Imploró mi madre al cielo. Yo, que iba a sus espaldas, me eché a
llorar cuando las aguas nos rodearon y estrellaron contra las peñas
bruñidas y lisas.
Mi padre había saltado del caballo en el cual iba ya en medio del río,
tratando de sostener a la burra y al saco de trigo que la corriente
había ladeado haciendo que el animal cayera.
Felizmente, en ese primer momento el caballo que montábamos nos sacó
a un lado. Mi madre apeándose se desembarazó del manto que me sostenía
a su espalda, dejándome en la orilla.
Y empezó a entrar para ayudar a mi padre, pero las piernas se le
doblaban con la avalancha, mientras él pudo gritarla:
– ¡No entres! ¡Elvira! ¡Por Dios, no entres!
Trataba mi padre de levantar el costal a fin de que el animal pudiera
pararse, cuando una violenta cargada de agua lo arrojó,
desapareciendo en el torbellino.
Mi madre dio un grito y avanzó decidida por el turbión, cuando
escuchamos una voz desde lo alto del cerro, por el camino arcilloso
por el cual habíamos venido:
– ¡Elvira! ¡Espera! ¡Bajo a ayudarlos!
2.
Y lo ayudó a salir hasta la orilla
Volvió
a aparecer la cabeza de mi padre en un recodo braceando y luchando para
sostenerse a flote. El río, espeso y marrón, empezaba a confundirse
con las sombras de la noche.
La voz volvió a repetirse ya cerca, a nuestras espaldas:
– ¡Pascual! ¡Resiste un momento!
Ahora lo podíamos ver. Era mi tío Manuel en su caballo blanco, con su
sombrero alón y su poncho casi amarillo.
Luego, a pleno galope, el caballo penetraba en el río y se abría paso
por el torrente salpicando las aguas arremolinadas con sus robustos
pechos.
Pronto estuvo al lado de mi padre.
Se bajó de la bestia en medio de las aguas, lo buscó ya debajo del
torrente y levantándolo lo sacó primero a la superficie del agua y
después lo ayudó a salir hasta la orilla.
En seguida volvió por la burra, la enderezó colocando el costal sobre
su lomo y la arreó hasta sacarla de la corriente.
3.
Hizo un gesto de cariño
La
noche caía azulada y con lentitud.
Casi a oscuras nuevamente se abrió paso entre las aguas, viniendo por
nosotros. Bien agarrado a él, en las ancas de su caballo blanco, me pasó
primero a mí y luego a mi madre.
Así mi tío salvó de morir a mis padres y salvó la burra y el saco de
trigo que llevábamos para hacer harina en el molino de piedra de “El
Naranjo” en el temple de mi pueblo en Santiago de Chuco.
Y se despidió diciéndonos:
– Cuando regresen el río ya habrá bajado.
– ¡Gracias tiíto Manuel, gracias! ¡Nos has salvado de morir!, –le
dijeron.
Él hizo un gesto de cariño y desapareció envuelto por la noche.
Yendo despacio por el camino de piedras y en medio de un bosque de
eucaliptos, llegamos al molino, una casita de tejas viejas al pie de una
cascada de agua blanca que golpeaba los cimientos de roca y musgo.
4.
Será bueno que se abriguen
Afuera
de la casa pacían tranquilos pollinos y caballos.
Cuando ingresamos al interior todo era tibio y estaba alumbrado
tenuemente por un candil.
– Buenas noches –dijo mi padre.
– Buenas noches –respondieron unas voces desde la penumbra.
Y dirigiéndose al molinero mi padre le habló:
– Aquí le traigo una carguita para que la muela.
– ¡Cómo no don Pascual! Mañana a estas horas de seguro ya lo
estaremos moliendo. Mientras tanto será bueno que se abriguen y
duerman. Por aquí háganse una camita.
La habitación era de medio tamaño, ni pequeña ni amplia. El techo más
bien bajo, estaba cruzado por troncos añosos de nogal.
5.
Sus ojos se pusieron tiernos
Había
personas dormidas por los rincones, cubiertas con sus ponchos y rebozos.
Sólo una mujer y su hijo, despiertos a esa hora, llenaban su harina
desde una batea de madera pulida y redonda, colocada en torno a dos
inmensas piedras que al girar trituraban el grano que caía desde una
tolva como un chorrito de oro.
Ateridos de frío, a tientas nos hicimos en un rincón un lugar para
dormir, despertando sin querer a varias personas que esperaban su turno
para iniciar su molienda.
– ¡Elvira! ¡Pascual! –dijo una voz de mujer desde las sombras. –
¿También han bajado a moler?
– ¡También! –respondió mi madre sin pensar, pero aguzando la
vista exclamó:
– ¡Cómo estás Graciela, primita, qué sorpresa! –y allí sus ojos
a mi madre se le pusieron tiernos y contentos de encontrar a alguien con
quién acompañarse.
Era
mi tía Graciela, hija de mi tío Manuel Sánchez, quien vivía cerca a
“El Naranjo, el mismo que nos había salvado la vida.
– Acomódense por aquí. ¡Qué tarde han venido! ¿Han pasado ya por
la casa?
– No. ¡Casi nos ahoga el río! –le contó mi padre–. La burra se
resbaló y se ladeó la carga.
– ¡Tu papacito nos ha salvado! –le agradeció mi madre.
Mi tía Graciela guardó silencio por un instante, pero enseguida dijo
con sorpresa en la voz:
– ¿Mi papá? No puede ser. Él está en Trujillo. Hace una semana
viajó a Trujillo. Nos ha avisado que vendrá todavía de aquí a un
mes.
Mi madre clavó la mirada en la llama del candil que daba la sensación
de apagarse.
Sentí que un estremecimiento hizo temblar padre al cual estaba yo
recostado.
Mi madre hizo la señal de la cruz moviendo sus labios.
– ¡Era él! –fue lo único que dijo mi padre.
7.
Él siempre pasa por estos caminos
Un
silencio solemne nos embargó a todos. La humedad de mi ropa empezaba a
serme pesada.
– Con perdón don Pascual –intervino el molinero–, ¿cómo era y cómo
estaba vestido el señor que los salvó?
– Tenía barba en punta como mi tío Manuel y su poncho era amarillo,
su sombrero alón y su caballo era completamente blanco, de un blanco
lustroso.
– ¡Ah! ¡Es el Patrón Santiago! ¡Es el taitito bendito! –concluyó,
completamente seguro de lo que decía.
– Se apeó en medio de la corriente –hablaba como hechizado mi
padre–, y... es cierto... ¡el agua ni lo doblaba!
– ¡Ya se va a su fiesta en el pueblo! –dijo el molinero haciéndose
una cruz.
– ¡Dónde sea nos protege nuestro viejito! –dijo mi madre llorando.
– ¡Ya está cerca su fiesta! –dijo restregándose sus mejillas mi tía.
Y levantando sus ojos al cielo el molinero agradeció:
– Él siempre pasa por estos caminos.
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