1.
Cayéndome y levantándome
Por la ventana del salón de clases, vi que doña Hermelinda, la señora
que nos ayudaba en nuestra casa, entraba corriendo y cruzaba el patio
sin sombrero y sin rebozo.
Llamaron a mi padre a quien le dijo algo que lo hizo salir apurado
dejando solos a sus alumnos, hecho que nunca sucedía, desapareciendo
por el portón de la escuela.
Los alcancé en la primera esquina, preguntando desesperado con los ojos
qué ocurría.
–Tu hermanita ya se muere–, dijo ella.
Sentí que un cuchillo cortaba el aliento de mi pecho y lancé un gemido
que hizo que mi padre volteara.
–¡Cállese! ¡En la calle no se llora!
Después supe que lo dijo para controlar sus propios nervios
Ahogándome corrí tras sus grandes pasos en dirección a la casa.
Cuando llegamos mi madre sollozaba en el cuarto:
–Ya volteó sus ojitos, –dijo hundiendo su cabeza y desahogándose a
gritos entre las manos de mi padre.
–¡Pero aún respira!
–Corre y llama a tu tía Zarela, –ordenó él.
Cayéndome y levantándome corrí las diez cuadras hasta llegar a la
casona donde vivía mi abuela.
–¡Tía, corre! ¡Se muere mi hermanita!
2.
Se persignó y nosotros también
Arrastrando
su chal y jadeando llegó conmigo hasta la casa y luego entramos al
cuarto donde mi madre tenía a mi hermana en sus brazos.
La descubrió. La tomó el pulso y acercó su rostro para oír su
respiración.
Mis hermanos pequeños miraban asustados desde un rincón, con las lágrimas
perladas en sus ojos.
–Tu hija está prácticamente muerta, Danilo. Sólo un milagro hará
que viva.
–Sálvala, Zarela–, la suplicó con un gimoteo.
–Siempre te has negado a dármela sin que te apene verme sola. ¿A quién
crees que le dejaría toda mi fortuna?
– ¡Sálvala, te ruego!
– Si la curo la chiquilla será mía, pues Dios la pone en mis manos.
– Por favor, sánala–, le imploraba mi padre.
–Esta medicina recién ha llegado a la botica. Se llama Estreptopén.
La pondré para bien o mal. Es lo único que podemos hacer para intentar
que viva.
Se persignó y nosotros también.
Corrí
por la botella de ron para desinfectar la hipodérmica donde lavó la
jeringa, introdujo la aguja en el pomo y mezcló el polvo blanco. Las
manos por primera vez le temblaban.
Mi mamá acomodó en sus rodillas a Sofía, bajó sus ropitas y dejó la
nalga descubierta. Cuando la pincharon ni siquiera lloró nuestra
hermanita. La volvieron a arropar y su cabecita quedó tirada hacia atrás,
como si ya no viviera.
–¡Abran las puertas! Ustedes hijitos vayan para afuera. ¡Pobrecitos,
miren cómo están asustados!
Salimos
al corredor y juntando nuestras manos rogamos a Dios que salve a nuestra
pequeña, renunciando para ello a todos nuestros tesoros y juegos;
papeles de celofán, espadas de palo, chapas de botellas..., que los
fuimos a dejar con pasos lentos al pie de la imagen de la Virgen de la
Puerta que teníamos colgada en el dormitorio.
Salió mi padre y me pidió que acompañara a mi tía hasta su casa. Era
una casona que tenía un portón enorme con corredores de arcos, que se
prolongaban en dos patios inmensos. En uno florecían las orquídeas con
flores blancas y coposas; en otro los pilares sostenían macetas de ruda
y azucenas, que nadie apreciaba pues mis tías Zarela y Bertila vivían
solas con mi abuela.
–Se ha quedado dormida y ya respira un poquito tranquila–dijo mi
madre al verme llegar sudoroso. En su rostro titilaba una leve pero recóndita
esperanza.
Por la tarde bajó la fiebre. Al otro día mi hermanita abrió sus
ojitos y pidió mamadera succionando los labios.
La casa se tornó otra vez alegre.
Pronto Sofía estuvo corriendo feliz y alborotando la casa de arriba
para abajo.
A
los pocos días, mi tía Zarela apareció elegantemente vestida. Ella
era dueña de muchas haciendas, tenía graneros repletos, caballos de
paso, sirvientas, pero no tenía hijos.
–Ya saben... – expresó, después de servirse el café.
–He venido a llevarme a mi hijita.
Miré a mi padre esperando el “¡No!” rotundo que siempre le daba
cada vez que pretendía llevarse a uno de nosotros.
–Bueno..., –tosió nervioso–. ¡Dios te la ha dado!
Mi tía emocionada hundió su cabeza en el cuello de mi hermanita, a
quien tenía alzada en su falda, diciendo:
–¡Por fin tendré una hija totalmente mía! ¡Será una reina!
Mi madre miraba enternecida hasta las lágrimas.
Y como la llenaron de caramelos, Sofía hasta se despidió de nosotros
diciéndonos adiós con la manita.
–¡Pobre mi hermana! –se condolió mi madre– no tiene a quién
dedicar su cariño.
Mi papá tenía la mirada perdida.
5.
Es mejor que este viva
Más tarde mi madre nos llamó a la mesa.
Al principio me hice el sordo. Pero pronto me reclamó por mi nombre.
–¡No quiero comer!, –proferí desde el segundo piso.
–Subió sorprendida por la naturaleza y el tono de mi grito.
Cuando
la vi venir me escuché decir:
–¡No te acerques mamá! ¡No quiero que me roces!
–
¿Qué pasa, hijo?
–¡Nada!
¡No quiero que me hables ni me toques!
Trató de abrazarme pero empecé a patalear hasta caerme y quedarme en
el suelo.
–¡Te digo que no quieroooo!
–Llamaré
a tu padre. –Dijo entonces severa.
Mi padre demoró en venir. Cualquier intervención de él era muy grave
y que no daba lugar ni a dudas ni a murmuraciones.
–¿Qué ocurre? –me dijo pausadamente.
–¿Por
qué has permitido que se lleven a mi hermanita? –Le encaré.
–Tu
tía la salvó de morir. –Expresó–. Es mejor que viva a que esté
muerta, ¿no te parece? –Vaciló.
–No
podemos dejar que alguien falte en nuestra casa, –le dije ya llorando
–Bueno,
es un compromiso.
–Es tu compromiso, pero no de todos nosotros.
6.
Encogido sobre mis propios brazos
Jamás
yo había hablado de ese modo a mi padre.
Se llevó la mano a la correa. La jaló con fuerza y empezó a
enrollarla en torno a su mano. Yo me encogí a recibir la peor cueriza
de mi vida, pues nunca le había cuestionado ni menos atrevido a
responderle de ese modo.
Como tardaban en llegar los azotes alcé los ojos y lo vi completamente
abatido. Antes que dijera nada volteó y luego sus pasos resonaron
bajando la escalera. Mis hermanos se acercaron y silenciosamente se
sentaron junto a mí, pegando sus cuerpos al mío, sin decirme nada.
–¡Hijito, vamos a comer!, –suplicó mi madre–. ¡Por favor, te lo
ruego!
–No
podré comer, mamá, –le argüí– Déjame estar sólo, te pido.
Cuando cerré la puerta sentí que las lágrimas me bajaban hirviendo y
empapaban mi pecho. Pronto las luces de la noche se hicieron densas y
encogido sobre mis propios brazos me quedé dormido.
7.
Otra vez se la llevaron
Al
otro día me alisté para ir al colegio, tomé desayuno y me fui a
clases. A mitad de lo mañana el profesor se acercó.
–¿Qué te pasa?, –me dijo-. ¿Estás enfermo? Te estoy llamando y
no reaccionas.
Estaba pensando sólo en mi hermanita. La veía como una de mis tías
ricas, lejos de las enseñanzas y del ejemplo de mis padres.
En el recreo burlé la vigilancia de la puerta y salí corriendo rumbo a
la casa de mi abuela.
Su empleada tenía a Sofía sobre una hermosa alfombra, rodeada de
lindos juguetes en el corredor del primer patio.
Entré, cogí o mi hermana y escapé con ella por las calles empedradas,
hasta llegar y dejarla en su cama adonde le saqué todas mis cosas que a
ella le gustaban.
Con mis hermanos menores tratamos de esconderla para que no se la
llevaran, pero pronto escuchamos golpes en lo puerta de la calle.
Era la muchacha que suplicaba que le devolvieron a la niña de lo
contrario a ella la molerían a palos.
–¿Qué niña?, –preguntaba mi madre.
–La
niña Sofía que me la ha robado su hermano.
–¡Fredy!
¿Has traído a tu hermana?–. Indagó, golpeando la puerta de mi
cuarto.
Sofía al escuchar su voz se puso a llorar y a tenderle las manitas para
que la alce.
Y así llorando otra vez se la llevaron.
Pasaron
siete días durante los cuales mi hermana ya no dormía en la casa.
Yo había arreglado un maletín con la ropa más necesaria y había
hablado con el ayudante de un camión para que me llevara hasta
Trujillo.
Había decidido irme para siempre de mi casa.
Sufría pensando cómo salían a buscarme, arrepintiéndose de lo que
habían hecho. Pero ya estaría muy lejos y nunca más me volverían a
ver.
Me partía el corazón dejar a mis hermanos pequeños y también a mis
padres.
Una noche me desperté hipando y ahogándome en sollozos y mi madre con
sus manos en mi frente calmándome y abrazándome contra su pecho.
El día que tenía planeado irme, intenté por última vez rescatar a mi
hermana. Desde temprano estuve merodeando la casa de mi abuela y tías.
Escondiéndome porque ya tenían aviso que yo podía robarla.
Felizmente conocía bien las puertas y los corredores.
Entré al cuarto qué habían preparado para ella. Era muy temprano y aún
estaba dormida. La alcé en mis brazos y eché e correr, pero al salir
resbalé en la grada de la puerta y caí.
9.
Un nudo en la garganta
Se
me reventaron las rodillas y me sangraban los codos.
Rengueando pude llegar hasta mi casa. Entré por la puerta del zaguán
directo hasta mi cuarto.
Saqué para mi hermana todo lo que había juntado durante esos días;
docenas de caramelos. Bolitas, cajas de todos los colores. Y ahí estaba
conmigo, feliz y contenta.
El resto de mis hermanos dormían.
Pero detrás vino esta vez mi tía. Oí que hablaba con mi madre. Escuché
voces alteradas. Después sentí que llegaba mi padre. Cerré la puerta
porque no quería ya escuchar nada. Mi hermana jugaba feliz conmigo.
Cuando los sentí venir la besé en la mejilla y la abracé despidiéndome
de ella.
Cuando entró mi madre un nudo atroz tenía en la garganta de no poderle
decir de una vez: “¡Adiós!”, “¡Ya me voy!”.
Creí que no resistiría de gritarle que ya me iba para siempre. ¡Que
nunca nos volveríamos a ver!
Al
miramos bajó mi madre sus ojos enrojecidos.
–¡Qué te ha pasado!, –exclamó– ¡Estás sangrando!
–¡No
es nada! –Respondí, ya sin siquiera mirarla.
Quiso acercarse y no la dejé. Alzó a Sofía y salió con su rostro
conturbado por la pena.
Al quedarme solo envolví lo último que había dejado por recoger: la
fotografía de mi familia feliz: mis papás y todos sus hijos, yo al
lado de mi hermano mayor, quien estudiaba en Trujillo, y delante mis
hermanos pequeños.
La puse en el maletín que descolgué con una cuerda por la ventana
hasta unas macetas en la parte posterior de la casa por donde me escaparía.
Adentro escuché que mi madre era quien esta vez hablaba muy enérgica
en su voz con mi tía.
Busqué la forma de salir sin ser visto, pero sentí los pasos de mi
padre. Avanzó y luego se detuvo. Sus ojos, que esperé duros, estaban húmedos
y enrojecidos. Avanzó, alzándome en sus brazos:
–Hijo mío –habló–, tu hermana se quedará con nosotros. Gracias
por haberla devuelto a casa.
Y tendió sus manos hacia mí. Corrí y lo apreté lo más fuerte que
podía.
Y ahí estuve sollozando, hasta quedarme dormido de dicha y de pena en
sus brazos.
|