Mirando hacia arriba, hacia la cumbre de aquel promontorio, casi
encima nuestro, y mirado desde el camino, resplandece en el risco un
retazo de verde translúcido, parejo e intenso.
¡Es un sembrío de alverjas!
Es una gota de pasión, una lengua de luz entre los abrojos.
Una fuente cristalina en vertical suspendida sobre los abismos.
Está en plena ladera. ¡Qué digo ladera! ¡En una pendiente
escarpada!, casi a plomada, entre rocas abruptas y alturas de
espanto y de miedo.
Es un pedazo de tierra sembrada que se distingue también desde esta
ventana, en esta casa en la curva del camino donde acampamos.
2. ¿Quién puede subir allí?
Desde aquella cima fulgura el verdor del sembrío hacia la redondez
de toda la comarca.
Y allí florece. En lo alto de los farallones.
No sé cómo hará el hombre o la familia que lo cultiva para haber
hecho los surcos.
No sé cómo hará para dejar caer la semilla y para hacer el deshierbe
y el aporque.
O para regarle agua los días de estío.
Y después cómo recogerá el fruto en sus vainas de jaspe, sin caerse
al barranco.
Porque, ¿quién puede subir allí y permanecer sujeto en ese
precipicio?
3. Cascadas y torbellinos
¿Quién puede hacer un remiendo de verde al borde de un peñasco?
¿Y sembrar entre las zarzas silvestres de una laja cortada casi a
plomada?
¡Sólo ustedes, padres míos, campesinos de mi aldea!
Forjadores de la altura, la transparencia y el vértigo.
Talladores de lo que es límpido, puro y absoluto.
Dueños impertérritos del coraje y del valor.
Donde mujer y marido llevan envuelto al hijo tierno y le hacen su
cuna en esas alturas.
En algún recodo delgado del ventarrón que muge bravío pero que sabe
lo que no debe arrastrar a las hondas cañadas por donde se precipita
el río entre cascadas y torbellinos.
4. El verde fuerte de los sembríos
Porque la tierra ofrece sus dones, pero el valor del hombre agrega a
su inmensidad el heroísmo del construir cotidiano.
De allí que pronto la neblina de la alborada se va destejiendo. Y
llega, subiendo de la hondonada.
Ya se desmadeja por entre los árboles.
Ya se desmaya agarrándose sutil de las paredes.
Ya se deja caer, rodando en ovillos de lana por el suelo.
Semeja la pelusa de un durazno en flor. O el vello tierno en el
cuello de una niña el día de su primer baile.
Es un blanco perla que se deslíe entre el verde fuerte de los
sembríos y el azul añil del cielo.
– ¡Ya está crecido el aviar! –le dice el hombre a la mujer mirando
sus campos florecidos.
– Para mayo será la recogida.
Para mayo también nacerá el hijo que la mujer lleva en las entrañas.
¡Es la tierra donde han brotado las espigas!
Hay un mecerse acompasado de tallo con tallo.
Y un susurro al rozarse de una hoja con la otra hoja, bajo el ulular
del viento.
¡Y así como del piido de la avecilla insurge el pasmo de la
creación, así del sueño, del brazo y el pundonor de los hombres
florecen los campos cada día!
¡Así gestan la vida, padres míos, hacedores míos, campesinos de mi
aldea!
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