Plan Lector es un conjunto coherente y sistemático de visión y doctrina, conceptos y proposiciones, estrategias y actividades acerca de la lectura, que se propone alcanzar cuatro objetivos básicos: 1). Formar a la persona humana como lector permanente. 2). Motivar a la lectura y al aprecio del libro y los textos. 3). Elevar los niveles de comprensión lectora y 4). Crear sociedades lectoras.
El Plan Lector ha de apoyarse en un repertorio de lecturas sugestivas, motivadoras y pertinentes, seleccionadas por el maestro en razón de criterios de contenido y forma respondiendo a los intereses, expectativas y saberes previos del lector al cual se destinan, hecho que guarda relación a su vez con sus experiencias previas y contexto. De allí nuestra inquietud por poner a disposición textos de variada temática, como de diverso grado de exigencia.
Mediante el Plan Lector el maestro asume y trabaja elevando el nivel del comportamiento lector de niños y jóvenes hacia los cuales dirige u orienta su acción, comprendiendo que su realización depende de cuanto lleve a cabo por hacer de cada alumno un lector asiduo, lúcido y gozoso, preparándolo para explorar por sí mismo los misterios de la vida y el universo; perfilando de ese modo personas que forjen su destino de manera trascendente. (Danilo Sánchez Lihón).
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1.
Mientras más grandes y vistosos
¡Cómo cambia la vida!, ¿no? Porque, ¡cuántas veces, de niños,
habremos caminado escondiéndonos de costado a fin de que no se dieran
cuenta que nos faltaban dos, tres o más botones en la camisa, en el
pantalón o en el saco!
¡Coscorrones y resondros que no habremos recibido a consecuencia de
tales abalorios y dijes perdidos y que en los tiempos modernos veo que
ya no importan nada, ni siquiera los tomamos en cuenta en la veloz y
acelerada vida que tenemos! Pero, sin embargo, ¡qué valor
incalculable, mayúsculo y supremo tuvieron en nuestra infancia!
La pena era que se caían en el forcejeo del juego de pelota, o al
trepar a un árbol, o al correr por el campo.
¡Los regaños que habremos recibido por extraviar tales dijes! Acaso,
¿sería porque eran caros? Quizás ¿porque era difícil encontrar un
botón idéntico para reemplazar al perdido?
El hecho es que nuestros padres nos lo echaban en cara porque era
cierto que los jugábamos al trompo, a las canicas o al “tres en
uno”, arrancándolos de la ropa que teníamos puesta. Es la pura
verdad, monda y lironda, y hay que aceptarla:
¡Nos jugábamos los botones del saco, del uniforme, del morral! Y
mientras más grandes y vistosos eran entonces ¡mucho más
apetecibles resultaban para los competidores!
2.
Como un buen caballero entrega su escudo
¡Claro!
Lo usual era ponerlos como trofeos en el juego del trompo, en donde la
competencia consistía en arrastrar lo más pronto y más lejos que se
pueda una moneda, impulsándola y haciéndola saltar con la púa del
juguete en plena danza.
Había golpes que en la calle o en una explanada cualquiera, hacía
saltar varios metros de distancia al dije que se lo arrastraba, con lo
que se aseguraba ganar la partida.
En esos casos, todo el grupo se echaba a buscar la peseta o el medio sol
o los diez céntimos que, según dónde hubiera caído, había un grito
de aprobación o de pena, sea a favor o en contra de poder o no poder
avanzar desde allí hasta ganar la meta final, que era cruzar una raya
trazada en el suelo, ya se juegue en el patio de la escuela, ya en
el corredor ya en la calle.
¿Qué es lo que se ponía en juego en estas competencias que consistían
en hacer avanzar la moneda con piques que hacía la punta del trompo? En
la mayoría de casos eran los botones que estaban bien pegados a
nuestros vestidos, cosidos allí por nuestros padres con devoción y
desvelo y el ruego de que fuéramos niños buenos.
Dijes protectores y lucientes en nuestras prendas de vestir desde donde,
si nos era desfavorable el resultado de la competencia pasaban a manos
del contendor, para lo cual –inevitablemente en presencia de todos–
había que retorcer el hilo hasta que este cediera y entregarlos sin
parpadear, como un buen caballero entrega su escudo al vencedor, con la
deshonra para el que perdía de dejar libre una abertura en el pecho, en
la manga o en cualquier otra parte del cuerpo.
3.
En nuestras vidas apuradas e inconscientes
Así,
poco a poco, iban sucumbiendo los botones de la camisa, del saco, del
pantalón o del abrigo en los viciosos juegos del trompo por lo que había
que llegar a la casa y cambiarse rápidamente de ropa, hasta tener
tiempo de resarcir estas faltas y ausencias ominosas.
Pero, lo que más ocurría era que al llegar a nuestros hogares nos
olvidáramos de esas preocupaciones por otros entretenimientos de niños.
Acontecía entonces que nos sentábamos a la mesa despreocupados pero
con el cuerpo del delito a plena vista y paciencia –para luego
tornarse impaciencia de nuestros padres–; hecho que producía un
inmediato arrebato de cólera y, a veces un infierno, aparatosas
expulsiones de la mesa y en algunos casos –aunque pasajeros–
vergonzosos castigos por haber sido, sin que ellos lo sientan, fallidos
paladines en la pelea de trompos.
¡Botones!, tan significativos en nuestra infancia como ahora nimios,
diminutos y hasta imperceptibles. ¡Y hasta inexistentes o despreciados
cachivaches en nuestras vidas apuradas e inconscientes!
4.
Unos estaban hechos con un arco o con un puente
A
fin de guardar y tener a la mano los botones para cualquier emergencia
los teníamos bien catalogados. ¡Este hecho era quizá el orden más
esencial y con lo cual empezaba la construcción de una casa digna de
llamarse así!
Es por eso que en una canasta exclusiva para tal fin teníamos varias
bolsas pequeñas de tela, cada una de un color diferente, hechas y
determinadas para contener los botones, con un lazo ajustable en la boca
para que no se derramen y donde estaban clasificadas estas especies
prodigiosas que luego se colocaban en el pecho o en el busto o en la
cadera de los vestidos.
Cada una de esas bolsas tenía un nombre con el cual las identificábamos.
No estaban escritos en ningún sitio, sino en nuestra memoria y en
nuestro tácito acuerdo de familia, entre padres e hijos.
Una bolsa era de “botones de camisa”, de todos los colores, pero
mayoritariamente blancos. Unos eran de un brillo mate y otros nacarados
con reflejos e iridiscencias de todos los matices. Algunos tenían dos
orificios, otros cuatro. Unos estaban hechos con un arco o con un puente
hacia atrás, que eran los que no quedaban planos cuando extendíamos
los botones en la mesa.
5. Otros con el iris del sol y las
estrellas en sus venas profundas
Había
otra bolsa de “botones de pantalón” donde predominaban los plomos y
negros, casi todos ellos de cuatro orificios, hechos de un material
denominado “tagua”, que sabíamos que era así porque con ese nombre
íbamos a comprarlos a la tienda: “véndanos botones de tagua”, decíamos
sin saber lo que ello significaba.
Otra bolsa era de “botones de saco”, ¡temibles e imponentes!
No sé por qué razón, quizá porque en algo estaban ligados a los
ternos de los mayores, aquellos botones eran serios, intocables y regañadores.
O sería porque veíamos lucirlos a los muertos tendidos y boca arriba
en sus catafalcos. ¡Eran botones graves, de colores obscuros y
solemnes!
Había otra bolsa que en el lenguaje familiar lo identificábamos como
la bolsa de botones de “Abrigos de mujer”. Esta bolsa sí que era de
botones de embeleso, cada uno hecho como si fuera una obra de arte,
ondulantes unos, con bordes tallados otros, algunos forrados en cuero,
otros con telas exóticas de diferentes colores: unos con brillos en su
superficie, otros con el iris del sol y las estrellas en sus venas
profundas.
6.
Las joyas más preciosas y excelsas
¡Ah,
botones fascinantes!, verdaderos tesoros y reliquias.
Para mí: piedras preciosas, porque voy a confesarles sin vergüenza
alguna que no he sentido emoción ante un diamante, un ágata o la más
preciada y costosa esmeralda, que las he tenido en mis manos.
Tuve delante de mis ojos, en la joyería "Tíffanis" de la
Quinta Avenida de New York, a la perla que ostentaba en su cuello la
Reina Victoria, que allí se exponía en una vitrina.
La verdad, no me parecieron extraordinarias las ágatas, los rubíes ni
diamantes de María Antonieta que lucen en sus vestidos que se muestran
en el Palacio de Versalles.
Nada del otro mundo los trajes de los zares en el Museo del Kremlin; es
más: no me conmovieron en absoluto.
Y les confieso, ingenuo o confuso:
¡Recordé en ese instante a los botones que refiero y que me parecieron
más hermosos quizá porque además son útiles!
Es ante los botones que me embeleso.
Y es que son talismanes, sortilegios y abalorios los botones en la ropa
de la gente.
7.
Quizá no merezca que afloren estas lágrimas
Y
es que los botones están ligados a la vida: a sacarse el saco para una
pelea, a desabrocharse una blusa para las lides del amor.
Son también como los aretes de las mujeres de mi aldea, preciosos por
quién y donde se lucen.
Quizá no cuestan más allá de diez céntimos, pero son y serán para mí
las joyas más preciadas y excelsas en mi aprecio y valoración de los
bienes del universo.
Y también, como vengo diciendo, ¡los botones de las bolsas en la
canasta de trastos de mi casa de infancia, lamentablemente desaparecida!
Ellos no lucieron en una manga o en un escote.
¡No corrieron mundo!, no vieron ni la pena ni el gozo, ni lo dulce ni
lo amargo, ni lo que dice una promesa ni lo que hiere un desengaño.
Algunos sí porque fueron recogidos después de haber rodado por el
mundo, como los que fueron trofeos en nuestros juegos de trompos y
por lo cual soportamos resondros y hasta severos castigos.
Pero, ¡es eso lo que al final los salva!
Todo ello quizá no merezca, pero no hay razón por qué lo
resista ni me avergüence, que por ellos broten estas lágrimas.
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