¿Quiénes
hablan al final?
En una reunión de personas importantes se enfatizaba acerca de la
importancia de unos y otros desempeños humanos, de unas y otras
profesiones. Los discursos de los diversos representantes de los gremios
de trabajadores y profesionales eran entusiastas.
El primero en hacer uso de la palabra fue el Decano del Colegio de
Abogados quien hizo sentir que sin ellos no se tendrían ni aplicarían
leyes ni normas, ni habría una vida civilizada y quizá muchos tampoco
estarían presentes en esa sala, si es que faltaran tales dispositivos
jurídicos.
Luego habló fue un dirigente conspicuo del Colegio de Ingenieros, quien
señaló que la casa que los albergaba, los transportes que los habían
traído al lugar y el funcionamiento mismo de la ciudad y de los
servicios en uso era la obra de los ingenieros: civiles, arquitectos,
electrónicos, sin los cuales la vida casi sería inimaginable.
Al hacer uso de la palabra el médico expuso a su favor razones que no
fueron menos convincentes, haciendo sentir a la concurrencia que sin la
actuación de los galenos, muchos de los que hoy lucían saludables y
optimistas estarían quizá ya muertos o postrados por invalidez en sus
camas.
De igual modo, el representante de la milicia expresó que la seguridad
de la cual gozaban todos en ese preciso momento, la paz tan anhelada
siempre era efecto de la actuación de las fuerzas armadas y policiales,
sin cuyo concurso la vida sería difícil sino imposible.
En fin, hablaron muchas otras personas, entre ellos un periodista, un
sacerdote, un artista, desprendiéndose de cada una de las
intervenciones que sin la actuación de esos profesionales la vida misma
corría el riesgo de no ser viable sobre la faz de la tierra.
Todas las áreas de trabajo y actividades humanas tuvieron su
panegirista. Y estaban a punto de concluir con las intervenciones cuando
alguien descubrió a un hombre modesto, que no había dicho nada antes,
aunque seguía el curso del desarrollo de la reunión con una expresión
atenta y encantada.
Al parecer, por su actitud, se sentía dichoso y feliz. Le pidieron
entonces que dijera algo. Puesto de pie tenía una sonrisa dulce y
amable que iluminaba todo su semblante.
Agradeció la deferencia que le concedían, expresando que estaba
absolutamente de acuerdo con todo lo que había dicho cada uno de los
oradores. Y que se sentía verdaderamente complacido porque eran
importantes las obras de cada sector y que se habían enfatizado en cada
una de las reseñas.
Expresó que estaba admirado de la nobleza y satisfacción que sentían
por lo que cada uno realizaba con nobleza.
Sin embargo, a continuación preguntó de este modo:
– Ya que me han pedido que hable, y de lo que se trata es de resaltar
la labor de las diversas actividades humanas, pregunto a todos ustedes:
¿Existirían abogados, ingenieros, arquitectos, militares, médicos y
demás trabajadores profesionales sin el concurso y la dedicación de
los maestros?
– ¡Nos hemos olvidado de ellos! –dijo uno.
Todos se miraron y asintieron con la cabeza:
– A todos nos han formado nuestros maestros.
– Ahí está claro. Es obra de ellos, ¿no es cierto? Pero ahora les
explicaré por qué yo estoy contento –les dijo.
– ¡Explíquenos, por favor!
– Yo soy maestro. Y estoy satisfecho y feliz porque compruebo que cada
uno de ustedes se sienten plenos, realizados y llenos de honra por lo
que logran y por lo que tienen. Sólo si es así los maestros tenemos el
derecho de sentirnos dignos y orgullosos.
– Solo así es que cabe que sintamos que hemos cumplido bien con
nuestra misión en la vida.
– ¡Siempre un maestro será respetado! –gritó uno.
– ¡No siempre! Porque si en vez de valores ocurriera lo contrario, es
decir: si no hubieran ciudades ordenadas, si no hubiera seguridad en las
calles, si las leyes no se cumplieran ni respetaran, los derechos y la
salud más bien fueran algo que se extrañe, si hubieran políticos
corruptos, venales y tránsfugas, entonces los maestros habríamos
fracasado y en vez de reconocimiento mereceríamos ser condenados.
– Verdaderamente lo que usted expresa es muy cierto –dijo el que
presidía la mesa.
Algunos más lo expresaron y muchos otros lo asintieron.
6.
Los que hablan al final
– Es por eso que pido me dispensen de no haber hablado al principio,
ni antes de ver cómo avizoran su labor cada uno de los profesionales de
las distintas ramas. Por eso, siempre será en estos casos que los
maestros hablemos al final.
– Felizmente estamos progresando en todo.
– Ahí está. Porque antes de ufanarnos de lo que somos y merecemos,
tenemos que esperar para ver cuales son las obras y las actitudes de los
demás.
– Todo por ahora marcha bien.
– Solo conociendo los resultados veremos si verdaderamente los
maestros valemos la pena.
– ¡Vivan nuestros maestros! –gritó alguien.
Entonces todos prorrumpieron en largos y fuertes aplausos. Y se fueron
poniendo uno a uno de pie todos los concurrentes. Emocionados, sí. Muy
emocionados.
ººººº
La avecilla en la ventana
Se jubilaba un viejo maestro e iba a recibir el homenaje de sus alumnos
de hoy y de ayer, quienes se habían reunido para brindarle digno y
justo reconocimiento.
Toda su vida se afanó porque sus clases estuvieran llenas de interés y
sabiduría. Se desvelaba hasta altas horas de la madrugada y meditaba
antes de su exposición, a fin de lograr que sus palabras calaran y
trasuntaran todo aquello que más podía iluminar y ser útil a sus
alumnos.
Quería, ya en la clase final de su carrera hacer la síntesis de todas
sus lecciones, de su visión de la vida y de su doctrina educativa.
Quería en esta ocasión exponer un cuerpo de ideas riguroso y con el
suficiente poder de alcanzar el mayor significado posible. Y ojalá de
valor permanente para su expectante auditorio.
Había pasado largas noches escribiendo las frases de lo que sería su
última disertación.
Había vuelto una y otra vez sobre una oración, hizo múltiples cambios
en la estructura de este y el otro párrafo. Se ocuparía esta vez de la
esencia de su filosofía y el fundamento de su metodología. Por fin la
había podido formular teóricamente en los pliegos escritos que una y
otra vez había tenido que rehacer.
Ahora, reunidos ya todos en el amplio auditorio, tenía limpias sus
cuartillas y aunque la jornada había sido agotadora se sentía contento
y hasta jubiloso.
Antes de subir al estrado repasó por última vez en su mente el
significado profundo de la verdad que iba a exponer este día.
El público estaba igualmente ansioso de escuchar otra vez al maestro
egregio. Había expectativa por el discurso que aquel iba a desarrollar.
Se sabía de antemano que iba a ser memorable. ¡Síntesis de síntesis
de toda una vida consagrada al ideal de la educación!
Ya puestas en el atril las hojas escritas levantó el rostro lleno de
paz y de serenidad a su auditorio. Y contempló a sus alumnos de
generación tras generación, paseando su mirada por el salón colmado,
henchido y fervoroso.
Iba a empezar a leer sus cuartillas cuando apareció un pajarillo y se
posó en el alféizar de la ventana iluminada por el sol de aquella mañana.
La avecilla brincoteó a lo largo del umbral y luego sacudió sus alas
esparciendo en mil gotas la luz del mes de julio.
Por el vano del ventanal se veía arriba extendido el cielo añil y
sereno donde bogaban las nubes blancas.
El pajarillo empinado sobre sí mismo cuanto pudo lanzó su gorjeo
libre, feliz y espléndido.
Luego, moviendo su cuerpo diminuto que reflejaba sus plumas en tornasol
corrió a otro balaustre.
Gorjeo por última vez su canto límpido y cristalino. Y voló hacia el
espacio sideral.
El maestro se había quedado contemplando conmovido y fascinado el
accionar y el canto de la avecilla.
De aquel embeleso participó todo el conjunto del auditorio.
Luego que el pajarillo hubo volado hacia el cielo azul, el maestro dobló
sus cuartillas, cerró su cartapacio y dijo:
– Dios ha dado la clase magistral esta mañana. Y ha sido como siempre
magnífica. Porque al mismo tiempo hemos visto la verdad, que siempre es
sencilla, la alegría del canto de la vida y la belleza síntesis de
todas las virtudes. En todo ello al maestro solo cabe ser el mediador de
la sabiduría, si la realidad se lo permite; indicador de la belleza
cuando es necesario, correspondiéndonos solo señalarla reverentes y
enseñar a adorarla. La clase por consiguiente ha terminado.
Todos se pusieron de pie y aplaudieron al maestro larga y
fervorosamente.
ººººº
Primero ser limpios
Era un acontecimiento extraordinario. Se había nombrado ya a un nuevo
Director General del Instituto Nacional de Investigación y Desarrollo
de la Educación, INIDE.
Esta era una institución constituida de no menos de 500 trabajadores,
creada el año 1972 para impulsar el proceso de la Reforma de la Educación
Peruana, que puso en marcha el Gobierno Revolucionario de la Fuerza
Armada del Perú.
Consecuentemente, era un organismo constituido por «cerebros» que
avizoraban la visión y trazaban el plan estratégico de la educación;
definían los objetivos de los diversos niveles, áreas y
especialidades.
En ella se investigaba sobre diversos y complejos aspectos de la
realidad educativa, se capacitaba maestros y se elaboraba material didáctico
con propuestas innovadoras, se acopiaba, procesaba y difundía la
información más relevante sobre educación en el mundo contemporáneo.
La política en sus diversas tendencias y la ideologización del
personal académico, administrativo y técnico era extrema. Las
discusiones no dejaban de ser apasionantes, las rectificaciones a ésta
o la otra corriente o postura de pensamiento o escuela pedagógica
constituía el orden del día.
Se disentía con ardor acerca de conceptos y hasta de la pertinencia de
una u otra palabra para definir un aspecto o proceso de la realidad.
Sin embargo, aquella mañana se esperaba que la Dirección General de la
institución se presentara y fuera también lo más brillante de la
inteligencia de la educación peruana en ese momento.
Como cabía esperar, habría de tener una posición coherente, una
trayectoria incuestionable y un compromiso político correcto. Y, sobre
todo, planteamientos pedagógicos de punta, sorprendentes si se quiere,
como cabía alentar en los nuevos tiempos para afrontar los retos del
presente y del futuro en torno no solo a uno sino a todos los asuntos
concernientes al quehacer educativo.
3.
Hizo uso de la palabra
Habían ocurrido cambios sorpresivos producto de un terremoto político
que sacudió toda la estructura del Estado. Esto producía aún mayor
perspicacia.
El día lunes se anunció una concentración de trabajadores en la
explanada más amplia del local institucional.
En ella se presentaría el nuevo Director General con su equipo de
flamantes directores de los órganos de línea.
La curiosidad era grande. Felizmente, con exactitud, a la hora en punto
anunciada, se hicieron presentes las nuevas autoridades.
Apareció el recién nombrado Director General: un hombre delgado,
pulcro, con una sonrisa atenta y ojos chispeantes detrás de unos lentes
de vidrio blanco.
Leída la Resolución de su nombramiento y luego del protocolo de su
presentación el nuevo Director General hizo uso de la palabra.
–
Queridos trabajadores –dijo–. ¡Sé de su valía! y vengo a unirme a
ustedes para poner mi contribución ayudando a elevar la calidad de la
educación en nuestro país. Quiero decirles en primer lugar que mi
despacho siempre estará abierto a todo aquel que tenga una inquietud,
un proyecto, un problema o un asunto por resolver.
“Ayer domingo y anteayer sábado ya he estado trabajando en mi nueva
oficina en éste nuestro local, a fin de conocerlo mientras ustedes
descansaban en el fin de semana con toda justicia y toda razón.
“Hay dos aspectos que me han llamado la atención en esta sede que es
de ustedes y ahora también la siento mía.
“En
primer término quiero decirles con sinceridad: me ha dolido la
asquerosidad de los servicios higiénicos. No es concebible en una
institución de maestros y para maestros.
“En segundo lugar, las paredes están lastimosamente sucias.
“Y, en tercer término, me ha sorprendido el amplio espacio lleno de
polvo y de hierba y de tierra sin cultivar.”
– “¿Qué enseñamos si los baños y servicios higiénicos son
inmundicias? ¿Qué belleza si los muros son pintas y mugre indigno? ¿Qué
educación si los caminos a las escuelas y los campos son basurales?
“Por eso vamos a empezar entonces con tres asuntos que me parecen de
la mayor importancia:
“Uno. Mejorar y mantener limpios los servicios higiénicos, porque no
es posible que estén en las condiciones en que están. Vamos a comprar
y poner espejos en cada uno de ellos. Y cuidar para que siempre estén
limpios. Vamos a poner jabones y el papel higiénico que ustedes, como
los maestros que nos visitan, se merecen.”
– “Vamos a pintar el exterior de los pabellones y el interior de las
oficinas con colores primorosos y cuidar su permanente conservación y
estado de limpieza.
“En los espacios vacíos, donde no hay construcción ni cemento
sembrado, y en donde ahora hay polvo vamos a aprovecharlo haciendo
jardines y huertos para beneficio de ustedes mismos. Ya he dispuesto
para que su cuidado sea atribuido a cada unidad orgánica cercana a
dichos campos.
“Y vamos a formar un coro de trabajadores, tanto de aquellos que
cumplen labores académicas como de quienes desempeñan labores
administrativas. Para ello he pedido la colaboración de un hombre
entendido en esta materia como es el profesor Manuel Cuadros Bar, a
quien he invitado, está aquí presente y tengo el gusto y honor de
presentarlo ante ustedes.”
Luego siguió dando orientaciones, normas, indicaciones y detalles sobre
cada uno de esos tres puntos.
Enseñó a cómo usar un lavatorio, un urinario y un excusado. Enseñó
a cómo lavarse las manos después de cada acto que se llevara a cabo en
los servicios. Es decir, enseñó primero a ser limpios.
La mayoría de especialistas y expertos de la educación que esperaban
un discurso ideológico, doctrinario y conceptual. Y, sobre todo, de
consignas, lleno de planteamientos arduos y complejos, teníamos la boca
abierta.
Ese director no era un maestro de profesión. Tampoco era un profesional
de las humanidades ni las artes.
Era un militar del Ejército del Perú: el General de División, cuzqueño
de nacimiento, don Marco Fernández Baca.
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