1.
El niño, la mujer y el hombre
El
niño es víctima invisible de la desorganización y caos en que viven
nuestras sociedades que se debaten en crisis, por su situación de
subdesarrollo y dependencia. Esto aún más que la mujer, que es otra de
las sacrificadas, pero que siquiera su dolor aparece en los reportajes que
se hacen recogiendo su parecer en los mercados, o su penuria se patentiza
al expresar su protesta en calles y plazas.
El niño no aparece en los noticieros, ninguna cámara de televisión
ingresa hasta los cuartos oscuros, hasta los patios y azoteas donde se lo
confina después de los maltratos, después del desahogo que un padre o
una madre inconscientes descargan sobre él.
Porque siempre la cuerda se rompe por el punto más débil e indefenso.
Siempre lo que se afecta en situaciones de crisis es lo más tierno y
sensible, y ahí en ese punto están precisamente los niños, como cuando
las parejas se divorcian o separan.
Schopenhauer dividía la humanidad en tres escalones o estamentos: niño,
mujer y hombre, afirmando que este último es “el verdadero ser
humano”.
Si eso pensaba un filósofo, que es alguien confrontado con las ideas, los
valores y los principios, ¿qué podemos esperar de un ser humano
cualquiera, agobiado de problemas, con familia que debe sostener, y que
precariamente vive en el extremo del Cerro San Pedro, en el distrito de la
Victoria de Lima? Además: sin luz, agua potable ni servicios básicos.
Imaginémonos: ¿cómo será allí la situación del niño?
Deduciendo de lo que predicaba el filósofo alemán, podríamos estar
devorando a los niños, crudos o cocidos, servidos en diversidad de
potajes puesto que ellos no son verdaderos seres humanos.
2.
Tarde o temprano
De
allí que hay en estos momentos atroz sufrimiento en una gran mayoría de
ellos, o porque ven a sus padres padecer o porque éstos descargan en
ellos sus traumas y frustraciones, que se expresa en el castigo y en el
maltrato físico y moral de que se los hace víctimas.
Miradas así las cosas, ya es una pena para ellos la falta prolongada de
sus padres en sus hogares, porque éstos tienen que recurrir al doble
empleo para mantener a sus familias.
O, por el contrario, es una sanción su presencia amarga y hostil al
interior de sus hogares. Lo mejor que debieran tener los niños –es
decir sus padres– o no los tienen o los tienen pero mal, con abuso y
opresión.
Y nosotros, los hombres, después de haber cometido una falta, un abuso,
una ofensa o un atropello contra el niño, no somos tan hombres como para
ir y pedirle disculpas o perdón.
Es más fácil arrepentirse ante la mujer, que hacerlo ante el niño,
porque él “no es persona”, no tiene poder, no recurre a ningún ardid
ni subterfugio para hacer sentir al otro su infamia y su maldad.
Tiene que tragar su resentimiento, tiene que reprimirse y desahogarse
latigueando al suelo, apedreando un objeto, destrozando el juguete
querido, haciendo rodar de una patada al gato, matando al pajarito en la
escalera.
Él será aquel adulto de mañana, o de pasado mañana. Cavernícola
erizado y recubierto de púas, malévolo y malvado, porque cuando era niño
hicimos de él un cúmulo de resentimientos, un hato de rencor que tuvo
que explotar tarde o temprano, acrecentando la violencia, haciendo subir
al máximo el odio hacia su sociedad y su mundo.
3.
Son el presente
De
allí, el feroz desarraigo de muchos jóvenes respecto a su realidad, su
sociedad, su familia y hasta su propio país. De allí su apatía, su
indolencia, su encostramiento.
Muchas veces salimos a protestar en las calles con nuestros carteles, en
campaña loable por “lo mala que es la televisión”, “por la paz en
contra de la guerra”, por “el consumo de drogas”, por aquellos
problemas de afuera, “macros”, de política muy general.
Pero muy rara vez por lo cotidiano, menudo y corriente, por aquello que
está metido en nuestra casa y en el interior de nuestra camisa o
equipaje, bajo la piel que nos envuelve.
Por eso no clamamos alzando los brazos. Por eso no hacemos mítines ni
marchas, ni manifestaciones ni pliegos de reclamos. Eso no nos
parece cuestionable, pasa como si nada, siendo más bien ahí donde está
el verdadero problema.
Se dice que los niños son el futuro de un país, pero es falso; son el
presente en nuestra sociedad; ellos esperan una comprensión más
razonable acerca de su mundo.
Reclaman urgentemente desvelo y cuidado, debiendo nosotros afrontar, con
relación a todo ello, varios aspectos esenciales que enfocaremos
sucintamente y que guardan directa relación con la condición de vida y
las categorías de valor con que estamos actualmente viviendo. Algunos de
dichos problemas son los siguientes:
4.
Negamos al niño la condición de persona humana
El primer asunto, y quizá el fundamental, es la negación de “persona
humana” que hacemos o con que tratamos al niño en nuestra sociedad,
actitud explícita o tácita, que tiene sus patronos y propugnadores
ilustres, tan antiguos y modernos como Aristóteles o Schopenhauer.
El primero pensaba que “el niño es un papel en blanco en el cual
podemos escribir lo que se nos antoje”, infundio, aberración y hasta
atrocidad dicha nada menos que aquel maestro cuyo pensamiento ha
prevalecido durante veinte siglos en la pedagogía y en el orden social, y
lo siga haciendo. De allí que sea muy natural entonces pensar que el niño
está para obedecer, acatar y someterse a lo que otros determinan que
haga.
De allí que sea muy lógico imponerle nuestros gustos, no dejando que él
decida por sí mismo. De allí que pensemos que él debe aprender de
nosotros y grabar lo que se nos ocurra. De allí que debe ser tabla rasa o
borde de playa mojada, válida solo porque graba nuestras pisadas. De allí
que pensemos que su cerebro es un recipiente vacío que nosotros hemos de
llenar indiscriminadamente, como si guardáramos objetos en un almacén o
pusiéramos a cuajar adoquines en la nevera, concepción que ahora es fácil
ver que no sólo es errada sino totalmente infame e inmoral.
Pero, en vinculación a todo esto, hay algo más perverso aún: exigimos
que el niño sea lo que nosotros no pudimos ser. Le decimos: Yo quise ser
médico (o ingeniero, abogado o lo que sea), pero no pude. Tú tienes que
llegar a serlo”. Si ese padre no tuvo valor para ser aquello que quiso,
¿Qué derecho tiene entonces para imponer esta obligación a otra
persona? Y es que esa es la cuestión: no damos todavía al niño la
categoría de persona humana, con identidad, dignidad y capacidad de
elegir.
5.
Están en sus casas
Pero al niño no sólo le hemos abolido la condición de persona humana,
sino que le negamos lugar, sitio y ambiente en donde estar. El no tiene
espacio en nuestro mundo, en nuestra ciudad, en nuestro país: lo hemos
expulsado, confinado, arrinconado.
Porque entre ceja y ceja hemos concluido o hemos adoptado el concepto de
que éste es un mundo para nosotros los adultos, para hombres fuertes,
para “machos”. O algo peor: actuamos así sin darnos siquiera el
trabajo de tener el concepto, porque de lo contrario lo debatiríamos.
Contaré al respecto lo siguiente: Una señora que vino de otro país a
Lima me preguntó al tercer día de su visita y de caminar por las calles
de nuestra ciudad: “¿Dónde están los niños?”
Esa pregunta me reveló una realidad nacional de espanto, cual es el
confinamiento en que los tenemos: no van en los ómnibus, no pasean por
las calles, no ingresan a los restaurantes, no corretean por las plazas.
Claro, en ese momento no habíamos pasado aún por las esquinas en donde sí
hay niños, pero en condición de mendigos: lustrabotas, limpiadores de
lunas de autos, infladores de llantas en los grifos o de vendedores
lastimeros en los vehículos de servicio público.
Pero
a punto estaba de decirle, recurriendo a un lugar común:
– “Están en sus casas”.
6.
Negamos al niño espacio y lugar
Pero
me contuve, reaccionando a tiempo, porque íbamos a visitar a varios
amigos en sus casas en donde temí que no encontraríamos a niños ningún
sitio, sino a “la familia”, todos lógicamente adultos.
Dicho y hecho. Así fue. No estaban los niños, ni siquiera los
presentaron, no aparecieron por ningún lado. Ya de vuelta hacia su
alojamiento me preguntó:
– ¿Qué porcentaje de población infantil tiene el Perú?
– Más del 50%” –respondí.
– ¡No puede ser! –me dijo espantada– debe haber un error. Pues se
ven menos niños que en países en donde la población infantil es mínima
o está desapareciendo.
Y es que el niño en nuestra realidad se le confina, se le trata como
elemento de tercera o quinta categoría, se le esconde porque no es
presentable y el lugar adonde se le determina estar es el patio trasero, o
en la azotea junto a los trastos, los muebles y las cosas inservibles.
O están junto a las sirvientas –existen aún aquí personas a quienes
llamamos y tratamos de ese modo– o al lado de las abuelitas, si a éstas
se las trata mal, por supuesto.
El no puede estar en la sala porque está encerada, perfumada, lista para
las amistades; porque allí rompe la vajilla, desportilla los muebles,
reordena las cosas a su modo.
Porque el orden y la consideración se ha establecido desde la perspectiva
del adulto.
7.
El súbdito y esclavo que tenemos en casa
Tiempo
después, al caminar con mis hijos por la ciudad, he comprendido por qué
Lima (y en realidad todo el país) está deshabitada por los niños y es
que no hay condiciones para que los padres lleven consigo a los pequeños,
que es otro aspecto de esta realidad.
Nuestras ciudades están hechas para hombres físicamente fuertes,
agresivos y hasta inescrupulosos, porque cada paso en nuestras ciudades es
una lucha a muerte que hay que sostener y ganar para vencer y pasar
adelante.
Es una batalla para apropiarse de un lugar, es una guerra donde hay
quienes se imponen, que son unos cuantos, pero más hay heridos, contusos
y perdedores. Y muertos de los cuales están sembrados los campos.
Otro problema no menos grave es la condición de súbdito y esclavo que
hemos dado al niño en el interior de nuestras casas y hasta en las
instituciones educativas dedicadas a ellos, o que tienen razón de ser en
función de ellos.
Este hecho se hace evidente en las órdenes que imponemos con increíble
brutalidad, que implantamos con violencia y presión condenables, con
gritos, injurias e improperios; sobre quienes descargamos todo el peso de
nuestro poder.
Él es la indefensa persona que soporta las peroratas ofensivas, en las
cuales les sacamos en cara que los mantenemos, que les damos de comer, que
los vestimos y educamos. Que él es un gasto inútil y un bulto pesado
sobre nuestros hombros enaltecidos.
8.
¡Y que estén bien limpios!
Le
decimos a él todo lo que no consentimos jamás que alguien nos lo diga a
nosotros ni siquiera el ser más querido.
Por la centésima parte de lo que decimos a un niño, cualesquiera de
nosotros encontraría justificación hasta matar.
Y nosotros le impetamos a nuestro hijo (o hija) como desahogo de lo que no
hemos tenido el coraje de decir al compañero de trabajo, al cual
consideramos un sinvergüenza; o al jefe que nos maltrata y de quien
sabemos mil deshonestidades, o a la autoridad ante la cual nos deshacemos
en genuflexiones. Sin embargo, con saña, alevosía y ventaja, se lo
adoquinamos al niño o niña.
Y es que cuando les imponemos órdenes a ellos nos suponemos jefes, nos
sentimos realizados porque tenemos, por fin, un súbdito y un menesteroso.
En nuestro lado o al frente a un vasallo. Alí ronda por cariño al lado
nuestro un ser precioso a quien convertimos en un mandadero que nos llena
de orgullo que esté siempre atento a obedecer lo que se nos ocurra.
¡Qué nos interesa averiguar lo que pasa en su mente! Si está o no
dispuesto a hacer lo que dictaminemos que haga. Si halla o no razonable lo
que le enviamos a ejecutar.
Y lo hacemos sin conocer su opinión, sin pedirle “por favor”, como
hacemos con la dama o con la señorita de nuestra oficina, almacén o
bodega, ante quien nos deshacemos en halagos y en atenciones.
–
Anda, compra dos cervezas para celebrar con mi compadre.
– No te acordaste de los cigarros. Vuelve por ellos.
– Ahora, ¡tampoco pensaste que necesitamos fósforos!
– ¿No ves que necesitamos vasos? Tráelos. ¡Y que estén bien limpios!
– Trae bancas para sentarnos.
9.
La violencia y el derecho que nos arrogamos de ejercerla
Otra grave responsabilidad de la comunidad actual con relación al niño
es la violencia física, moral y verbal que se ejerce en contra de él. Si
descorremos esta cortina o destapamos este problema en sus reales términos,
veríamos que nuestra sociedad en este punto llora, gime y se retuerce,
porque es tan lacerante la condición del menor de edad, que nos oprime el
alma conocerla y revelar esta situación en toda su crudeza.
Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, un niño se queja en la casa
de al lado; suplica, pide perdón, implora; luego escucho insultos de una
persona mayor y gritos de dolor de parte del niño. La madre que es
soltera, le pega inmisericorde, lo acusa de ladrón y que por culpa de él
ha destruido su vida.
Ella lo deja solo todo el día, encerrado con su perro, mientras ella se
va a trabajar. Desde la ventana del segundo piso cuando me asomo, me hace
muecas, tratando de llamar la atención, apunta sus manos y hace como que
me dispara y me mata. Yo le pregunto por su mascota, a quien ha puesto por
nombre “Nimetoques”. Después que entro, está como una hora tirando
cualquier cosa a mi ventana, o a nuestro patio queriendo comunicarse con
alguien.
Ya de noche llega la madre. Con frecuencia ella tarda, entonces él, que
se llama Daniel, trepa hasta una pared porque teme la oscuridad y allí
está durante varias horas esperando en silencio.
¿Con qué angustia en el corazón –digo yo– esperará ese niño a su
madre? ¿Con qué ilusión, cariño y a la vez inquietud hincándole el
alma. Pero cuando ella llega, encuentra que algo está mal porque descarga
todo su furor en el pequeño de apenas 8 años. Y lo grita y lo insulta.
En el fondo él dirá: “No importa con tal de que llegues y me salves de
tanto abandono y de tanta soledad. No importan tus insultos y tus golpes
con tal de que tenga alguien a quien querer. Pégame si quieres pero no
tardes tanto.” Pero, ¿hasta cuándo durará aquel candor?
10.
Nada es más importante que un niño
En
un reportaje a diversos niños del Perú, uno de ellos que trabaja de
lustrabotas, y tiene 8 años como Daniel, dice estas palabras: “No soy
malo, porque si no nadie me quiere. Pero tampoco soy bueno, porque si no
abusan de mí”.
Esta es, lamentablemente, la condición de muchos niños en nuestro país:
la de adultos precoces, la de doctores prematuros en cómo manejar
acomodaticiamente el bien y el mal; la de conciencias perturbadas de lo
atroz y terrible que resulta ser niño en estos tiempos aciagos.
“Nada es más importante que un niño”, escuché decir a un líder
latinoamericano, proclama que es natural y de sentido común; pero ¡qué
lejano e ilusorio resulta todo ello cuando lo cotejamos con nuestras
realidades!, en donde condenamos, castigamos, vilipendiamos a un niño
hasta por ser niño, es decir, por su capacidad de recrear el mundo, de
descubrir su realidad, de experimentar y construir, hechos que los niños
alcanzan a través del juego.
En nuestras casas, en la escuela, en la comunidad en que vivimos, niño
juguetón es niño malcriado, “oveja negra”, "vergüenza de la
familia”; porque queremos niños quietos; formales, súbditos; que no
nos den problemas, que acaten y obedezcan, razón que hace que
maltratemos, castiguemos y marginemos al niño, simplemente por su
capacidad de ser despierto e inteligente frente al mundo.
11.
Los condenamos y maltratamos por jugar
Rodrigo
un día trajo su libreta de notas del colegio con 10 en conducta. Me
preocupé, sin embargo tenía confianza en mi hijo. Me apersoné a ver lo
que ocurría. El regente silbó de satisfacción. Oí que le decía:
"Ya ves, ha tenido que venir tu papá". E invitándome a su
oficina me mostró un bloque de papeletas sujetas con un agarrador de
metal que tenía en su cajón. Era impresionante el grosor y el orden de
aquel legajo.
– “¿Cuáles son sus faltas?", pregunté.
– "Aquí están. Se las voy a mostrar una por una xon día y hora
de ocurrencia, señor”. "Por hablar". "Por reír".
"Por jugar". "Por salir del salón". "Por
cantar". "Por conversar con su compañero".
– "Bueno –repliqué yo– me voy contento, porque tengo un hijo
que habla, ríe, juega, sale del salón, canta, conversa. Es decir está
vivo. Le agradezco mucho señor por un informe tan loable y
positivo".
Incurrimos en condenar aquello porque ignoramos que los hombres de éxito
son aquellos que fueron muy expresivos de niños y ya de adultos realizan
su trabajo como si fuera un juego, hecho que eso sólo es posible cuando
en la niñez hubo experiencia plena de compartir, de hacer compañerismo,
de integrar grupos y ser felices, ¡o de tener libertad para
innovarlo todo!
Si ordenáramos la educación, la familia y la comunidad –en donde
fundamentalmente hay niños– en función de algo auténtico, tendríamos
que hacerlo a partir de reconocer el juego como la clave fundamental para
dicha organización, puesto que es lo que caracteriza al niño, dado que
es la forma como él se relaciona armónicamente con el mundo.
Así, todas las capacidades, habilidades, destrezas y proyecciones las
tendríamos afloradas para poder conducir todo proceso, siendo el primer
resultado nuestra propia redención porque el primer beneficiado de esa
comprensión será el adulto.
12.
Difícilmente nos comunicamos con el niño
Otro aspecto igualmente fundamental, y que en este caso dejamos de hacer
con el niño, es comunicarnos con él; que no es lo mismo a “hablar con
él”, porque muchas veces hablamos para darle lecciones, pontificar
acerca de las cosas, obligarlo a hacer algo que nosotros queremos que
haga, hechos que indudablemente no son comunicación; porque ésta es una
relación horizontal, de mutuo respeto, de expresar nuestras ideas y
aceptar las ideas del otro. ¡Eso no hacemos! ¡Ni soportamos que se haga!
Nuestra relación o conversación con el niño es de consejeros, de
“personas mayores y experimentadas” que van a prevenirle algo,
prepararlo para la vida, “advertirle de los peligros en que puedan
caer”, etcétera, asuntos de los cuales el niño esta harto; que
desprecia y abomina porque hemos perdido en el fondo “autoridad” ante
él, porque conoce más que nadie nuestros dobleces y nuestras miserias,
porque sabe que la ley es la del embudo: él debe ser bueno y correcto,
pese a que los adultos nos portemos como patanes.
El niño necesita comunicación, aunque él demuestre no quererla, de ser
ya ese erizo enconchado en sí mismo, cerrado y no dispuesto a soltar
prenda de lo que le embarga y atormenta. Hace esto porque muchas veces
tiene miedo, se espanta y teme establecer esa comunicación; porque ahí
en su delante encuentra un abismo entre él y nosotros, abismo que los
adultos ya no vemos ni reconocemos, porque solo sabemos endilgar
reproches.
13.
Recrear desde él y hacia él la vida
¿Nos
importa ese miedo? No. Y, es más: Si lo sabemos, no lo aceptamos, ni
reconocemos, porque tenemos también el prejuicio que todo miedo es
debilidad. Y porque queremos hacer del niño un ser duro, sin escrúpulos,
porque tememos que sea agredido, maltratado y hasta explotado y en esa
inquietud hacemos de él un ser agresivo y un explotador.
“Que triture, pero que no sea triturado”, es nuestro lema; tornándolos
en esos seres llenos de púas, recovecos y espinas, tanto que nosotros
mismos retrocedemos al verlos cuando ya son jóvenes.
Pero hay otro aspecto de suma importancia y que guarda relación con este
tema y es la otra expulsión, confinamiento y marginación, que se
establece en la nula presencia del niño, en los medios de comunicación
(siempre que no sea la utilización barata, comercial o el rol de telón
de fondo, que se le da en las series sentimentales o en las propagandas
que se difunden entre uno y otro programa); refiriéndonos con ello a
espacios y contenidos preparados para recrear desde él y hacia él, la
vida y el mundo.
La razón de esa ausencia flagrante es muy simple, nos lo explica la
siguiente respuesta, que deja patente su tremendo cinismo y que la ofrece
un empresario cuando se le pregunta por qué no hay espacios para los niños
en la radio y la televisión, y él responde: “La realidad del niño en
los medios de comunicación no vende; es totalmente antieconómica”.
14.
El derecho a la imaginación
Para
finalizar, precisaremos que hay un derecho de la persona humana, que
lamentablemente no está considerado todavía en ninguna declaración de
principios de los Derechos del Hombre y que tampoco está reconocido en
ninguno de los instrumentos siquiera formales que abogan por los derechos
del niño.
Él es el derecho a la imaginación, a la ilusión y a la utopía, justo
aquello que caracteriza y define al niño, y que no reconocerlo es como no
darle carta de ciudadanía al niño, porque un niño fundamentalmente es
ciudadano de todo lo que es ideal.
Tal derecho a la imaginación es contrario a los esquemas, a los programas
preestablecidos, a las organizaciones verticales, como son los sistemas
educativos actuales en nuestras sociedades.
La imaginación es contraria a la miseria, sólo en parte determinada por
la precariedad económica; porque la otra es la precariedad peor: la de
las concepciones del mundo y la vida. Todo eso es lo que hizo gritar a
Mark Twain: “¡Viva la ilusión!”.
La imaginación es contraria a la pobreza estructural en que vivimos, es
opuesta a este régimen de ordenamiento en el hogar, en la escuela y en la
sociedad en que ahora nos debatimos, porque aquella es creatividad, es
vida, es generosidad; contraria al modelo de familia, a los padres y al
mundo en que vivimos, y que es obligación hacer promesa y juramento
de cambiar, hasta morir en el intento.
15.
Enarbolar y construir en lo más cimero
De
allí que prometámonos hacer una sociedad que adquiera los valores de la
infancia, viviendo en la transparencia, en la nobleza del espíritu, en
valores como la ternura y la felicidad.
Prometámonos hacer del mundo un paraíso, donde el hombre se sienta niño
sin recelos.
Prometámonos llenarlo de ilusión, de sonrisas; en donde las calles sean
claras y reluzcan como fuentes.
Donde se aprecie que es una gracia y un don divino vivir. Donde todo sea
lozano y bello.
Donde la gente confíe pasar una al lado de la otra; donde todos nos
sintamos personas buenas y hermanadas.
Soñemos un país mejor y marchemos con los niños hacia las vastas,
dulces y frescas regiones de la utopía, buscando la forma de hacerla
posible ajustando las cargas en el camino.
Soñemos un país mejor; donde sobre lo valioso que es, construyamos lo
valioso que falta.
Un país en donde a cada paso entonemos el canto a la vida. Y será así
porque con ellos hemos vuelto a ser niños.
Y lo somos y seremos eternamente cuando sonreímos. Porque sólo siendo
felices y niños podremos sentir la aurora y enarbolar y construir en lo más
cimero las moradas del amor y la esperanza.
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