Instituto del Libro y la Lectura del Perú, INLEC |
Enero, Febrero y Marzo |
1. Llueve – ¡Ha llovido toda la noche! – ¡Y vean cómo está el cielo de anubarrado! – Hoy sí que va a llover todo el santo día. – ¡Levántense ya, hijos! ¡Qué creen!, ¿que porque está oscuro es temprano? ¡Corran a ver, de repente se están mojando las paredes para poner latas! Primero es la conversación de mi madre y mi abuela. Y después la pugna para que nos levantemos en estos días de enero que son de vacaciones. Me enderezo. Desde mi cama me entumece la cortina de agua que se desprende de cada canal de las tejas y extiende sus collares de piedras preciosas.
Más allá, ya en el patio, se ve un raspado de lluvia menuda y vertical que se precipita desde el cielo y que vela, oculta y obscurece al mundo. Quien la enciende muy temprano es mi padre a quien le gusta hacer este rito secreto de prender y avivar el fogón. Para ello, haciendo un nudo de pajillas como si fuera un nido, lanza el fósforo y hace brotar una llama minúscula pero briosa y audaz. Y luego, va poniendo astilla tras astilla de leña seca que arde y revienta como si celebrara unas bodas, levantando una hoguera vehemente capaz de devorar el cosmos. – ¿Ya se levantaron hijos? Es el preciso momento en que centellea en las sombras un rayo y retumba un trueno seguido de otros como si los cielos se rajaran en bloques descomunales que van a caer en los abismos de la eternidad.
La lluvia carga y arrecia, ya no como un tamborileo monótono, sino como si se derramasen tinajas y baldes de agua en el tejado. – ¡Ay, Dios, que esta tormenta no traiga desgracias ni en el pueblo ni en la campiña! – Libra y protege, Señor, a la gente que anda por los caminos. – A los peregrinos que en este instante atraviesan el caudal embravecido de los ríos. – A los pastores y al ganado que todavía no encuentran refugio que los defienda. – Ampara, Señor, a los ancianos que tiemblan en sus tarimas. Y, en la cadena de estallidos que ahora se han desatado, explosiona uno que arroja violentamente los objetos de la repisa en la habitación oscurecida. Y triza el vidrio de la alacena con la efigie de la Virgen. También una que otra olla y sartén se balancean con ruido discordante, colgadas de sus clavos. Pareciera incluso que el rayo hubiera resquebrajado alguna de las paredes de la casa. – ¡Santa Bárbara doncella!… – … ¡líbranos de esta centella!
– Mi madre y mi abuela se persignan elevando los ojos compungidos al firmamento anubarrado, donde zigzaguean los relámpagos. – ¡Hijos!, ¿ya? ¡La casa y el mundo se están cayendo y ustedes siguen durmiendo! Ahora centellea otro relámpago. – ¡Dios bendito, no vayas a castigar a tus fieles… – …Ni a tus creyentes con este diluvio! Ambas, mi madre y mi abuela parecieran que no solo sienten sino que hablan juntas, unidas por el mismo pensamiento… – ¿Y a los que no creen en Dios…?, –les inquiero– ¿a ellos sí que los caiga el relámpago? –les reclamo. – Todos creen en Dios en estas horas. Los perros han cesado de aullar de forma lastimera y han buscado cobijo en algún sitio escondido. Las gallinas estáticas en sus corrales apenas parpadean y algunas se han acurrucado en sus nidos. Los gatos tienen sumergido el pecho en atroces augurios. – ¡Dios Santo, cómo zapatea el agua en el suelo!
– Ya rebasó el brocal del pozo y está mojando el cimiento del horno. – ¡De juro hasta las almas se asustan con esta tormenta! Mi padre cruza presuroso de uno a otro corredor con una manta en la espalda: – Ayúdame hijo, vamos a ver las goteras. – ¿Van a subir con estos rayos y estos truenos? ¡Es peligroso! –Se interpone mi madre. – Se está mojando la bóveda, mujer. Hay que subir y arreglar la teja. – Esperen un rato que la lluvia escampe. – No suban todavía hijitos. No les vaya a caer el rayo, –ruega mi abuela. – Porque al final, ¿qué son las tejas y la casa? ¡Tierra! ¡Sólo tierra! ¿Pero ustedes? – También somos tierra, mamá, –replico entrometido y haciéndome el sabiondo. –Si fuéramos tierra ya nos hubiera disuelto y arrastrado esta tempestad. – ¡Que ya amaine, Dios Santo!
– ¡Que ya escampe! –Ruegan. – ¡Vamos! Justo es el momento de ver si hay otras goteras. Y subimos los varones, agachándonos por los terrados. El rumor, que abajo da miedo, aquí es un estruendo y un abismo invertido hacia arriba. Los rayos retumban y se arrojan bocanadas de agua sobre nuestras pobres y nimias existencias terrenales. – Papá: ¿por qué se enoja así el cielo con la tierra? – No se enoja, así la quiere. – Y tanta agua ¿adónde va a parar? – Al mar. – Y, ¿es lejos? – No. La gota de agua como el océano, la tempestad como la calma, están en el fondo de nosotros mismos. – ¿Y por qué? – Porque, tanto o más que tierra somos agua… que tiene aliento y sentido. ¡Y, sobre todo, horizonte! |
Danilo
Sánchez Lihón
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