1.
Cuando el maestro de escuela Danilo Sánchez Gamboa murió, el cortejo fúnebre que acompañó hasta el cementerio era una columna compacta e interminable de alumnos y maestros de todos los centros educativos del pueblo, desfilando en silencio detrás de sus estandartes, que llevaban prendidos en sus astas crespones negros.
Desde Lima fuimos sus once hijos con nuestra madre a enterrarlo, porque nunca quiso dejar su tierra ni nosotros pudimos arrancarlo de su heredad. Se aferró a su lar nativo como las raíces de los robles a las rocas donde crecen.
Nos cuenta la gente que murió tocando su violín en su aula. Quizá por eso, el cortejo fúnebre era de varias cuadras de personas de toda condición que caminaban silenciosas, solemnes y compungidas. Fue en mayo y la naturaleza hacía que el suelo que lo iba a acoger fuera un vergel y un lecho primoroso.
Después de ver que se arrojaba palana tras palana de tierra áspera que caía sobre su cajón reluciente, que fue desapareciendo a nuestra vista, y luego de colocar la cruz sobre el túmulo donde quedaron colgadas las coronas de crepé, las comitivas de personas se fueron retirando; pero yo quise quedarme solo en el panteón.
2.
El crepúsculo era de una belleza sorprendente. Mamá y mis hermanos fueron los últimos en salir y volteaban a cada momento, tratando de esperarme. El cementerio quedó vacío y la tarde moría espléndida perfilando sus amatistas en las cumbres translúcidas de Conra, y sus verdes dorados en los maíces, trigales y alfalfares de Yamanate. Recostado y casi escondido en un viejo muro de piedra, entre nichos y plantas silvestres, se desbordaron libremente mis lágrimas y mi pena se ahogó en sollozos.
Desde ahí veía ya lejos, por el vidrio de mis lágrimas, a mi madre y a mis hermanos, que se habían cansado de llamarme, en su lento caminar de regreso al pueblo. Yo me consolaba mirando el perfil de los cerros y las cumbres lejanas, engarzadas de topacios y zafiros, cuando sentí la presencia de Rosita, mi hermana, que no quiso dejarme solo y había caminado a escondidas, haciendo un rodeo para que no la viera. Se sentó a mi lado en silencio. Estando así los dos sentimos que levemente se rompían unos rastrojos y caían algunas piedrecitas sobre las hojas.
– Mira, ¡mira! –Me dijo susurrando.
Cuando, de repente, vimos que de los muros surgían unas cabecitas y después unos cuerpos que espiaban a uno y otro lado para que nadie los viera. Y empezaron a saltar hacia adentro. Era una parvada de chiquillos desarrapados, humildes, que se podía deducir eran indigentes por la ropa que llevaban puesta; las niñas con faldas rotosas de percala o de franela.
3.
Eran diez, quince, veinte y, al final, como treinta niños y niñas que tenían –¡no lo podía creer!– ¡hatos de flores en las manos! Rosas, geranios, claveles, margaritas y mostazas silvestres, que seguramente habían recogido del campo, y esperaron escondidos la hora en que toda la multitud de gente se fuera para ellos entrar y rendir su devoción y homenaje a quien acababa de ser enterrado.
Era una escena preciosa y conmovedora, como si fuera una bandada de pajarillos montaraces que revoloteaban en torno a la tumba recién abultada por la tierra floja y parda que se había hinchado y hecho un montículo. Esos niños habían esperado escondidos detrás del cementerio, hacia el lado postrero, arisco, escabroso y temible.
Pronto vimos que con sus manos empezaron a revolver la tierra haciendo huecos, acequias, canales, suavizando los terrones de encima y otros escarbando por los costados de la tumba. ¡No eran entonces ramos de flores, sino plantas cargadas de capullos que empezaron a sembrar!, haciendo un cerco y trazando figuras dentro. Y las regaban con el agua que habían traído en botellas y recipientes de plástico.
4.
Me conmovió tanto ver aquello que sentí un infinito consuelo, ya que si era así ¡aquel maestro estaba definitivamente salvado! Y en paz consigo mismo, en el lugar donde él estuviera.
Se esfumó entonces la horrible pena que me afligía de haberlo dejado solo, porque si alguien es capaz de producir esa adhesión sincera, oculta y espontánea de seres tan tiernos, como hombre entonces ha cumplido con un destino superior sobre la faz de la tierra y está salvado.
Sentí, por primera vez, en muchos y prolongados días de pesar, honda y hasta feliz serenidad. Y supe en ese momento que él estaba contento, dos o tres metros más abajo en el piso o arriba, muy lejos, en el firmamento.
En el cielo adonde había viajado, o en el fondo conmovedor de las almas de aquella algarabía de chiquillos que ahí, en ese momento, presenciaba. Se me aclararon entonces los ojos, enjugué mis lágrimas y salí a agradecerles.
– ¡Hola, niños! –Dije, cuando salí.
5.
De inmediato, raudos y fugaces, igual que al principio, se escuchó el mismo ruido de pajas que se quiebran, de piedrecillas que golpean y el aleteo de los gorriones cuando asustados surcan el aire y alzan el vuelo. Y desaparecieron por sobre los muros por donde habían entrado, cual duendecillos huraños de las cercas, los bosques, los ríos y las praderas.
¿Quiénes eran?
No eran alumnos de su escuela, porque todos ellos habían asistido rigurosamente uniformados y los habíamos visto desaparecer de regreso al pueblo, detrás de sus estandartes.
¡No había dura!, eran niños de la calle, aquellos que no van a la escuela porque mendigan, muchos de ellos sin hogares, con quien él sabía congeniar y consolaba cuando los hallaba tristes, donde quiera que los encontrara.
A quienes lo primero que hacía era curarles las heridas. Para eso sus ternos antes de buen corte, y él luciéndolos con la fina estampa que tenía, se fueron abultando en los bolsillos porque allí cargaba sus atavíos de maestro, principalmente tizas de colores, pero igual, allí se podía localizar trompos, pajaritas de arcilla que eran silbatos, y hasta boliches.
6.
Pero también cargaba allí sus implementos para hacer música: su solfeador de notas, su traste para el diapasón de su guitarra, púas de diferentes materiales y colores, cuerdas de distinto grosor y calibre, de la primera a la sexta, para guitarra y mandolina.
Y, sobre todo, cargaba con un botiquín permanente, compuesto de: aseptil rojo, sulfanil, agua oxigenada, algodón, gasas, esparadrapos. Y los utensilios para operar donde quiera que fuera, sobre todo pinzas y tijeras.
Su especialidad era curar verrugas, que son granos ásperos y oscuros que crecen en las manos y brazos de los niños, que todos temen por ser contagiosas.
Él sabía cómo extirparlas, e iniciado el proceso averiguaba dónde vivía o permanecía el niño e iba a buscarlo para culminar el tratamiento.
Son los gorriones asustadizos que hace un momento han escapado y estuvieron antes esperado que todos se fueran, para entrar por el cerco de piedras, las mujercitas portando recipientes y botellas con agua para hacer el jardín que aquí han dejado como un paraíso multicolor de flores.
7.
Son ellos. Porque no hace mucho visitó a mi hermano Juvenal, en el Hospital de Neoplásicas, donde él es médico, un señor que le habló de este modo:
– Usted no me conoce, doctor, pero soy Mardonio de Santiago de Chuco. Yo recuerdo mucho a su papacito. Le voy a contar algo, que usted no conoce. Yo era un niño pobre y un día su papacito me vio por la calle caminando sobre las piedras, sin zapatos. Me cogió de la mano, hizo que me siente en la vereda, me limpió los pies con una toallita que llevaba, me hizo entrar a la tienda del señor Quezada y me compró los primeros zapatos que yo usé en mi vida. Fíjese, los compró fiados, porque plata no tenía, pero sí un corazón de oro, o de diamante. Porque ustedes, ¿cuántos son?
– Once hermanos.
– ¡Ya ve! No le sobraba la plata, para criar a once con el sueldo de un maestro. ¡Pero es que a él jamás se le vio tomando un vaso de cerveza! Esos zapatos los amiguitos de la calle quisieron quitármelos y yo me puse a llorar. Me dijeron: ¡A ver entonces dinos: cómo es que te los has robado! Y yo dije la verdad: ¡Me los ha comprado el maestro Danilo! Cuando dije eso todos callaron. Y dejaron de fastidiarme. Y respetaron mis zapatos.
8.
¡Era entonces esa parvada de niños!
Pero no solo tenía ese cariño con los niños de su pueblo, Santiago de Chuco; sino con los niños en general. Sea de este o los otros confines, como lo prueba el siguiente hecho que ocurrió en Trujillo:
Iba en un ómnibus urbano con su hermano Baltazar, sargento de la Guardia Civil, al matrimonio de una familia muy distinguida. Llegados al lugar y poniéndose de pie su hermano le dice:
Aquí bajamos. ¡Danilo, aquí bajamos! Yo paso y después te alcanzo. ¡Pero cómo, si no conoces el lugar! ¡Oiga chofer, espere! ¡Danilo, baja! No te preocupes por mí. Yo te alcanzo. ¿Pero, conoces? No te preocupes. Yo sigo, después te cuento.
Su hermano se bajó pero se quedó muy intrigado e inquieto, pensando qué raro comportamiento el de su hermano quien, como era de esperar, no llegó a la ceremonia, ni a la fiesta tan sonada.
Al otro día fue a verlo, preocupado de que quizá esté enfermo o algo lo aqueje.
9.
Sin embargo, lo encontró bien. Entonces le preguntó: ¿Oye, tenías tu guardadito, no? ¿Quién es, ah? ¡Nada de eso, hermano! ¿Entonces, por qué no bajaste, ah? Es que el niño que iba a mi lado se había quedado dormido sobre mi brazo.
¿Y qué? ¿Quién era, ah? ¿Algún conocido? No. Era un niño lustrabotas, de la calle, que subió en la ruta, con su cajita, ¿no lo viste que se sentó a mi lado? Y se quedó dormido. ¿Y qué, no podías botarlo a un lado? ¡No! ¡El sueño de un niño es sagrado!
Por eso, son ellos los que han venido y han sembrado su tumba de flores.
Son los niños pobres del mundo, en harapos, pero llenos de amor bondadoso cultivado en su corazón. Y que es lo que finalmente salvará al mundo.
Porque solo quien tenga y ofrezca amor bondadoso, es quien puede alzarse como senda y camino.
Porque se puede ser inteligente, pero no alcanzaremos con ello a ser camino ni horizonte.
Porque podemos ser valerosos, pero con ello no alcanzaremos a ser ruta ni destino.
Porque podemos ser justos, pero con ello no podremos salvar ni redimir al hombre.
10.
Pero que sí lo logra y hace posible el amor bondadoso. Porque: |