Aún
es noche oscura y profunda, pero ya la hora avanza inatajable por su
morada sombría.
De pronto el silbo agudo de un pajarillo perfora el hueco de las
tinieblas con un piído penetrante que se desprende desde algún nido
escondido en alguna rama. O que se abriga en los carrizos del alero
bajo el tejado.
Con él se anuncia un nuevo día.
Esa avecilla ha despertado al universo entero.
Desde su pico y desde su leve canto la vasta extensión de la vida se
tensa y se estremece; deja su letargo, se remueve y despierta.
Todo parece haber sido hincado por ese trino milagroso.
Los cerros se desperezan entre cristalinos y soñolientos.
Y todo, poco a poco, recobra el frenesí a partir de aquel tenue
gorjeo.
2.
Los rastrojos del alba
¿Cómo
es que una señal tan diminuta haya dado inicio a esta explosión?
¿Cómo es que la hilacha de un silbido haya desencadenado esta orquesta
atronadora de sones, latidos y el fragor de la creación?
El ruido de las hachas se desprende volviendo a caer sobre los troncos.
Y empieza el rezongar de las cocinas que restallan y humean en el
horizonte.
¿Cómo es que desde este minúsculo gesto el mundo entero otra vez
reviva y se inquieten gozos y pesares?
También han despertado las voces candorosas de la gente que se revuelve
en sus lechos:
– ¡Ya es de madrugada!
– ¡Ya amaneció!
Y de la otra que avanza ya por los caminos trayendo de los campos
romero, cebolla, cilantro y hierbabuena.
Y que ofrecen sus atados en la calle repentinamente develada.
– ¿A cómo están las clavelinas?
– A real el ramo.
– Pero ni una de color blanco has traído.
– Aquí hay una, mamita.
– ¡Pero qué es una entre tantas amarillas, rojas y azules!
– Las avispas pican a las blancas, por eso no hay.
– Y, ¿por qué las pican?
– ¡No se sabe, por qué será!
Amaneceres que hacen sentirnos al principio pálidos y ojerosos. Y después
radiantes, mirando la tierra humedecida.
Los muros llenos de flores. Y los rastrojos del alba temblando en los
dinteles de las ventanas.
¡Ya se astilla el espejo del sol en los bordes de los cerros, deshaciéndose
en brillos multicolores!
4.
Un mecerse acompasado de tallo con tallo
Pronto
la neblina de la alborada se va destejiendo. Y llega subiendo de la
hondonada. Ya se desmaya por las paredes y se deja caer por el suelo de
las calles.
Semeja la pelusa de un durazno en flor. O el vello tierno en el cuello
de una niña recién nacida.
Es un blanco perla que se deslíe entre el verde fuerte de los sembríos
y el azul añil del cielo.
– ¡Ya está crecido el aviar! –le dice el hombre a la mujer mirando
sus campos florecidos.
– Para mayo será la recogida.
¡Es la tierra donde han brotado las espigas!
Hay un mecerse acompasado de tallo con tallo.
Y un susurro al rozarse de una hoja con la otra hoja, bajo el susurro
del viento.
5.
Cristalina entre los abismos
Todos los campos están sembrados con diversidad y variedad de cultivos:
Retazos de colores se esparcen por lomas y planicies, los bajíos y
altozanos.
Donde relumbran y hasta brillan el blanco perla de la cebada, el
esmeralda tropical de los maíces y el amarillo oro del trigo.
Hacia aquel lado se extiende el anaranjado traslúcido de una chacra de
ollucos.
Allá el morado y blanco de una parcela de habas, ya en flor.
Aquel cerco amarillo es de mostazas y el otro escarlata es de plantas de
sugán.
Esto ocurre en el terreno de llanura o secano.
Pero mirando hacia arriba, hacia la cumbre de aquellos peñascos, casi
encima nuestro resplandece un retazo de verde translúcido, parejo e
intenso.
¡Es un sembrío de alverjas!
Una gota de pasión, una lengua de luz entre los abrojos. Es una fuente
cristalina en vertical suspendida sobre los abismos.
Está en plena ladera. ¡Qué digo ladera! ¡En una pendiente
escarpada!, casi a plomada, entre rocas abruptas y alturas de miedo.
Es un pedazo de tierra sembrada que se distingue desde esta ventana, en
esta casa en la curva del camino.
Desde aquella cima fulgura el verdor del sembrío hacia la redondez de
toda la comarca.
Y allí florece. En lo alto de los farallones.
No sé cómo hará el hombre o la familia que lo cultiva para haber
hecho los surcos, para dejar caer la semilla, hacer el deshierbe, el
aporque; o para regarle agua los días de estío.
Y después cómo recogerá el fruto en sus vainas de jaspe sin caerse al
barranco.
Porque, ¿quién puede subir allí y permanecer sujeto en ese
precipicio?
7.
La tierra ofrece sus dones
¿Quién puede hacer un remiendo de verde al borde de un peñasco? ¿Y
sembrar entre las zarzas silvestres de un risco?
¡Sólo ustedes, padres míos, campesinos de mi aldea! ¡Forjadores de
la altura, la transparencia y el vértigo; talladores de lo que es límpido,
puro y absoluto; dueños impertérritos del coraje y del valor!
Donde mujer y marido llevan envuelto al hijo tierno y le hacen su cuna
en esas alturas, en algún recodo delgado del ventarrón que sabe lo que
no debe arrastrar a las hondas cañadas por donde brava.
Porque la tierra ofrece sus dones, pero el valor del hombre agrega a su
inmensidad el heroísmo del construir cotidiano.
Y así como del piído de la avecilla insurge el pasmo de la creación;
del sueño, del brazo y el pundonor de los hombres florecen los campos
cada día.
Telúrica
de Capulí en Santiago de Chuco,
Tierra de Vallejo, entre el 16 y 18 de mayo del 2008.
Te esperamos, avisa a los compañeros pronto.
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