Instituto del Libro y la Lectura del Perú, INLEC 

Día Mundial de la Salud

7 de abril
Los zapatos de charol
Danilo Sánchez Lihón

1. Su corbata adorada

 

Aquel día cambió totalmente su vida.


Pero antes que eso ocurriera, Javier era un niño muy gracioso. Le gustaba que su mamá le pusiese el mameluco blanco, la corbata con estampas multicolores y siempre le pedía a su papá un pañuelo floreado de los más rutilantes.


Sabía cantar y bailar. Y hacía a todos desternillarse de risa.


De tanto que pedía corbata, la mamá había recogido aquellas que ya no usaban el papá ni los tíos. Tenían que ser aquellas que tuvieran colores vivaces.


Y cuando se las colgaba en su cuello echaba el nudo por el lado delgado, porque si lo hubiera hecho por el lado normal le hubiera quedado tan ancha como un babero.


Pero cuando la mamá estaba apurada en otras cosas y él insistía en que le pusieran una corbata, ella le amarraba lo que encontraba a la mano.


Entonces el pobre Javier andaba a veces por la casa con una media de colores colgada al cuello.


Y ¡cuidado!, que nadie la podía quitar porque para él era su corbata adorada.


2. La cantaleta


¡Y sí que era un chiquillo muy gracioso!


Le gustaban las cosas que lucían intensas, frescas y hermosas.


Un día se le ocurrió pedir que le compraran unos zapatos de charol que había visto en el escaparate del bazar del pueblo.


Pero esos zapatos costaban carísimo para el presupuesto de la familia. Más de lo que el padre ganaba en una semana completa de trabajo.


Desde esa fecha todos los días, ni bien se levantaba, pedía:


– Papá, ¡cómprame mis zapatos de charol!


Y seguía con su letanía en el desayuno:


– ¡Cómprame mis zapatos de charol!


Y en el almuerzo una sola era su cantaleta:


– ¡Cómprame mis zapatos de charol!


Se acostaba en la noche con el mismo disco rayado:


– ¡Cómprame mis zapatos de charol!


3. La luz del sol

 

Hasta que un día el papá, para sorpresa de toda la familia, le dijo:


– Mañana te compro tus zapatos de charol.


Javier corrió a pasar la voz a primos, vecinos y amigos del barrio:


– ¡Mi papá mañana me va a comprar mis zapatos de charol!


Y así fue.


Al otro día verdaderamente se los compró.


Pero ese mes tuvieron que privarse de muchas cosas. Y no alcanzó para cubrir los gastos que demandaba adquirir leche, pan, carne, azúcar.


Cuando se los puso, Javier se sentía en las nubes. A todo el mundo le enseñaba sus zapatos, que reflejaban como espejos los rostros de los niños que se acercaban asombrados a admirarlos.


En ellos parecía que nunca se ocultaba la luz del sol.


4. Murió

 

Una mañana nublada en que andaba luciéndose como un pavo real, la mamá le ordenó que fuera a comprar un carrete de hilo a la tienda del señor Urquizo.


Cuando estaba de vuelta encontró en la calle a un niño muy pobre que tenía la camisa llena de agujeros, el pantalón hecho flecos; por ahí se le veían unas rodillas escuálidas. Los pies descalzos le sangraban. Y recostado a la pared temblaba en la acera.


Javier muy conmovido le preguntó:


– ¿Cómo te llamas?


El niño se encogió un poco asustado. Tenía el rostro reseco pero tiritaba afiebrado.


– ¿En dónde vives?


Tampoco respondió nada.


– Y, ¿tu papá?

– No tengo papá–, atinó a escuchar Javier.
– Y, ¿tu mamá?
– Murió.


5. Una mata de cabellos

 

Javier se aproximó más a él.  Vio que tenía los ojos casi llagados y las manos llenas de ampollas.


– ¿Has tomado desayuno?
– Yo no tomo desayuno, –respondió.
– Y ¿no te da frío caminar así, con los pies que te sangran?


El niño no respondió.


– ¿Y no te da hambre estar así sin desayuno?


Tampoco contestó y, al contrario, hundió la cabeza ensombrecida hacia su pecho.


– ¿Y no extrañas a tu papá y a tu mamá?, –preguntó.


Al niño se le enturbió la mirada y agachó aún más la cabeza.


Javier vio el cartílago transparente de sus orejas.
Entre la ropa y la espalda doblada su débil piel morena pegada a los huesos. Y una mata de cabellos puntiagudos apareciéndole por la nuca.


6. He regalado mis zapatos

 

Javier se sentó, se desató los pasadores y se sacó los zapatos de charol, mientras el niño miraba sin entender. Luego hizo que se recostara en la pared y le puso en los pies sangrantes, uno a uno, los zapatos relucientes.


– ¡Te quedan bien!  Son lindos, ¿no es cierto? ¿No te aprietan? Son tuyos. Te los regalo.


Javier pegó sus ojos a los ojos del niño haciendo piruetas. Danzó su mejor baile. Le hizo "el salto del gato" que tanto hacía reír a su abuela. 


¡Nada! El niño no se reía.


Se despidió y Javier prosiguió su camino con los pies desnudos, sorteando a saltos las piedras ásperas de la calle y entró por la puerta de su casa.


– ¡Qué te ha pasado!, –gritó la mamá al verlo.
– He regalado mis zapatos a un niño pobre.
– ¿Qué? –dijo la mamá asombrada.


Javier entonces caminó hasta la habitación en donde estaba su padre.


– ¡Papá!  He regalado mis zapatos a un niño pobre.


7. En este instante

 

– ¡Cómo!, –dijo el padre levantándose–. ¡Te han robado!


– ¡No! Había un niño pobre, un niño que no tiene ni papá ni mamá. Su ropa la tiene destrozada. Tampoco ha tomado desayuno. Y yo le he regalado mis zapatos de charol.

– ¿Qué cosa dices?, –increpó el papá, alarmado.
– ¡Te los ha robado!, –volvió a alzar la voz la mamá.
– ¡No! ¡Yo le he regalado!
– ¡Estás loco!, –dijo fuera de sí el padre–, ¿Por qué hiciste eso? ¿Has perdido tus zapatos que tanto me han costado? ¡Me los traes ahora mismo!, –sentenció colérico.


Y fue hasta el sitio donde colgaba un látigo de cuero trenzado.


– No, papá.  Los he regalado a un niño pobre.
– ¡Y quién eres tú para regalar los zapatos que tanto me han costado!
– ¡Es un niño pobre y enfermo! ¿Quién te autorizó a hacerlo? ¡Me los traes en este instante!


Y enrolló el fuete en la mano.
 


8. Y se puso a gemir

 

– ¡Habla! ¿Dónde está ese niño?, –intervino la mamá anhelante.
– Lo encontré al salir de la tienda.
– Entonces corre. ¡Vamos a buscarlo!
– ¡No iré!, –se enfadó.


Lo agarraron a la fuerza y lo arrastraron por la puerta. 


Y no tuvieron que ir lejos porque ahí estaba el niño, en el mismo sitio de la calle desolada, postrado y enfermo.


Se había sacado los zapatos y los tenía acunados en los brazos.


– ¡Por qué tienes estos zapatos si no son tuyos! –Gritó la mamá.


– Señora, –dijo, haciendo el mayor esfuerzo por hablar–, tómelos, yo no los quiero.


– ¡Y tú, ¡por qué los tienes!, –le increpó violenta.
– Su hijo los ha puesto en mis pies.
– ¡Los has ensuciado!
– Me los regaló su hijo. ¡No lo castigue por favor! Yo no quiero tener esos zapatos. –Y se puso a gemir.


9. Unas pequeñas y otras grandes

 

La mamá recogió bruscamente los zapatos. Jaló a Javier y ya de regreso le ordenó:


– ¡Póntelos, que te lastimas los pies!
– ¡No quiero ponérmelos!
– ¡Póntelos, te digo!
– ¡No me los pondré jamás! ¿Oyes? ¡Jamás! ¡Y escúchalo: de ahora en adelante nunca les pediré ni recibiré nada de ustedes! ¡No existes, ni tú ni mi papá!

 

Lo dijo en un tono de voz que asustó a su madre. Y que por primera vez no era la de un niño.


Y Javier no se los volvió a poner nunca, porque nunca más los volvió a considerar suyos.


Relucieron con un brillo triste en uno de los armarios de la casa.


Javier también dejó para siempre su mameluco blanco, sus corbatas con estampas multicolores y sus pañuelos de colores encendidos.


Y junto con otros objetos amados, los zapatos de charol, que él quiso tanto, se fueron quedando olvidados entre las cosas hermosas, unas pequeñas y otras grandes de su infancia.


10. Tal como aquel gimió

 

Hasta un día, ya joven, que vino acezante; con la mirada que le brillaba y agitado hasta las lágrimas.
Entró atropelladamente y los sacó de su armario:


– ¡Son éstos! –decía–. ¡Son éstos!


Los envolvió y fue con ellos hasta la Plaza Mayor en donde aún continuaba la concentración donde el Presidente había dicho a la multitud desde el balcón de la plaza pública:


– "Yo estaba derrotado y enfermo. Pero un día cambió mi vida aquí. En una calle de este pueblo. Porque yo ya estaba casi muerto. Y fue un niño quien aquí me dio una lección que cambió totalmente mi vida. Yo estaba vencido y sin ninguna esperanza. Nunca conocí a mi padre y mi madre había muerto. Y fue un niño quien me regaló lo más precioso que tenía: ¡sus zapatos! Que los llevaba puestos. Recuerdo cada detalle de cómo se los sacaba y me los ponía en mis pies llagados en una calle que no he olvidado nunca. Y que me acompañará siempre.


"Es el recuerdo más trascendente que me ha ocurrido, porque cambió mi vida. Ese niño por lo que hizo fue duramente castigado delante mío. He querido hacerme fuerte en la vida para abrazarme a él y juntos recibir los azotes. ¡No sé quién fue!, pero él me enseñó un valor muy importante que debemos hacer prevalecer entre nosotros los hombres: la hermandad, la ayuda mutua, la fraternidad. Y mucho más cuando ella se hace a favor de un desconocido y nos cuesta dolor y sacrificio, como a él le costó. Que Dios lo bendiga siempre. Y ruego de todo corazón que en la vida le haya ido bien y sea feliz."


Javier tenía el rostro bañado en lágrimas. Cuando oyó esto último se echó a gemir. Tal como aquél gimió en la calle desolada. De eso hacía algunos años. Aquél le anhela felicidad y se sentía el ser más desgraciado.


11. Y sintiendo que renacía

 

Javier volvió a acariciar los zapatos y con ellos en los brazos escribió una nota que decía:


"Creí que todo estaba perdido en mi vida.
Y ahora soy yo quien es salvado por usted.
He caído muy hondo. Pero le prometo:
desde ahora lucharé para cambiar mi vida".


Pidió, al pie de la tribuna, con las manos que le temblaban, que alcanzaran esos zapatos al Presidente. ¡Que éstos eran aquellos zapatos que había referido en su discurso! Los guardaespaldas quisieron retirarlo a empellones al ver sus ojos enrojecidos, sus cabellos desgreñados y su cuerpo esquelético de enfermo terminal. Pero, cerca estaba un miembro importante de la comitiva que se aproximó a él y a quien dijo:


– ¿Tú eras ese niño?


– ¡Sí! ¡Yo! ¡Y éstos son los zapatos a los cuales se ha referido el Presidente! Quisiera que lo haga llegar como el obsequio prohibido que hasta hoy estuvo aguardando esta hora.


Y entregó los zapatos que en ese instante volvieron a relucir con su brillo antiguo.


Al pasar por una calle arrojó en una alcantarilla los últimos cigarrillos con droga que él mismo había envuelto y reservaba para fumarlos esa noche. Y desapareció entre la multitud, que seguía aplaudiendo, lleno de un gozo que no había experimentado antes. Y sintiendo que renacía hacia la vida.

Danilo Sánchez Lihón

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