1.
– ¡Anda a ver quién toca la puerta!
Le dice mi padre a mi hermano menor a esa hora quieta del mediodía,
cuando en las casas de mi pueblo se almuerza.
Es cuando el universo es una sábana blanca, en donde el zumbido de una
mosca es un estruendo, como lo es el estallido de las cucharas en los
platos.
Por eso, los golpes en la puerta nos habían puesto a todos, sorprendidos
y nerviosos.
– Un telegrama, –volvió diciendo.
Colocó delicadamente a un costado del plato de papá el sobrecito de
papel bulki con rayas azules y un chasqui dibujado en la parte de
afuera.
Llevábamos las cucharadas de rico caldo de papas, perejil, arroz y
carnero a nuestras bocas, pero con los ojos puestos en esa presencia
inquietante y perturbadora del telegrama al costado del plato de papá.
¿Qué quería enseñarnos con esa calma impávida?
2.
Mi madre, sentada en una silla cerca de la cocina de piedra y barro
donde humeaban las ollas, servía ya el segundo plato.
– ¿No lees el telegrama? ¡Puede ser algo urgente! –Dijo aprehensiva.
– Ábrelo y léelo–, ordenó mi padre a otro de mis hermanos menores,
sentados y ya comiendo todos alrededor de la mesa y a quien notamos
angustiado de recibir un encargo como este.
Por si acaso, hago hincapié que los telegramas en mi pueblo los
trasmitía, como los recepcionaba y copiaba a mano mi tío Justo Montoya,
y lo hacía con una letra estilizada, que era agravada porque se escribía
con un lápiz de trazo color morado que, para que se hiciera tinta, tenía
que mojarse en agua y a cada momento, lo que daba como resultado que no
todo fuera parejo en la escritura
.
Mi hermano desdobló nerviosamente el papel y dio lectura a la primera
línea:
– César falleció.
3.
Y no leyó más porque le empezó a dar sacudones el cuerpo, a temblar las
manos y el papel cayó al plato de sopa.
Mi madre dio un ¡ay! tan desgarrado que hizo que todos nosotros
derramáramos el líquido de la cuchara que nos llevábamos a la boca. Y
ella dejó caer, lógicamente, el plato que estaba sirviendo al suelo.
– ¡No! ¡No! –gritó– ¡Qué le ha pasado a mi pobre hermano!
– ¡Dios mío! –Dijo mi padre.
– ¡Por qué! ¡Por qué!–, volvió a gritar mi madre ésta vez como si le
hirieran con un cuchillo. Y salió corriendo hacia la casa de mi abuela,
dejando todo tirado.
Algunos de mis hermanos pequeños la siguieron, llorando detrás de ella,
mientras otros nos levantábamos de la mesa sin saber qué hacer ni cómo
ayudar en esa hora aciaga.
Lo primero fue ayudar al hermano que había leído y que parecía
atravesado por un rayo, alcanzándole un vaso de agua.
Era una situación desesperante.
4.
Mi padre también se levantó:
– ¿Cómo ha pasado esta desgracia? –Se lamentó, poniéndose el saco que
tenía en la percha de la cocina, aprestándose a salir y dar aviso a
alguien. Quizá yendo a estar en la casa de mi abuela.
– ¿Dónde estaba mi tío César?–, pregunté también ensombrecido e
impactado.
– Creo que en Trujillo. ¡Pobre muchacho! ¡Tan joven! ¿Pero qué cosa le
ha ocurrido? ¡A ver, qué más dice el telegrama!
Extrajo como pudo el papel de la sopa, lo extendió sobre la mesa, ya la
tinta se había expandido dándole unos ribetes añiles a cada letra hasta
inclusive deformarlas.
Cogió el telegrama y leyó:
5.
César Vallejo
Nº 82
Feliz día de la madre, mamá.
Tu hijo, Juvenal.
– ¡Corre!
Me gritó mi padre.
– ¡Corre! ¡Alcanza a tu madre! ¡Va a matar a tu abuela!
– ¡Corran todos! –Volvió a gritar.
Y salimos en estampida como flechas vertiginosas.
Volteábamos una y otra esquina y no había mamá!
Increíble que hubiera corrido tanto. ¡No estaba!
No había rastro de mamá y ya veíamos morir a mi abuela con la noticia!
Era seguro que ya estaba pronta a llegar a la casa de mi abuela, a quien
"la noticia" de seguro iba a causarle un infarto fulminante, quizás la
muerte, como preveía papá, pues mi tío César era su hijo más querido.
6.
Creo que nunca he corrido como aquella vez, para alcanzarla y evitar la
muerte segura de mi abuela, a causa del infarto irreparable.
Y claro que la alcancé, aunque ya en la puerta, habiéndola ya tocado con
puños erizados.
Yo llegue y en la velocidad tuve que arrojarla al suelo tapándole la
boca y diciéndole:
– No es César falleció sino César Vallejo. –Le explicaba a mi madre que
no entendía nada.
Cuando se fue calmando la fui explicando:
– No es César falleció, mamá, es César Vallejo, el nombre de nuestra
calle. El telegrama es de saludo por el Día de la Madre que te envía
Juvenal.
7.
Poco a poco se fue calmando mientras mi abuela salía con un vaso de
agua.
Así ocurrió el día que íbamos a causarle la muerte a ella, casi también
la de mi madre aunque eso sí se causó un laberinto en mi casa.
Pero hubiera sido peor si es que no se rescataba a tiempo el telegrama
ya sumergido en el plato de sopa en donde había caído.
Claro que por los nervios mi mamá quería castigar al hermano que leyó
mal, y al no poder alcanzarlo se desquitó conmigo dándome puñetazos.
Pero felizmente así pudo pasarle la terrible y tremenda emoción que
había vivido.
¡A lo que predisponen los golpes en la puerta de la calle. Y, sobre
todo, la entrega de un telegrama a esa hora vacía, cercana al mediodía,
en Santiago de Chuco, que es mi pueblo!
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