Hace
mucho tiempo, sobre la tierra se abatió una gran sequía.
Como si todo estuviera condenado a desaparecer, ya no quedaban rastros
de molles ni quinuales, ni siquiera del ichu que crece en los
pajonales.
Perecieron plantas y yerbas de colinas y bajíos, y hasta los líquenes
y musgos que se entretejen en las piedras se extinguieron bajo el sol
implacable.
Los campos se cuartearon de sed.
En el lecho de antiguos ríos y estanques se abrieron grietas y desde
allí se extendían las llanuras polvorientas.
Las piedras se caldeaban sin árboles que les den sombra.
Sobre la tierra parda, de guijarros menudos y cortantes, silbaba el
viento.
Aún
la flor del qantu, el arbusto sagrado que resiste y florece en
la aridez y el estío, sintió cómo se marchitaban sus pétalos, luego
sus hojas y después cómo se iban consumiendo sus raíces.
De ella sólo permanecía una rama con un capullo intacto, que poco a
poco brotó entre los tallos retorcidos.
Al abrirse en flor, giró a lo lejos en dirección de la montaña
venerable y, resistiéndose a morir, fue transformando sus pétalos en
alas, su corola en pecho, las espinas de su tallo en plumas cordales.
Y del estambre amarillo-azul-rojo, sobresalió la fina cabeza de un
picaflor que, agitándose en el aire, se desprendió dificultosamente de
la planta que irremediablemente quedó calcinada.
Un
breve instante revoloteó en la brisa caliente.
Y convirtiendo su debilidad en fuerza tomó rumbo hacia lo alto en
dirección de la cordillera.
Llegó hasta el borde de la laguna de Wacracocha incrustada en la roca más
dura.
La bordea sin atreverse a beber pese a su sed, ni siquiera a sobrevolar
sus aguas que se extienden quietas en un cuenco plateado.
Después de contemplar la penumbra insondable vuela hacia la cumbre del
Waitapallana.
Tiene la cumbre nevada más alta entre una cadena de moles
encrespadas. De hondos precipicios jamás alcanzados por el halcón ni
el cóndor ni el águila.
Casi exhausto, el picaflor se posa en su cima helada por el viento.
Con
el aliento final que aún le queda y el corazón sangrante, le
suplica a la montaña:
– Padre Waitapallana. A ti te adoramos y a ti te pedimos, porque en tu
entraña hemos sido engendrados.
– ¡Padre amado! ¡Por la tierra siente ternura! Apiádate y sálvanos
de la sequía.
Dicho esto se desplomó y un manojo de plumas quedó esparcido en la
roca intocada, manchándose de rojo.
El Waitapallana siente una profunda congoja que se une a la aflicción
de ver a la tierra estéril y devastada.
Reconoce en el picaflor el perfume de su amada flor del qantu.
Tanto
es su dolor y tan hondos sus latidos que dos lágrimas de durísima roca
resbalan por sus mejillas.
Y caen desde lo alto por los hondos precipicios.
Golpean en las aguas del Wacracocha, que se abren haciendo retumbar el
universo.
Las lágrimas del Waitapallana llegan con estruendo hasta el fondo del
lago y despiertan al poderoso Amaru.
Lentamente se despereza. La tierra se mueve con violencia.
Y alza su cabeza que descansa en el lecho de la laguna encantada. Y
luego se desenrosca en las profundidades, a lo largo de la cordillera.
Caen los cerros envueltos en polvo. Ruedan las peñas con un ruido
bronco. El Amaru desliza suavemente su cuerpo, mientras en la tierra se
producen derrumbes y cataclismos.
6.
Se despierta el divino Amaru
Al
principio sólo un leve temblor se percibe en la superficie del lago
envuelto en un cuenco de jaspe y granito.
Luego hay un bamboleo en las orillas translúcidas. Y pronto un oleaje
crecido estremece las montañas, alzándose después una turbulencia de
espumas y aguas agitadas.
Por el centro del lago aparece el divino Amaru, serpiente alada con
cabeza de llama y cola de pez sin tiempo, de ojos cristalinos y de un
fulgor transparente.
Su hocico rojizo y párpados perfectos, con dos breves alas que se
mueven a lo largo de su cuerpo.
Hunde y levanta la cabeza de lana blanca y bermeja que cubre su cuello,
su frente y sus orejas.
Y pasea su mirada inocente en un extraño encuentro entre el día de
afuera y la noche de adentro.
Con sinuosos movimientos se desprende del agua y se eleva en el aire
ondulando estruendoso su cuerpo de fábula.
7.
Lanzas, armaduras y estrépitos
El
sol, al verlo, se turba. Reverberan confusos sus rayos en el espacio
sideral.
El amarillo de su faz inclemente se vuelve violeta-granate-negro. Su
cabeza de fuego y sus ojos flameantes estallan de ira.
Y a combatirlo lanza diez mil rubicundos guerreros de mentones con
barbas de plata, ataviados de yelmos, escudos, porras y macanas,
cabalgando en relámpagos y desatando centellas.
El Amaru al verlos venir se dirige a su encuentro elevándose imponente
y moviendo la cola de serpiente.
Y arremete desorganizando los haces de fuego.
Un remolino de espanto, un ciclón de furia los envuelve, cubriendo la bóveda
del cielo.
Estalla una andanada de rayos, un estallido de escudos y lanzas que se
quiebran.
Se observan fulgores y se escuchan estrépitos.
8.
Luchan el sol y el agua
El
Amaru ondula su cuerpo ágil en el viento. ¡La lucha es feroz e
incierta!
Del hocico agitado del Amaru se desprende la niebla que se enreda en las
cumbres de los cerros y se deshilacha entre las peñas.
Del movimiento de sus alas se precipitan las lluvias que van cayendo
gota a gota y luego en torrentes.
De su cola de pez se desgaja el granizo en bolas redondas y
transparentes que golpetean y resbalan por las laderas o se quedan
extasiados hasta fundirse con las piedras.
Fuegos dorados y brillos de plata desprende su cuerpo ardoroso. Y del
reflejo que deja nace el lento arco iris.
Así vuelve a correr el agua cuando la vida parece extinguida. Cae la
lluvia y alumbran los ojos de los manantiales.
Reverdece la hierba y son llenadas las quebradas, los arroyos y
puquiales. Se suavizan las praderas y se llenan los cauces de los ríos.
Así
nos narran nuestros antepasados.
Diciéndonos que es el Amaru el que sintetiza el poder del sol y la
virtud del agua, dando como resultado la fertilidad y con ella la creación.
Y nos advierten que en las escamas relumbrantes del Amaru están
inscritos todos los signos, los asuntos y paisajes.
Allí están presentidos todos los destinos, el diminuto rocío y las
cataratas impetuosas.
Allí están todas las letras, todos los números y todas las claves:
Las canastas llenas o vacías, como los ataúdes lentos.
En ellas están trazados todos los caminos, como erigidas y borradas
todas las ciudades.
En ella habitan todos los palpitos y todos los desatinos.
De allí nacen realidades y sueños, entre todos ellos nosotros que
también somos sol y somos agua.
|