príncipe Heredero de Samada"
y así, hasta desternillarse de risa.
Los trajes para el baile de disfraces se hacen en secreto a fin de que
nadie adivine quién es la dama o el galán que lo ostenta. Se usan
finas telas de pana, de satén y de organdí, que llegan a las tiendas
importadas directamente de sus casas proveedoras de Hamburgo en
Alemania, de Marsella en Francia, o de Liberpool en Inglaterra,
desembarcando los pedidos en el puerto de Salaverry.
El lunes es la Jincana en la Plaza de Armas, con ollas colgadas repletas
de pinturas, unas. Y otras colmadas de billetes.
Hay carrera de encostalados. De burros al revés. De glotones con las
manos amarradas.
9.
Un lloriqueo de viudas
Por
la tarde es el baile de agradecimiento, primero en el mejor club social
y después en la casa de la reina del carnaval en donde se ofrece una
fiesta fastuosa con orquesta, comida en abundancia y, lógicamente,
danza; en donde el arrojo de serpentinas cubre a las parejas hasta por
encima de las rodillas.
Abundan los festejos por todos los contornos del pueblo, en los clubes
deportivos, en las casas de familia, con desfogue de chisguetes de éter
que explosionan al calor de las manos y hasta concursos "de gallos
enterrados".
– ¡Ahora le arranco la cabeza! –es la voz.
Son famosos los "cilulos", árboles plantados y cubiertos de
obsequios. Famosos son los de cada barrio. También el de los
trabajadores del mercado, del club los Andes, del Deportivo Alfonso
Ugarte; en torno a los cuales se baila, se golpea con un hacha el tronco
y al final se derriba entre el jolgorio general y el agua que se arroja
de todos los balcones y veredas.
La víspera del Miércoles de Ceniza es la quema de "Ño Carnavalón".
Pero antes, en la Plaza de Armas se lo pasea en un ataúd y se lee su
testamento, satírico, punzante, de críticas corrosivas a los malos
funcionarios, a los comerciantes deshonestos, a las autoridades
corruptas, a los maestros borrachos.
Y, después, se procede a enterrarlo con un lloriqueo de viudas que lo
acompañan en un coro gemebundo –muertos de risa– detrás del
grotesco personaje y catafalco.
10.
Lo cual será una deshonra
Pero,
lo más intenso del carnaval, que yo veía es el juego dentro de las
casas y principalmente en las de las grandes familias y en donde hay
varias muchachas casaderas.
Allí la broma empieza primero jugando con harina, luego con afrecho,
pronto con agua y después con todo lo que pintarrajee la cara.
Todo ello con el consentimiento de los padres y hasta bajo supervisión
de una junta de familia que contemplan los desmanes desde un corredor o
balcón. Y participan secretamente siempre a favor de las damas.
Vence la facción que hace una captura estratégica.
Si es una muchacha la hamacan y arrojan luego a la poza de agua donde se
bañan los patos, tragando varias bocanadas de agua sucia. Por eso se
enoja para siempre y de por vida con sus captores y verdugos.
Si es varón el vencido, y no han podido recuperarlo sus congéneres,
después de quitarle la ropa, lo arrojan a la calle pero con polleras de
mujer, lo cual será una deshonra que le recordarán hasta a sus nietos
y tataranietos.
11.
Una industria para esas fiestas,
o mejor decir batallas
Precisamente,
para esos juegos de carnaval mi hermano Juvenal y yo fabricamos un año
con ingenio y curiosidad de empresarios cándidos, pero con imaginación
malévola, un producto contundente que consideramos inapelable, producto
auténtico de la zona para mayor orgullo, con el cual pensábamos
obtener pingues ganancias y un éxito económico estupendo.
Era el "humo de pez", cuyo insumo extrajimos de toda pared en
donde por las noches humeaba un candil, una lámpara o un mechero
expuesto al viento, sea en la cocina, en el callejón de la abuela o en
la teja de la portezuela del horno. Disimuladamente lo recogíamos de
toda casa adonde entrábamos, rascando el sitio y obteniendo el producto
que envolvíamos en un papel y después guardábamos en latas.
Y es que en los sitios en donde la candela arde y roza una pared se
aglomeran unas hinchazones de negro humo, como si fueran hongos o grasa
temible que deja el fuego que roza sus lenguas rozagantes cuando el
viento lo bate.
En esa superficie, después de ponerse negra, se va acumulando una capa
subyugante de humo de pez y hasta unas bubas pletóricas que nosotros ya
dueños de nuestro proyecto, mirábamos extasiados. Para después
confabulados y en complicidad con mi hermano, ir a rascarlo, proyectando
una industria para esas fiestas, o mejor decir batallas.
12.
Ricos legalmente con el sudor de nuestras frentes
Nuestra planificación estratégica había proyectado este producto como
un buen recurso y hasta arma eficaz para los pleitos que se armaban en
los carnavales.
Esta empresa la concebimos con meses de anticipación como correspondía
a la modernidad impuesta en los negocios que se precien de llamarse
tales.
Pero también había otro sitio en donde nuestra imaginación supuso y
acertó que podíamos proveernos de ese recurso vital y precioso para
nuestra "Sociedad Anónima Limitada de Humo de Pez para los Juegos
de Carnavales", como denominamos a nuestra empresa o, en nuestro
anhelo de hacernos ricos de la noche a la mañana. Pensamos haber
descubierto ¡una mina de oro!
Ese yacimiento era el interior del tubo de la chimenea del fogón de la
cocina que, con sospechosa adhesión al trabajo, pedíamos limpiar cada
cierto tiempo; uno arriba en el techo dando vueltas a un madero
esquinado y otro abajo metido en el fogón aún apagado, recogiendo el
tizne con hollín y todo en pliegos de periódicos para echarlo luego en
unas bolsas que guardábamos solícitos y mal intencionados.
Días antes de carnaval empezaba el apasionante trabajo y el cálculo de
hacernos ricos legalmente con el sudor de nuestras frentes.
13.
Muy visible sobre todo el precio
Aunque
algo inconscientemente nos remordía, quizá sabiendo que no estábamos
contribuyendo con algo favorable al bienestar ni al progreso de la
gente. como hubiera sido nuestro profundo anhelo.
Pero a eso habíamos llegado y había que ser fuertes sacando una
empresa hacia adelante.
Confeccionamos hasta altas horas de la madrugada cajitas y también
bolsas de papel ¡a cuál más primorosa! en donde, medido a
cucharaditas introducimos ese material excelso, porque basta con que
respiremos y un grumo vuele a posarse en nuestro brazo para que en el
intento de sacarlo quede una marca negra imborrable que se introduce en
los poros de la piel, y todo porque es esencia del infierno ya que ha
ardido a llama viva y sido hecho a fuego lento.
Porque, ¿qué deja una candela que roza una pared sino esos grumos
pegados a las paredes peor que la muerte? Sobre ese material diabólico
edificamos nuestro negocio al ver cómo la gente dizque juega en los
carnavales.
Pegábamos y sellábamos, dibujándole rótulos, escribiendo ¡formas de
uso! y colocando muy visible sobre todo el precio, de acuerdo a la
cantidad contenida en cada caja o sobrecito.
14.
En los días de pugilato
En
la puerta de color verde esmeralda de nuestra casa, en cartulina blanca
con letras rojas, producto de la mano fina y propia del primer alumno,
durante toda la primaria, de mi hermano Juvenal, pusimos un letrero
escueto y muy profesional que decía:
PRODUCTO PARA USO EN EL CARNAVAL, MEJOR QUE EL BETÚN
Sin embargo, y pese a ser así, hasta ahora me pregunto ¿cómo es que
nuestros padres, tan escrupulosos en la dignidad de nuestra casa,
maestro de escuela uno de ellos, nos permitieron estas licencias de
hollar la imagen adusta y hasta solemne de nuestro hogar, con estas
innegables supercherías de niños?
No sé. Hasta ahora juro que no lo sé.
Lo cierto es que en los días de pugilato, cuando oíamos que se estaban
matando y los ayes se oían venir de las casas y esquinas cercanas, con
el argumento de que estaban jugando a los carnavales, nos mirábamos y
abríamos la tienda. Yo sujetaba el banco para que mi hermano subiera
con sus pantalones cortos y colgara el letrero en la puerta.
Y nos sentábamos a vender nuestro producto maligno.
En
realidad nos cansábamos de esperar que alguien lo comprara. Nadie venía
ni se interesaba en absoluto. Y pronto ya estábamos entretenidos en
otros juegos.
Pero de un momento a otro venía la avalancha. Arremetía de improviso
un tropel de clientes con sus perseguidores detrás que en un instante
se llevaban todo el cargamento de humo de pez que nosotros habíamos
enfilado en una mesita que, siempre con mala intención, habíamos
puesto con dos patas ya sobre la vereda, es decir invadiendo la calle
frente a la puerta de nuestra casa.
– ¡Fíame Fredyto, por favor!
– ¡Después te pago, Fredyto!
– ¡Ay, dame que me cogen!
– ¡Mi plata la dejé en mis pantalones!
– ¡Te pago el doble, pero dame pronto!
16.
Como si yo tuviera algún compromiso
Detrás
venían las mujeres también acesantes, suplicantes, llorando.
– ¡Fíame tizne, por favor!
Pero pronto, de las súplicas pasaban a dar órdenes:
Ya había desaparecido la mitad de la mercadería y no había ninguna
moneda en la cajita preparada para dar vuelto.
Si había una tía –que siempre las hay– se creía con derecho de
usurpación por el peligro inminente en que se encontraba su integridad
mujeril. Ella no rogaba sino que era imperiosa y mandona. Y lo peor es
que nos ponía de su bando.
Y nosotros que éramos neutrales, para mantener la línea moral y técnica
del negocio, resultábamos enrolados en sus filas. Entonces nos daban órdenes
ya en el papel de artilleros de aquellas tías:
– ¡Pásame cinco, pero abiertos! –decían mientras bufaban
amenazando a sus enemigos.
– ¡Dame abierta la bolsa!
– ¡Ponme el tizne en mi mano. ¡Mira en esta! que no está como puñete
para darle si alguien se propasa, sino en esta otra que está abierta.
– ¡Ponme más en mi mano! ¡Abre varios paquetes! –vociferaba todavía,
como si yo tuviera algún compromiso con ella.
17.
Nombres que ahora no quiero revelar
Todos
despedazaban las cajas con dos garrotazos mientras hacerlas nos había
costado horas de trabajo, ahínco y desvelo.
Ese momento de demanda suprema duraba a lo más cinco a diez minutos, en
los cuales la gente peleaba sobre nuestras cabezas, en nuestra tienda y
siempre nos caía cualquier cochinada en la ropa o en la cara.
Por el humo de pez, que convertimos, procesamos, embolsamos y
etiquetamos como un producto que dio lugar a la industria más explosiva
de mi pueblo, puesto que duraba solo un instante, atrajimos las batallas
campales a nuestra calle, frente a nuestra puerta, peor aún: dentro de
nuestra tienda. Y ¡el colmo! al interior de nuestra propia casa, porque
en el afán de salvarse entraban hombres y mujeres por cualquier puerta
y tras de ellas encontraban a mis padres que por más que corrían a
esconderse ya tarde en algún dormitorio, implicando hasta a mi abuela
que dormitaba en su sillón y que resultaba con la cara tiznada y sobre
todo a la muchacha que nos ayudaba en casa y que no salía en estas
fechas por miedo a ser mojada y que resultaba tiritando en un rincón
escurriendo agua como de un estropajo.
Allí he visto cómo varios de los que hoy son doctores eran arrastrados
hacia fuera sacados desde debajo de las camas en donde trataban de
esconderse. Nombres que ahora no quiero revelar porque desestabilizaría
a varios poderes públicos del Estado y hasta al gobierno de mi país.
18.
Piedras, carbones y limallas
Eran
instantes en que hacían tanta falta nuestros productos que nada en el
mundo resultaba más urgente, indispensable y vital. Tanto que nos
mandaban a gritos y alaridos a idear nuevos cargamentos y si es posible
a fabricarlos.
Corríamos en verdad y rascábamos la pared de la cocina que caía con
piedras y todo sobre el papel de periódico viejo y ya mojado por el
agua que se arrojaba.
Del fogón sacábamos carbones e intentábamos molerlos saltando sobre
ellos. Y de la chimenea extraíamos el óxido y hasta la pintura rojiza
que caía en el papel que envolvíamos apuradamente para traerlo al
lugar de la batalla en que se convertía nuestra casa de suyo apacible,
pedruscos que pasaban a restregar y herir algunas nucas, frentes y
mejillas.
Con eso se embadurnaban la cara entre unos y otros, enemigos tontos y
gratuitos a nuestro parecer, pues peleaban entre primos, hermanos y
amigos del alma.
Flagelación que les costaba caro porque varios días duraba a que se
les cicatricen las heridas y rasmilladuras que piedras, carbones y
limallas les ocasionaron en los pómulos o en la frente, haciéndoles
cortaduras hasta en los labios.
19.
Si lo hubiera previsto otra sería mi vida
Después
de lavados y cambiados, afeitados y maquillados empezaba la jarana ya en
sus casas.
Y ya para nunca más se acordaban que nos debían, –por más que pasáramos
mirándolos lentamente a los ojos para ver si algo nos decían–.
En nuestra caja de ingresos que habíamos hecho sitio para los billetes
hasta de a cien, para soles, medios soles, pesetas y reales no había
nada, ni la más mínima moneda. ¡Ni siquiera de un céntimo!
Pese al éxito fulgurante de nuestro negocio, que como en ningún otro
del mundo les mandan pedir nuevos cargamentos en el momento mismo del
trabajo de la obra o de la faena que se ejecuta.
¡Todo había sido fiado! ¡Y nadie se acordaba de sus palabras, que en
el instante en que se dieron habían sido juradas!
Lo peor que me ha sucedido en la vida, he pensado después, es que no
hicimos, con la letra hermosa de Juvenal, un letrero que dijera:
El no haber previsto ese letrero es lo que me quita el sueño hasta
ahora, porque pienso que si lo hubiéramos previsto y ejecutado, y
puesto al otro lado de la puerta, otra sería mi vida.
20.
Daban abrigo y cobija a las grandes utopías
Aquellos
que nos habían fiado cien o doscientas cajas y bolsas de humo de
pez, para nada se acordaban que nos debían cuando los mirábamos y
saludábamos detenidamente en la calle, o en cualquier sitio donde los
encontrábamos. Cargamentos que a nosotros nos había costado mañanas,
tardes y noches de dedicación y desvelo de semanas enteras.
Y, sobre todo, que representaba las ilusiones que tuvimos de comprarnos
hasta un auto.
Pero si yo fuera financista hubiera esperado, tal y como lo he hecho,
hasta ahora.
Y hoy los cobraría con intereses y todo. Porque todos esos vándalos de
entonces son ahora ilustres personajes del foro, de la milicia, de las
ciencias médicas y de las ingenierías.
Y si no tuviera vergüenza los cobraría pasándoles cuenta
pormenorizada.
Y ni la deuda externa del Perú sería tanta como el monto que me tendrían
que pagar por los intereses acumulados desde aquellos lejanos tiempos,
épocas que podían dar abrigo y cobija a las grandes utopías.
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