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1 de septiembre |
Profesor de sollozo –he dicho a un árbol– palo de azogue, tilo rumoreante... César Vallejo |
1. El árbol y las aves Si algo conozco de jilgueros, gorriones, picaflores y torcazas es porque tuve en mi infancia un árbol que era un amigo, un confidente y hasta un protector, a donde subía a compartir alegrías, confiarle penas y formularle preguntas. ¡Era una casuarina! Subido a ella permanecía horas admirando la vida y milagros de las aves y de todo ser que transitara por sus ramajes sin tiempo: orugas, mariposas, abejorros; pero también contemplando iridiscencias fugaces, panales de mieles y nidos estupefactos. Allí también, el balancearse rumoroso de las hojas, la cadencia de la vida recóndita, los aromas que emana la tierra y el perfume que exhala cada flor. Allí el oír, desde su copa, la conversación o el habla de la gente, que es muy distinto a escucharla desde tierra. Allí cada perspectiva del campo, de cerca y en lontananza. Allí los cambios de tonos y formas de los arreboles en el cielo. 2. Creció robusto e indómito Ese árbol lo plantaron mis padres en Urupamba, a tres cuartos de hora de camino, en la parte alta de Santiago de Chuco, al lado de una casa de campo que son terrenos de mi tía Carmen. Y lo sembraron allí porque mis padres, recién casados, no tenían ni un metro de tierra dónde caerse muertos. Ni lo tuvieron después tampoco. Pero sí nos concibieron a nosotros, sus hijos, que en realidad somos gajos de tierra temblorosa. Cuando niño yo iba frecuentemente a ese sitio, donde se erigía la casuarina en medio de aquel campo fragante y al costado de la cabaña que se adormilaba a la sombra de aquel árbol, orgulloso y raro en ese paisaje silvestre. Lo adopté como mío mucho antes de que yo pudiera entender la historia que ese árbol representaba. Y de cómo mis padres se hicieron de esa planta. Y de cómo la sembraron allí donde creció robusta e indómita para que yo en ella me albergara. Ahora simboliza para mí una tierna historia de amor, cual es el cariño que mis padres se profesaron. 3. Formulada la petición Porque los hechos ocurrieron así: Mi madre era una niña preciosa e hija de una de las familias más ricas del pueblo. En cambio don Pascual Danilo, mi padre, era un muchacho humilde, tímido y formal. Y con mucha inclinación y arraigo hacia todo lo campesino; hermano mayor de una familia numerosa cuyo padre había muerto. Era un ser noble, correcto y límpido. Respetuoso hasta de que una araña se descuelgue en el aire sin él poder matarla. ¡Ingenuo, el pobre! Cuando se atrevió a pedir la mano de la niña que tanto lo seguía con la mirada, fue una tremenda concesión sólo el hecho de que mi abuelo Benigno Rojas lo recibiera. Hasta ahí llegó y no pudo ir más allá el ruego que le hiciera a ese señor ufano su hija predilecta y consentida, porque además de linda era valerosa. Formulada la petición en la entrevista que le concedió mi abuelo que no paraba de preguntarse cómo se atrevía ese guiñapo a pedir la mano de su joya, le preguntó al que sería después mi padre si se había dado cuenta cómo vivía la señorita con la cual él pretendía casarse. A lo que el inocente muchacho respondió que sí. Ahí vino entonces la pregunta categórica: ¿Iba a poder darle la misma condición social e igual situación económica? 4. Fugarse con él Le requirió que mi padre le expusiera cuáles eran sus ingresos y recursos económicos. El colmo de sincero el pobre empezó a hacerlo. Porque, ¡cándida es la gente de alma campesina y no se da cuenta a veces el ridículo que hacen ante los señores! Allí mi abuelo, que dos veces fue alcalde de la ciudad, montó en cólera ya enojado. Se paró y le dijo: – ¡Hágame el favor de retirarse y nunca vuelva a pisar esa casa! Mi padre cumplió eso hasta morir. Y lo amenazó con recluirlo en un asilo de locos o mendigos, si se atrevía a seguir mirando a la niña de sus ojos, quien, bañada en lágrimas no sabía cómo decirle a su padre adorado que ella amaba a ese muchacho, inerme e indefenso en lo que su padre le exigía. Después de esta conversación mi futuro padre trató de convencer a esa flor rozagante que se olvidara de él, a fin de ser feliz y hacer dichoso a su padre y a toda su familia. Aunque prometió nunca dejar de amarla. Ahí vino la decisión terrible de esa niña, cual fue rechazar de plano la sugerencia. Y al contrario, resolvió abandonar su casa donde todo lo tenía y fugarse con él que no tenía nada, salvo la devoción que a ella le profesaba. Este hecho significó para mi madre ser desheredada. Y marginada de por vida de su casa paterna. De lo contrario yo firmaría como Sánchez Rojas, como era el apellido de mi orgulloso abuelo. 5. Dos pajarracos en Trujillo Y lo siguió, fuera él a donde fuera. En Trujillo ella, que bastaba que se antojara algo para que lo tuviera, incluso tuvo que lavar ropa ajena para ayudar a mi padre en los estudios, a fin de ser Preceptor Rural de Educación, con lo cual reafirmaban que no les había amedrentado la condena de no tener recursos económicos sino que, eligiendo mi progenitor ser maestro, sellaba ese destino y vocación de pobreza para siempre. Y esa condición se mantuvo hasta el final de su vida, en la cual no acumuló ni pretendió jamás ningún bien material. – Aprendí a comer camotes –dice mi madre– que antes los botaban y nadie los comía. ¡Ahora sí se sirve hasta en los platos de lujo! ¡Y son ricos! –Refiere, resistiéndose y a punto de llorar. Y más bien haciendo la mueca de querer sonreír, para disimular. Los dos pajarracos en Trujillo salían a matar el hambre paso a paso, cogidos de la mano por la Placita del Recreo, de inmensos ficus y confiterías luminosas bajo toldos multicolores, que mostraban helados y productos apetitosos que ellos no podían probar. Ella siempre preciosa, aunque ahora era leve y pálida cuando había sido rolliza y sonrosada. Ambos como dos provincianos desubicados y tímidos. Daban vueltas y vueltas sin poder probar bocado en la ciudad colonial, de casonas solariegas y finamente iluminadas, de balcones enrejados. Y carrozas relucientes que pasaban llevando dentro gente atildada y de abolengo. 6. Corrió la ruleta Mirándose a los ojos y observando los juegos y tío-vivos, llegaron hasta una tómbola ubicada en la placita de El Recreo, donde se rifaban variedad de artefactos y otros cachivaches. Todo ocurrió tan rápido que mi padre, sin saber cómo ni por qué ya tenía entre los dedos un boleto que el animador avispado, criollo y zamarro, dejaba en las manos de los distraídos caminantes que se acercaban. – ¡Nunca tengo suerte en rifas! –Se disculpó quien sería mi futuro papá ante la jovencita candorosa, quien después sería mi mamá, a quien él nunca dejó de tratar como una princesa nacida en cuna de oro. – ¡Yo nunca he ganado nada en sorteos! –le volvió a repetir a ella tratando de devolver el papelito. Pero al verla a su lado tan inocente, ilusionada y bella, por deferencia le preguntó: –¿Tú, quieres apostar? – ¡A ver! ¡Sí! –le dijo ella echándose a sus hombros, sonriente y cogiendo el boleto. Y añadió enternecida– ¡Todo por nuestro amor! Y mi padre tuvo que alcanzar las únicas monedas que tenía. Y que eran para el pan de esa noche y los camotes de los días venideros. Corrió la ruleta. Y se fue deteniendo poco a poco hasta dar con el número que justo era el que tenía en la mano la princesa de los cuentos, ¡y mi futura mamá! 7. Se ganaron una plantita – ¡Suerte! ¡Suerte! Vean cómo a esta linda parejita, ¡señores y señoras!, les sonríe la suerte, –gritaba sensacional y a todo pulmón el vendedor o rifero. Ellos se alegraron. ¡Saltaba mi madre! ¡Por fin les sonreía el destino y no todo sería sacrificio y privaciones para ellos! Ahora la suerte, hasta entonces de rostro adusto e implacable con ellos, les hacía por lo menos un guiño dulce. – ¡Ya ves! –le decía–. ¡Vamos a ser felices! Y tiene que llegarnos la suerte. ¿Qué se habrían ganado? ¿Una plancha para desajar los vestidos? ¿Una lámpara para alumbrarse en la oscuridad? ¿Una pequeña cocina? Ellos no sabían lo que se había puesto en juego. – ¿Qué es? ¿Qué es? –preguntaban con ansiedad. ¡Se habían ganado una plantita, chiquita y enjuta como un pollito! Como ellos, desolada en la infinitud del universo. ¡Qué decepción, en esos días de hambre, frío y desamparo! Se sonrieron por compromiso y siguieron caminando ya con la bolsita húmeda y acunada en los brazos de la que sería mi mamá. Pero cada uno pensando en la ironía del destino: ¡No tenían casa donde vivir, ni luz en el cuarto, ni agua corriente, que había que traerla del caño de enfrente! ¡Nada! 8. Aún vivía Y ahora se les agregaba un ser todavía más débil y tenue, que ella cansada después de caminar varias cuadras apretaba contra su vientre. – No lloré por orgullo y por el cariño que le tenía a tu papá. –Se seca primero unas lágrimas mi madre. Pero después ya sin poder contener su llanto, solloza. – ¿Qué hago con ella? –le preguntó humilde, al verlo a él cabizbajo y meditabundo. – Si quieres déjala por ahí, –le respondió él, más confundido que seguro de lo que decía. Pero, más por vacilación que por creer que hacía bien, mi madre no pudo deshacerse de ella. Tres meses duraron los cursos vacacionales, tiempo en el cual mi madre cuidó de la plantita en la habitación fría y oscura del colegio adonde habían conseguido posada por estar estudiando para maestro. Cuando tuvieron que regresar ese palito con dos hojitas ¡aún vivía en su bolsita!, sin haber desarrollado un milímetro, seguro por recato. Ni decrecido, quizá por cautela. Y fue lo único que en el maletín temblequeante, que ellos sostenían en sus brazos como equipaje, trajeron a Santiago de Chuco. 9. Por su tronco sonoro La sembraron en Urupamba, al lado de una cabaña de campo perteneciente a mi tía Carmen, hermana de mi padre, a donde nosotros frecuentemente íbamos. Allí creció, al principio titubeante e indecisa, porque era rara entre todas las plantas de la comarca, en donde reinaban altivos alisos, robles centenarios, eucaliptos ariscos, fresnos primorosos y señoriales jacarandás. Pero después la plantita tomó confianza y creció indetenible, tanto que superó en altura a los árboles más soberbios y ufanos que la miraban extrañados. Eso sí, tengo que decirlo, creció un poco torcida y ladeada hacia el techo de la cabaña, como queriendo protegerla, cubriéndola con su sombra y sus exhalaciones de cariño. Cuando yo era niño, ni bien cruzaba la tranquera, por donde se desbordaba una acequia, donde había una poza casi siempre cubierta por las hojas amarillas que caían de los árboles y crecía un manzano de tronco robusto, iba yo tirando la alforja, la gorra, el saco y cuanto me dificultara en los brazos, para treparme a la casuarina por su tronco sonoro hasta sus ramas altas. 10. Tierna historia de amor Allí se posaban todas las aves que hay en el universo, y a toda hora: sea en las mañanas, en las tardes o en las noches asombradas. Allí yo espiaba los nidos de gorriones bulliciosos: las santas rositas azuladas, las cuculíes que nos enternecían con sus trinos y zureos. Bajo su sombra protectora, ya a oscuras, llegaban hasta sus ramas las lechuzas y el tuco temible, que donde se pose la gente lo corre y espanta a pedradas. Para nosotros, por el hecho de guarecerse en nuestra casuarina, dejaba de ser un anuncio de malagüero. Y, al contrario, nos daba confianza, porque era tener al malvado pero de aliado y consejero: – Tucúuu, tucúuu, tucúuu, –arrullaba por las noches con su canto nuestro sueño. Ahora, cada vez que distingo de cerca o a lo lejos una casuarina, evoco aquella de mi infancia. Y la tierna historia de amor que por siempre se depararon mis padres.
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