Con
motivo de la telúrica del mes de julio del año 2009 de Capulí,
Vallejo y su Tierra en Santiago de Chuco, nos propusimos realizar un
video documental tomando como base el concierto multitudinario que
Julio Humala ofrecería a nombre de Capulí en la Plaza de Armas y en
el día estelar de la Fiesta Patronal del Apóstol Santiago.
Para cumplir son este y otros fines viajamos un equipo de personas
entre poetas, músicos, camarógrafos, declamadores, comunicadores,
ingenieros y personas estudiosas de la vida y obra de César Vallejo,
a fin de participar en este propósito y concretar una obra que
circule por todos los continentes representando bien al Perú y al
mundo andino; y ello por contener las siguientes vigas maestras:
A. César Vallejo y su espíritu. B. Santiago de Chuco, tierra del
poeta. C. Julio Humala y su canto andino. D. El patrimonio y la
identidad de nuestros pueblos. E. Las danzas y el folclore de la
serranía. F. La fiesta regional con sus manifestaciones primigenias.
G. La religiosidad. H. El fervor y entusiasmo popular en la Plaza de
Toros. I. Capulí, Vallejo y su Tierra como un movimiento cultural que
se propone incendiar las praderas rescatando los valores del Perú
eterno.
Se han hecho filmaciones en calles, casonas, ferias, caminos, ríos,
altozanos y colinas; y de manera especial: en la Casa de Vallejo, en
el cementerio de la ciudad, en el balneario de aguas termales de
Cachicadán; así como, ya en Lima, en la casona de la Universidad
Nacional Mayor de San Marcos.
El video conjuga varios géneros de producción de textos. Así: el
documental, la entrevista, el testimonio, la glosa académica, la cita
textual y el perfil; con lo que pretendemos ofrecer una nueva expresión
artística, razón por la cual el acto de su presentación contará
con el comentario de académicos de calidad excepcional como de
expertos en la materia.
Muchos percances, sucesos y anécdotas han ocurrido en su grabación.
Lo importante es la unidad del equipo de trabajo, al punto de
considerar que se ha forjado un anillo áureo de hermandad que se
probará en otras realizaciones futuras.
Quizá alguna vez esas anécdotas se cuenten en un libro que se podría
titular: “Voces y utopías, desde una cama de pan”; porque en
Santiago de Chuco cuando se duerme juntos sobre colchones tendidos en
el suelo, se dice: "dormir en cama de pan", hecho que ocurre
cuando se reúne toda la familia, sea para el nacimiento de un niño
sea por la muerte de un ser querido.
Y se llama "cama de pan", porque ese enunciado recoge la
imagen de cómo entran los panes al horno, pegados uno junto al otro,
pero también porque todos en esos casos somos buenos y amorosos como
el pan, seres llenos de ilusión, esperanza y coraje, de lo que se ha
investido el trabajo realizado. Para la grabación de este video, en
la habitación que me fuera asignada dormimos 9 personas, amigos de
quienes tengo imborrables en mi memoria hasta el hálito de sus sueños
en la noche.
Este video recoge algunas imágenes de la casa donde nos alojamos y de
las personas que en ella nos acogieron. A espectarlo te invitamos con
cariño. Y para que voluntariamente lo adquieras ese día y lo remitas
a tus familiares y amigos que se duelen de no estar aquí; y si es que
crees que lo mejor del Perú es lo que nuestros pueblos entrañables
tienen, conserva y atesoran y a quienes César Vallejo bien
representa.
Nos importa mucho tu opinión sobre este producto, puesto que
continuaremos haciendo otros similares con cantantes de niveles de
calidad excepcional, como los posee Julio Humala, quien pudo entonar
la canción emblemática “China santiaguina" montado sobre un
alazán en la Plaza de Toros, repleta de bote a bote.
Así, Santiago de Chuco podrá ser visto nuevamente por quienes
estando lejos añoran su tierra. O la podrán conocer quienes admiran
a César Vallejo y sueñan algún día llegar hasta él y recorrer sus
calles, admirar sus paisajes y contagiarse del fervor de su gente,
como te lo hacemos vivir ahora con esta obra. (DSL).
Informes
en los teléfonos:
420-3343 y 420-3860
capulivallejoysutierra@
hotmail.com
LEYENDA
DE CARÁTULA DEL VIDEO DOCUMENTAL
¡Oh
madre Tierra!, a ti te ofrendamos las savias que emergen de este
canto y el perfume a flores y a tejados que irradian las llamas de
estos leños de fuego. Para ti, niña sagrada, evocamos la imagen de
las espigas que brotan sobre los muros de los pueblos entrañables,
¡que ya jamás sucumbirán porque están recogidos en los acordes
de estas guitarras!
Varias hebras se entretejen en esta liclla o alforja tejida para que
nos abrigue y acompañe a lo largo del camino; entre otras: César
Vallejo; Santiago de Chuco tierra del poeta; Julio Humala y su canto
andino; el patrimonio de nuestras calles, aleros y balcones; los
danzarines y cajeros; la fiesta del Patrón Santiago; la identidad a lágrima
viva de nuestro pueblo, seguidos por las cámaras de Manuel Suárez y la
edición deslumbrada de Alexis. Y, al fondo de todo, el movimiento de
peregrinos del alba que es Capulí Vallejo y su Tierra.
Porque Capulí es subir a las montañas y a la reserva moral de
nuestras nieves eternas para amar mejor, para construir la utopía
andina de la ternura y la fraternidad humanas; para alzar los andenes
nuevos del canto a la vida, para entonar con alma matinal la endecha del
amor sublime. Y para forjar la esperanza y redención de nuestro pueblo,
como la flor suprema. Danilo Sánchez Lihón
Los maestros integrantes de la orquesta de cuerdas empezaron a llegar a
la sala de mi casa cuando fui llamado por mi padre para tocar la batería.
Los instrumentos hace días que se afinaban y los ensayos se habían
hecho continuos para una velada literario-musical organizada por los
planteles educativos.
– Esta noche va a venir el hacendado de Tulpo, –informó.
Habíamos interpretado ya algunas piezas cuando llegó un señor alto y
jovial, de ademanes desenvueltos y de barba y bigotes castaños, de
hablar fuerte y risueño.
Saludó a mi padre con cariño y a todos les tendió la mano, poniendo
sobre la mesa una botella de pisco "del bueno", "para
abrigarnos", dijo con una amplia sonrisa.
Junto a él habían ingresado dos niñas, casi señoritas, que
permanecieron de pie y a quienes yo nunca había visto antes. Tenían un
aire secretamente altivo, de rasgos hermosos por la firmeza de sus
gestos y lo profundo de sus ojos.
Mientras el hacendado ya en su asiento reía y servía, alargando sus
rodillas y estirando sus brazos, expresó:
– Estas son mis hijas, don Pascual. Veremos si acompasan en el baile.
Tenían ambas un gran parecido, pero la mayor poseía una belleza
acaramelada, ojos vivaces y rasgos muy definidos. La menor de grandes
ojos negros y el color capulí en su rostro era de un brillo
tornasolado.
Después de los brindis, mi padre dirigiendo una mirada a la orquesta
indicó:
Marcando el compás con un leve movimiento de cabeza y hundiendo luego
su brazo para levantar el arco del violín, dio la orden de empezar.
Unos bordones profundos de guitarra, de mandolinas y violines resonaron
en la sala. Yo, con el bombo, seguí los acordes del fox incaico que
como una crepitación de latidos descendía hasta los abismos y luego se
elevaba hasta los picachos más empinados.
Las dos muchachas salieron hacia adelante, haciendo primero una honda
inflexión y luego siguieron la danza con un compás libre y ungido a la
vez, con una actitud agraciada y ceremonial; con una faja de arco iris
que cogían con una mano, y en la otra un pañuelo que agitaban en el
aire.
Ambas tenían faldas negras con flecos de colores cosidos a los bordes.
Sus pantorrillas, al hacer los giros, se veían límpidas y perfectas.
Era tan hermoso el ritual, los pasos, los movimientos de sus brazos y el
revuelo de sus faldas, que del padre las miraba orgulloso, y alzando su
vaso en silencio brindó con los maestros-músicos que seguían la
escena, sorprendidos, fascinados, arrancando de sus instrumentos notas
que yo jamás había escuchado antes.
3.
Como vicuñas que erguidas otean el horizonte
A mi padre muy pocos hechos y asuntos llegaban a satisfacerle plenamente
y, cuando algo le conmovía, abstraía su mirada hacia el cielo raso de
la sala, sin dejar de tocar y sin decir una sola palabra.
Pero yo le conocía bien cuando algo le hacía gozar muy en lo recóndito
de su alma: se le acentuaba un haz de arruguitas en torno a las sienes
que eran para mí su sonrisa íntima, señal de que ocurría algo
extraordinario dentro de él.
En dichos momentos la mirada se le iba a las nubes, como si estuviese en
un espacio y en un tiempo inalcanzables.
Esta vez cuando terminó la pieza hubo un silencio de arrobamiento.
– Bailan precioso las niñas, –se atrevió a decir don Panchito Miñano
rompiendo el encantamiento.
– Nunca había sentido tan bella esta danza –acotó, con la dulzura
en sus ojos, y visiblemente entusiasmado, don Luchito Donet, que
abrazaba su mandolina.
Mientras los maestros se servían y afinaban otra vez sus mandolinas y
guitarras, las dos hermanas habían tomado asiento con los rostros
arrebolados y siempre con el embrujo de sus ojos de ensueño mirando a
lo alto.
Era hermosa la altivez de ambas, como vicuñas que erguidas otean el
horizonte desde las cumbres intactas.
4.
Flores que penden sobre los abismos
Dijo con énfasis mi padre. Noté en su voz una inusitada agitación
rara dentro de su talante calmado y severo. ¡Tan inusitado era que
dejara trasparentar una emoción!
Nuevamente los instrumentos arremetieron con fuerza, pero esta vez con
una cadencia y profundidad que oprimía el pecho. Desde la batería yo
comprendí que todos éramos arrollados por las aguas de un río
turbulento y recóndito, por un destino solemne e inextricable.
Otra vez las hermanas avanzaron al centro, bailando con un compás de
mujeres que afrontan su designio; enlazándose y separándose con el
ritmo de sus pasos, envolviendo la faja en sus cinturas, colgándola
levemente en sus extremos de sus hombros, juntando con ella sus caderas
y dando ágiles vueltas como si sortearan peligrosos remolinos. Dos
flores y espigas de luces y colores primorosos pendiendo sobre los
abismos.
– ¡Maravilloso! –musitó esta vez don Julio Geldres distendiendo su
gesto adusto y a quien hasta ahora nunca lo había oído decir "ésta
boca es mía".
– ¡Viva el Perú, carajo! –se exaltó con toda justeza el
hacendado–. ¡Es grandioso nuestro pueblo! ¡Es único! –volteó a
decirme convencido.
A mi padre se le habían puesto los ojos como unos manantiales. Cuando
paró la música, al recibir su copa, la levantó verticalmente y vació
el licor directo a su garganta haciendo un ruido áspero y pleno.
Nunca lo había visto hacer eso. Pasó el puño por los labios mientras
ordenó:
5.
¿De qué oquedades afloraba esa gracia y genio bravío?
Trinaron
las mandolinas. Se hicieron elevaciones y descensos en el diapasón las
guitarras. Los dedos vibraron en las cuerdas de los violines, ¡y yo
atroné en el redoblante y en los platillos!
Yo me había puesto casi de pie para golpear el pedal del bombo,
tamborilear con las baquetas y hasta con los dedos de mis manos en el
redoblante. Golpeaba la madera de los aros de la tarola hasta con los
codos. Y con el envés de las baquetas los platillos extrayendo sonidos
ora de clarines ora susurrantes. Definitivamente estaba loco y
hechizado.
La faja ahora era de mil colores y las hermanas la cogían en lo alto
con las dos manos. Se empinaban alzándola más arriba de sus cabezas.
Ora daban saltos en fuga, ora eran lentos y maternales; a ratos con la
cabeza erguida, a ratos profundamente inclinadas hacia sus senos y
vientre.
¿De qué oquedades afloraba esa gracia y ese genio bravío? ¿Cómo era
posible que surgiera repentina tanta belleza y absolutamente perfecta?
Recuerdo allí haber mirado tan hondo a la vida, sentido su pulso y su
talle; esos rostros de almendra como frutos supremos de nuestros árboles,
de nuestros campos y de nuestras peñas. ¿Cómo es que habían brotado?
Y al fondo, detrás, al infinito, era el cielo que volvía a crearse en
una conflagración de ventarrones, truenos y arcos iris.
– ¿Es su hijo, don Pascual? ¡Qué bien marca el compás y hace
maravillas con la batería este chico! ¡Es de oro puro, oiga usted!
Eso dijo el hacendado con un talante cordial y transparente, mirándome
orgulloso.
Fue es ese instante que sentí como un fulminante esos ojos negros y
lentos de la hija menor, que atravesaban mi pobre corazón totalmente
inerme, desprevenido e ignorante de que pudieran haber relámpagos más
intensos y enceguecedores que los que caían en las tempestades de
febrero y marzo.
Clamó literalmente, esta vez sí ostensiblemente obsesionado, mi padre.
6.
Una torcaza envuelta en miles de colores
Todos
los instrumentos juntos se elevaron como un viento impetuoso, y ellas
entonces sólo fueron alas y pañuelos en el firmamento, más allá de
las paredes estremecidas de la sala de mi casa y más allá del cielo
infinito.
Yo pude morir en ese vendaval, porque se perdió la tierra bajo mis
pies. Todo se volvió eternidad y el instante se convirtió en una
torcaza envuelta en miles de colores, que baila rozando sus alas con mis
alas, sus latidos fundiéndose con mis latidos, su destino con mi
destino, en el espacio infinito y en el instante crucial.
Cuando terminó la música estábamos exhaustos. Un silencio imponente
nos embargaba, pasmado más aún por el estallido de los instrumentos
que había cesado tajantemente.
Solo los rostros de las hermanas permanecían fulgurantes y diáfanos.
Y los ojos de la menor detenidos para siempre dentro de mis ojos como si
hubiera un misterio que me perteneciera desde el principio y el final
del tiempo.
Los maestros tenían aún la mirada arrobada y húmeda de emoción
cuando alzando nuevamente las copas el hacendado dijo gravemente:
– ¡Brindemos!... ¡Por el Perú!
– ¡Por el Perú eterno! –dijeron todos a una voz.
Terminados los saludos de despedida, el padre y sus hijas, que se
echaron unos pañolones a sus hombros, salieron al frío, a la oscuridad
de la calle empedrada y la bóveda sideral.
7.
Me sorprendía encontrarme vivo
Esa
noche al irme a dormir, me sorprendía encontrarme vivo. Me laceraba
tanta felicidad. Sentía ser dueño de algo inconmensurable que jamás
había soñado ni imaginado que existiera en el mundo. Era una emoción
profunda, mezcla de hondo dolor y de un gozo sin límites.
Aún oía en mis tímpanos los sonidos agudos de los violines y el ritmo
de esos pasos como cruzando precipicios. Como si la ternura se atreviera
a retar y vencer lo aciago de la vida, del destino y de la muerte.
Al día siguiente miré largamente los balcones de recios balaustres de
la casa grande y vetusta que tenía la hacienda de Tulpo en Santiago.
Varias veces pasé delante de sus ventanales y cuando me decidía a
regresar, al voltear la esquina y alzar la mirada, en uno de ellos
encontré esos ojos negros en ese rostro encantado.
Era ella, envuelta en un pañolón oscuro que hacían su frente y sus
mejillas más encendidas todavía, con un mechón de su cabello que caía
hacia un costado.
– ¡Hola! –dije, ahogándome.
– ¡Hola! –contestó sonriente. Y después de unos segundos
interminables preguntó–. ¿Cómo estás?
– Bien. ¿Siempre vienes a Santiago?
– Siempre. Pero mañana ya nos vamos.
– Ya no. Pero a mí me da pena.
Hay instantes en que el ave venturosa del destino aletea sobre nuestras
cabezas, pero no tiene dónde posarte, porque debajo hay un torrente
incontenible que todo lo envuelve y sepulta.
Pero sobre ellos se erigen instantes que son una eternidad, de una
lentitud inacabable en la tarde silente y lluviosa. ¿Qué ocurrió?
8.
Sus ojos eran mi largo e inabarcable camino
Esa
noche hasta altas horas de la madrugada estuvo encendida mi lámpara. Yo
escribí una carta de amor ferviente y exaltado. Cada detalle que veía
o sonido que escuchaba a esa hora, era nítido y sublime. Tenía ganas
de despertar y abrazar a todos, de ser bueno y generoso con la crisálida
que a esa hora se posó en el vidrio de mi ventana, con la herida en la
pared que dejaba ver el adobe carcomido, con el gusano que horadaba la
madera de la mesa donde escribía, con las estrellas de la noche hacia
donde me asomaba tratando de entender algo de la inmensidad del
universo.
Había vislumbrado lo bello y lo cierto. Sus ojos eran mi largo e
inabarcable camino. Su rebozo y su falda eran mi abrigo bienhechor y mi
defensa perfecta.
El día siguiente era sábado y a mediodía salimos del colegio por la
calle del campanario y nos detuvimos un grupo de amigos a conversar en
una esquina de la Plaza de Armas.
– ¡Mira, es la camioneta del hacendado de Tulpo! –dijo Octavio.
Disimulé como pude mi sobresalto.
– Está viajando con sus hijas a Estados Unidos, –acotó Tito.
El vehículo se detuvo frente al correo. Bajó el hacendado y con pasos
largos entró a la oficina.
¡Luego bajó ella y avanzó a la vereda que contornea la plaza! Y,
pronto, la siguió la hermana mayor.
– ¡Mira!¡Qué bonitas son! –dijo Isidro embelesado.
– Parecen vicuñas, –acotó tímidamente César.
Vestían casacas y faldas ceñidas y unos pañuelos de colores intensos
se mecían en sus cuellos.
Pronto volvió el padre introduciendo en sus bolsillos unos papeles.
Arrancó el motor de la camioneta y antes que ella entrara por última
vez el relámpago atroz y lento de esos ojos negros se eternizaron para
siempre en mis ojos.
– ¡Oye, has visto cómo ha mirado hacia aquí esa chiquilla!
Yo me despedí casi sin hablar, por el nudo que me oprimía la garganta.
9.
Es siempre un raro misterio el único camino que seguimos
Al subir hacia mi casa avanzando por la esquina del Convento me encontré
con Alberto quien me pidió que le escribiera una carta de amor para
Estela, de quien estaba enamorado.
– ¿Y, por qué crees que yo podré escribirla? –interrogué abstraído
y aún mirando las aguas feroces y turbulentas de ese río que es el
destino.
– Porque eres poeta pues.
– Mira –le dije para que no siguiera hablando¬–, aquí está.
– ¡Ya ves! –Y, asombrado preguntó– Y, ¿desde cuándo la tenías
escrita?
No le respondí por los manantiales prontos a desbordar en que se habían
convertido mis ojos
– Gracias hermanito. Tu carta fue decisiva y la convenció. Pero
primero me preguntó si yo la había escrito y le dije: ¿Y quién más
puede sentir tanto amor y cariño como yo hacia ti? ¡Bueno!, me dijo,
si tu cariño es así entonces te acepto. Ahí sentí que el cielo se me
abría grande y luminoso y mi pensamiento corrió hacia a ti para
agradecerte por haberme escrito esa carta.
Alberto y Estela con el tiempo se casaron en Santiago de Chuco y
formaron un lindo hogar. Me hicieron padrino de su primer hijo y ella me
comentó un día:
– Alberto también escribe. ¡Si fue con una carta que conservo cómo
él me conquistó!
Ella no sabe que esa carta debe guardar aún el calor del bolsillo de mi
pecho, donde la tuve guardada, y debe palpitar en ella todo el temblor
de mis latidos.
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