En esta ocasión en que se rinde homenaje y se reflexiona sobre la
familia, quiero evocar a un miembro de mi hogar de infancia.
Así cómo he evocado a mi madre esta vez evocaré a mi padre queriendo
rescatar así el rol del varón en la familia.
Rol no siempre resaltado y muchas veces ni siquiera asumido por el género
masculino.
Y quiero hacerlo en tres facetas que son descripción y a la vez símbolos
del hogar en el mundo en que yo nací: el fuego, la leña y el nido.
Hay actos, tareas o faenas que una persona realiza y que lo signan,
definen e identifican.
El fuego, la leña y el nido serían el emblema de mi padre dentro del
hogar, desde mi mirada de niño.
Como en su escuela sería enseñar a los niños a cantar en el patio
las canciones más hermosas del mundo, así cómo a organizar la banda
de guerra.
Hacía con sus integrantes hasta la curtiembre de los cueros. Los enseñaba
en embocar la bocina y a soplar “sin que se les caigan las
orejas”, les decía.
Y ya en el desfile su grito y consigna cuando pasaba desfilando la
escuela 271 era: “¡Rompan los taroles!”.
Y se paseaba de atrás hacia delante y viceversa desfilando junto a
ellos, animándolos a poner todo el fragor de una batalla al paso de
los vencedores.
– ¡Rompan las tarolas, muchachos!
Y si después del desfile paso marcial habían varias tarolas rotas
era porque habían puesto todo su coraje en tocarlas.
Pero dentro de la casa su cuidado era el fogón, la leña que sirve para
encender y avivar el fuego y el nido de las gallinas.
De allí que cuando Elvira, su esposa y mi madre, le pedía ayuda,
porque algo se demoraba en hervir, era como solicitar la intervención
de quien era omnipotente en esos menesteres.
Entonces empezaba mirando la hornilla, removiendo aquí y allá los
carbones, introducía uno o más pedazos de leña precisos.
Y entonces las llamas titubeantes primero detenían su extinción, al
ratito lamían las panzas de las ollas y empezaban luego a crecer
chisporroteando en lo altos.
Eran unas lenguas amarillas, ágiles, robustas y vivas que se alzaban
tanto que lengüeteaban encima del borde de las ollas de barro por donde
espumaban las habas y los choclos.
Era como si quisieran congraciarse con su amo, dueño y señor, rindiéndole
pleitesía.
Pero la afición de mi padre empezaba antes, desde mucho más atrás. Y
era la inclinación y encanto que tenía por la leña.
Un entusiasmo y una emoción muy especial lo embargaban por ella.
Participaba muy de lleno en todas las actividades vinculadas con la
presencia de la leña en la vida cotidiana del hogar.
Él era quien esperaba la leña, mirando desde la ventana donde
trabajaba, cosiendo alguna prenda nuestra.
Y cuando había que adquirir una carga, él mismo salía a apreciarla,
la escogía, la compraba, y comentaba luego de todo ello con nosotros en
la mesa, encontrándole mil característica y sabiendo desde hacía cuántos
días se secaba al sol.
Gustaba cargarla y arreglarla en su sitio, armando un castillo vistoso
que parecía un ramillete de flores en el corredor.
Y, bueno, la tarea que él escogía hacer siempre era rajarla en trozos
delgados para hacer arder el fogón.
Para eso, cogía un hacha y se dedicaba a partirla en pedazos pequeños
a fin de mantener viva la candela.
Cruzaba un leño a modo de cabecera, acomodaba el trozo por rajar,
miraba a su alrededor, como apartando con la vista lo que pudiera correr
peligro de ser golpeado y daba el primer hachazo al pedazo de madera.
Ella se partía dejando una abertura como si quisiera ofrecer la esencia
de su cuerpo o de su entraña recién desflorada.
Pero otras veces, al dar un mal golpe, hacía que la raja salte en el
aire peligrosamente.
En ese caso miraba el filo del hacha, pasaba los dedos por ella como si
le dijese algo y volvía a dejarla caer con más precisión.
Rajar leña era una tarea que él hacía en el callejón, que permanecía
casi siempre desierto, cuyo piso era de tierra y no había peligro
de que un impacto mal dado acabara en una piedra, malogrando el filo del
hacha.
Además, ese lugar permitía concentrarse en los golpes que se daban y,
como era apartado, era difícil que por allí se acercara alguien.
Al terminar, colocaba el hacha en su sitio, ordenaba en un rincón la leña
trozada y recogía hasta las más pequeñitas astillas que se habían
esparcido.
Y la alzaba en los brazos, como si acunara a un niño tierno, sudoroso
por la faena, el cuerpo erguido, la mirada luminosa. Y cruzaba el patio
con el hato contra su pecho. Lo colocaba cerca al fogón como un
conjunto de naipes dispuestos para jugar la gran partida de quemarse
vivas.
Y era su placer y su encanto al otro día encender el fuego.
Para ello hacía una pequeña techumbre horizontal dentro de la
hornilla, separando carbones y ceniza.
Tenía a la mano un tarro de kerosén en donde untaba unas pelotillas de
retazos de tela amarrados con un pabilo.
Lo sumergía y luego levantaba para que cayeran las últimas gotas y lo
colocaba debajo de ese techo de astillas menudas.
Tiraba un fósforo encendido y en el ambiente nublado de la madrugada en
la cocina surgía una llama de oro y de diamantes que era el fuego.
¿Qué cosa más pura y hermosa puede haber en el mundo que contemplar
el centro, los bordes y el infinito interior del fuego desde donde hemos
nacido?
Pero eso no ocurría todos los días, porque él también se ocupaba,
avanzada la noche, en apagar las últimas brasas.
Y
cuidaba que los miles de rubíes prendidos a los carbones, o sueltos ya
de ellos, se durmieran apacibles entre el abrigo protector de las
cenizas.
Para revivir en la mañana, con más ímpetu en la claridad del nuevo día,
a fin de que restañaran luego en el vientre oblongo de las ollas
maternales.
Ahora bien, toda esta actividad no la dedicaba exclusivamente a su hogar
sino también a su escuela, donde era el más entusiasta en preparar el
desayuno del Refectorio, para lo cual había que ir muy temprano al
local del Centro Educativo a encender el fogón, atizarlo y hacer que se
inflamen las llamas como el día en que se creaban las estrellas y los
mares.
Para ello, siempre participaba un grupo de tres o cuatro .alumnos
entusiastas que llegaban hasta su casa cargando costalillos llenos de
panes recién salidos del horno de doña Raquel Aguilar y que, ya en la
escuela, gozaban arrancándole a la leña no sé si notas de júbilo o
feroces refunfuños que ellos celebraban.
La mayoría de niños llegaba a la hora en que el sol ya doraba las
malvas del patio, cuando ya espumaba, hirviendo, la leche en polvo, que
antes se deshacía en baldes y ahora se hinchaba en las inmensas ollas
que, al igual que en su casa, constituía el ámbito donde don Danilo
establecía su señorío, su reino y hasta su imperio inconmensurable.
– Ya puso huevo la "Flor de haba”. –Decía con su pelo
revuelto, su ropa de entre casa y sus ojos de niño.
Lo decía trayendo en la mano la vasija de comida casi acabada que le
daba principalmente a las que eran pollas.
Para eso mi padre tenía una sensibilidad especial, para sopesar la edad
de los animales. Y suponer qué refuerzo vitamínico requerían cada una
de ellas.
Y especialmente estaba pendiente de las gallinas, mucho más cuándo
estaban poniendo huevos y se echaban a empollar.
El cacareo, buscando nido para poner, por parte de cualquiera de ellas,
lo entusiasmaba sobremanera, Y para eso ya le tenía preparada la cama
en algún sitio del terrado, adonde le ayudábamos a hacerla entrar con
movimientos de los brazos como para que lo encontrara.
Sentada allí parecía una reina o una soberana en su trono sideral.
Se enternecía, como un padre con una hija, cuando se levantaban del
nido a tomar agua o a picotear.
Suspendía cualquier labor que estuviera haciendo, sea lo que fuera,
incluso si se tratara de su diario arrobamiento con la mandolina, con
tal de ir a atenderlas en su cacareo, como si fuerana él a quien
llamaran.
Pero lo más seguro es que ya le tema preparado un potaje suculento: maíz
verduras picadas, la parte superior de los choclos. O el último y más
caro de sus potajes que era: cascarones de huevos o huesos que había
molido pacientemente.
Porque según sus cálculos o caprichos, (ahora recién creo que lo
eran, porque he comprobado que no todos tenían fundamentos científicos,
como antes creía a pie juntillas) eran golpes vitamínicos.
¡Y que eran de puro calcio, ideal para dárselo de comer!
Y que según su criterio -así lo sostenía-, las ayudaría a
seguir siendo tan hermosas como ya lucían poniendo huevo tras huevo.
Eso sí, pollas y gallinas parecía que seguían la pauta de su
pensamiento, porque no dejaban ni la arenilla de todos los cascarones de
los huevos que él trituraba pacientemente, moliéndolos hasta hacerlos
como los grumos del azúcar.
Ahora bien, cuando una gallina se echaba a. ovar cuidaba que no camináramos
por ese sitio por ninguna razón del mundo.
Y también que hubiera agua limpia en la poza de piedra.
Y que su nido no fuera invadido por ninguna alimaña.
Para eso, ya había hecho una limpieza basada en trampas para cazar
ratas y hurones y montado una vigilancia estricta y permanente.
Los nidos de las aves era un punto de referencia de por dónde si y por
dónde no podíamos enrumbar nuestros pasos atolondrados.
Y si había que pasar por ahí, por algún motivo ineludible, teníamos
entonces que hacerlo caminando de puntillas y poniéndonos el dedo índice
en los dos labios cerrados de nuestras bocas.
Si la gallina se enfurruñaba, no sé cómo don Danilo inmediatamente lo
sabía, y ponía el grito en el cielo.
¡Ah! pero cuando las yemitas amarillas o negras empezaban a escaparse y
corretear debajo de las alas de las gallinas madres cuando ellas se
demoraban en dejar nidos, logrando empollar los últimos huevos, ahí sí
dejaba que esas maravillas de la creación las posáramos en las palmas
de nuestras manos, traviesas y llenas de heridas, ¡manos gozosas y
también sufridas!
Y allí se quedaban, temblando hasta aceptarnos un beso conmovido en el
cartílago nuevo de sus alas y en sus picos vírgenes
Los pollitos eran de un amarillo sol, de un anaranjado pan, de un azul
oscuro vestido de mujer. O eran de un negro encanto.
La mañana era tenue en el terrado donde había ocurrido ese milagro.
Las voces de la familia se escuchaban al pie, lejanas, tamizadas por lo
que es de otro mundo.
Es la abuela, es la mamá y son los once hermanos que somos nosotros los
hijos, que correteando por el patio, los corredores, la sala, teniendo a
nuestro costado el castillo de leña erigido por papá, el fogón en
donde algo se cocina, pero sin hacer bulla cerca de los terrados en
donde las gallinas empollan sus huevos.
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