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2012, Año de la defensa del agua para la vida y construcción de Los Andes nuevos |
Agosto, mes de los niños, las cometas, el deporte y los pueblos indígenas |
Estampa del mes de
agosto |
¿A quién amaba así? ¿a quién amaba? Juan Gonzalo Rose |
1. Ingenua y delicada Agosto es mes del viento, en que escuchamos el bramido de ese toro alado y embravecido que no halla capa que embestir y entonces arremete con sus cuernos de oro y en punta contra los techos rojos. Que revuelca y tira al suelo, sea que el techo tenga sus tejas nuevas, o sea que estén ya viejas. En el interior de mi casa de infancia es el mes en que mi padre, lo recuerdo bien, empasta los libros. Pero agosto en mi tierra es también el mes de los dulces, manjares y confites que los hacemos en las tardes entrañables y apacibles, en esos lugares recónditos en la vida de la gente como son las cocinas o fogones, casi siempre lugar donde pugnan la luz y la sombra. En cuanto a dulces de Santiago de Chuco mencionaré en primer lugar a la ma¬zamorra de harina de trigo, terrígena, nativa y telúrica, y como tal profunda en su aparente ingenuidad. También a la mazamorra de calabaza o de chichayo. O a la mazamorra de maíz morado, ingenua y delicada, salvo cuando los ricos le ponen nueces, pasas y guindones. 2. Hunden sus raíces Quisiera mencionar aquí, no sé por qué debido a que no es su lugar, ya que no es dulce, a la semita con cumbe. No es dulce, es cierto, sino que es de sal, pero aquí, no sé por qué se me ocurre recordarla. Quizá por el alma dulcificada con que la comemos. Pero hay otros, como el queso con chancaca, este sí que es dulce, pese a su intenso corazón salado, y es por la miel que lo empapa. ¡También las humitas! Estas sí, justificadas aquí, porque, ¡claro!, las hay de sal, pero las hay también de entraña deleitosa y edulcorada. Y seguro evoco primero estos manjares porque son de hogares humildes, porque así como los techos, de los cuales he hablado, tam¬bién los pasteles y caramelos tienen sus categorías sociales. Pero en Santiago de Chuco, de campos feraces y fragantes, alcanza y hay para todos los seres humanos, de las distintas procedencias y clases sociales que han venido a poblar estos confines, aunque en mi caso mis abuelos y tatarabuelos hunden sus raíces antiquísimas como pobladores de estos lares. 3. Recibir una fuente Y así como se habla aquí de estrellas y luceros se puede hablar de golosinas que se hacen en casa. Aunque alguien en el pueblo sabe hacerlas mejor que nadie. Y estampa su clase o su prestigio de hacerlas mejor que ninguna otra. Así, no tienen comparación, porque nadie las iguala en su textura y sabor, a las hojarascas hechas por la mamá de Jacinto Diestra que ya ha muerto y él también. Asimismo, son inigualables los "bizcochos de a uno", jaspea¬dos de ajonjolí, que emergen del horno de doña Susana Ramos. O la maza¬morra de membrillo de las hermanas Matangas, para lo cual hay que anotarse en lista si queremos recibir una fuente o un plato de aquel néctar. Imprescindibles los bizcochuelos y "rosquetes cubertados" de doña Raquel Aguilar, gracias a que vive a la entrada del pueblo y escoge los mejores granos y los huevos de yema encarnada de las gallinas del campo. 4. Almíbares para las raspadillas O, cómo no reconocer, fervientes y devotos, a los alfajores y empanadas de don Luchito Santa María. También de él es inolvidable, ¡por favor!, el dulce de higos, solo ubicables en su “Bar Central”. O. cómo vamos a ser ingratos y desmemoriados con las milhojas de la tienda de las Urtecho Villena, en plena Plaza de Armas, al pie del campanario. O las manzanas con dulce de don Adán Rodríguez, cuyo árbol pródigo con el rojo escarlata y almibarado se impregnó para siempre en las paredes de cal y canto de mi pueblo cuando pasaba. O cómo no rendirle culto a los bu¬ñuelos de zapallo de mi abuela Rosa Paredes, quien también está consagrada en la memoria popular por estos menesteres, cuya fama se extiende abarcando varias localidades. ¡Como el manjar blanco de Cachicadán! O las chancaquitas con ñuña de un distrito como es Chuca. O los chocolates de Usquil, o los caramelos que nos venían desde Otuzco. O de los almíbares para las raspadillas que los traían de Huamachuco. 5. Ambos tiestos de barro Pero hay dos dulces que quiero evocarlos aquí porque se vinculan a dos realidades que son de alguna manera trascendentes, una es el libro, y la otra al amor de pareja entre hombre y mujer. Esta ocurrencia de vincularlos es más por las asociaciones del momento en que se dieron, como por las conversaciones sostenidas con mi padre que esos dulces suscitaron, antes que por los significados que unan a unas realidades con otras. Esos deliquios son: la canga con dulce, por un lado, y por otro los alfeñiques. La primera manjar íntimo, luminoso hacia adentro o al fondo, complejo e infinito, porque todo lo contiene y abarca, que deambula de puerta en puerta porque se la comparte y entre niños se convidan mordiscos. Se la hace en dos recipientes distintos: la canga en una cazuela y la mazamorra en una olla oblonga, ambos tiestos de barro, adquiridos a los mollejones que son quienes elaboran las mejores ollas de mi pueblo. Cuando están listas cojo un plato, y subo con ellas los doce peldaños de la escalera trayéndotelas hasta donde tú trabajas. 6. El desvelo de otras pupilas Entonces, padre, te encontraba encua¬dernando libros. Tus manos fuertes y nervudas co¬gían firmemente las hojas y al pasar la goma ponías una expresión de artista consumado rematando el detalle final de una escultura, de una sinfonía o de un cuadro glorioso. O quizá escuchando en tu corazón el acorde de un valse o el de un yaraví trémulo y pasmado al fondo del alma. Forrar un libro, curarlo, rehacer sus páginas, pegarlo ¿qué era para ti sino volver a fundar el mundo? Algo cuyo sentido se situaba más allá de esta mesa, de este cuarto e, incluso, fuera de esta realidad tambaleante, o de este mundo que habitamos de modo tan herido y a tientas. Tus ojos parecían que miraban, a través de ese mazo de hojas, tiempos pasados y futuros inexplorados. Sujetándolo en tus manos sopesabas los años que tenían que perdurar sus páginas. El desvelo de otras pupilas recompo¬niendo el trasmundo que se adivinaba entre sus letras, las noches de insomnio de niños o mucha¬chos leyéndolos, pero cuyas miradas mientras tanto ni siquiera podrían existir y quizás aún ni habían naci¬do. Y de eso te preocupabas. 7. El trigo de los campos ¿Qué imaginabas, padre, inclinado así; po¬niendo todo el temple y la seguridad de tu cuerpo y sentimiento para presionar sobre la tabla el libro tan hondo y a la vez tan indefenso, y a fin de que la goma pegue? ¿Qué ilusiones, imágenes y sueños, cuando toda la resonancia de tu oído y el pulso de tus manos como el aleteo de tus dedos, ¡excelsos para tocar el violín y la mandolina!, se concentraban en esa artesanía aparentemente insignificante de resanar libros con tus propias manos? Tus párpados y tus pestañas se hundían en su propio firmamento y seseabas con la boca un sonido de satisfacción al hacer coincidir las guardas. Volteando las hojas, suje¬tándolas por el lomo; alzando el libro para mirarlo a la luz del mediodía en la ventana como se mima a una joya, a un colibrí o la fotografía de un ser querido. ¿No era lo mismo en el fondo y forma que amasar, tablear, tostar la canga; o bien mezclar la harina con el agua, la manteca, la canela o el anís para hacer el dulce? ¿Cómo afinar, redondear y apilar las cangas con dulce que iban saliendo y contenían el trigo de los campos aireados al viento, como las aguas y los manantiales de nuestra comarca? 8. Durará muchos años Cuando recomponías un libro, parecía que rezabas; que en ese acto al parecer sencillo, ca¬sero, íntimo, trasponías tiempos, remontabas cordilleras, navegabas por mares y océanos ignotos. ¿Igual que cuando sosteníamos la canga y antes de morder uno de sus bordes observamos la geografía infinita de ese pedazo de masa cocida con sus globos y llanuras, la mordemos y luego paladeamos lo duro con lo suave, lo sonoro con lo callado, lo leve de sabor con el almibarado y lo melifluo de su cábala? – ¡Casi has botado la goma, hijo! –Te impacientas al decírmelo–. ¡A ratos eres muy distraído! Te quedas mirando el vacío. ¡Tienes que corregirte de eso! Y prestar más atención a las cosas. –Te disculpas, como si hubieras cometido un error volteando tú el frasco. Y siempre pugnas porque una esquina quede perfecta. Das vueltas para uno y otro lado al volumen recién resarcido. – ¿Qué te parece? Así queda bien, ¿Ves? Durará muchos años. Podrán utilizarlo muchos ni¬ños en la escuela. 9. Es el grito Pero hay otro dulce que es el alfeñique que quiero evocarlo en relación al sentimiento del amor de pareja con el cual lo asocio porque requiere capricho o inclinación de gusto y encanto. Porque se hace alfeñique en las casas cuando todos están de buen humor porque si no se tuerce y azucara, no halla su punto ni cuaja, echándose a perder la masa, tornándose en carbones inservibles, que persiguen las moscas y hormigas, tal cual el amor malhadado, vuelto en estropajo como convertido en odio, inquina y miseria. He visto incluso ollas que quedaron inservibles porque el dulce de alfeñique que es intenso y apasionado, no cuajó, alguien estuvo con el alma enturbiada y en el mover de la melaza hirviente en el fuego algo se agrió, y el dulce se tornó ceniza, acíbar y veneno, tizones fundidos a la olla que nunca más se recuperó de esa mala hora, tal y cuando el amor fracasa. – ¡Pronto, hay que batirlo que se azucara! –Es el grito. Mientras dejamos que mamá se bata y mis hermanas la ayuden, quemándose los dedos para batir la masa que se extiende hirviente en el batán, hasta dejarlo dorado. Yo entonces te subo, padre, una porción, que en el lapso de las doce gradas de! escalón se enfrían a tal punto que ya contigo es difícil despegarla del plato. 10. Un ángel caído Recuerdo que alguna vez en que te subí alfeñique empastabas "El surco alucinado" de Felipe Arias Larreta, poeta eglógico que le cantó a los trigales y a las parvas. – ¿Lo conociste papá? – Sí. Fuimos amigos. – ¿Dónde vivía? – Bajando el campanario, frente al Colegio Santiago el Mayor. – ¿Y, qué hacía? – Vagar por los caminos. – ¿Se veían siempre? – Tocábamos juntos el violín. – ¿Y cómo era? – Un poeta. – ¿Y qué es un poeta? – Un ángel caído del cielo. –Eran mis preguntas y tus respuestas. 11. Y desde entonces Y allí te quedas un rato en silencio. – Era un gran músico. Compuso muchas serranitas. Pero se enamoró sin medida de una mujer bellísima, la más bonita de Santiago de Chuco, como correspondía hacerlo a un poeta. Se llamaba América Otiniano. Creo que ella a él no lo tomaba en cuenta y hasta se burlaba. – ¿Y qué pasó? – Era una chica que rebosaba dicha y juventud, muy hermosa. Un día apareció por aquí un guardia civil y la muchacha fugó con él. Felipe se dejó morir, consumido por el dolor, el desengaño y la pena se fue a Trujillo y después a Lima. – ¿Y qué fue de él? – Creo que huía de todos lados de su recuerdo que estaba impregnado aquí y allá y en todas partes, que es lo que ocurre cuando verdaderamente se ama. Y desde entonces nunca más lo vi. Después supe que había muerto. 12. En esta vida misteriosa – ¿Y de ella, qué fue de ella? – Supimos que el policía la pegaba. Que vivieron un tiempo en Ayacucho y la arrojaba desnuda a la calle. ¡Una mujer tan fina y delicada! Así, muy temprano, tus palabras, padre, dividieron para mí esos dos abismos y destinos de los hombres, y en los cuales tienen que ver las mujeres: El del amor ideal, de ensueños, casi de adoración; y el otro sensual, carnal y desalmado. Del alfeñique que cuaja y se hace almíbar y el otro que se quema, se hace carbón en la olla y que hay que arrojarlo como pedazos rotos y duros, peor que las piedras que son íntegras y completas. Los libros como las cangas con dulce, y el amor como el dulce de alfeñique siguen una y otra suerte en esta vida misteriosa, imprevisible y trémula.
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