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8 de septiembre |
1. Aprender a leer – ¿Y por qué tengo que ir yo a la escuela? –Dice Manuel con las mandíbulas apretadas y bajando las lajas del camino a pasos bruscos. Estaba enojado. Pero su padre sabía o no se sentía capaz de explicarle exactamente por qué razón había decidido hacer el tremendo esfuerzo de matricularlo este año para seguir estudios en la escuela del caserío, a él a quien tanto necesitaba en la casa y en el campo. – Aprenderás a leer y ya no tendremos la vergüenza de mirar las cartas y los avisos sin saber lo que dicen. O tener que caminar hasta la casa de la maestra y estarla molestando para que nos lea cualquier indicación. – ¡A mí nadie me va a escribir! – Aprenderás a contar. Ya no con los dedos o juntando piedras, habas, maíces o alverjas, sino con los números en los papeles. El niño ya no respondió. 2. Era su vicuña Pensaba para sus adentros: ¡Tantos años que vivimos y lo hemos pasado bien sin conocer letras ni números en los papeles! ¡Eso lo necesitarán los que viven en las ciudades, pero nosotros siempre viviremos en el campo! Pero a Manuel le pesaba el bulto que cargaba entre sus brazos. Era su vicuña, con la que prácticamente había nacido y se había criado. Y que, de un momento a otro, estuvo tirada en el suelo de la entrada de su casa, temblando como si le hubiera dado la terciana. El padre sabía que más que el fastidio de ir ese día a la escuela, lo que verdaderamente acongojaba a su hijo era la pena de ver postrada así a su querida vicuña. – Aprenderás a saber qué le pasa a tu vicuña. 3. Ya no escuchaba – ¿Y dónde va a estar escrito qué le pasa a mi vicuña? – ¡En los libros! Allí está todo escrito! También: cómo hacer una casa, cómo hacer los nidos a los pollos, cómo curar las heridas a las vacas. – ¡Todo esto qué dices ya sé cómo se hace! –Respondía de cuando en cuando. – Aprenderás a leer la partida que hay en el registro. Pero al padre le pareció que su hijo ya no escuchaba nada de lo último que estaba diciendo. La vicuña que iba en sus brazos, hacía un buen rato que había cerrado sus ojos y ya no los abría. Manuel tenía el corazón oprimido de angustia. – Aprenderás a no tener miedo cuando viajes. Sabrás hablar sin ocultar tu cara de vergüenza. Contigo serán buenos y amables cuantos te traten. 4. Siempre en silencio Desde que dijo esto hasta cuando llegaron al pueblo no volvieron a cruzar palabra, cada uno abstraído en sus propios pensamientos. – Primero vamos a la Posta Veterinaria. Ojalá puedan salvar a la Rosacha, tu mascota. –Dijo el padre. – Ya ni se mueve, –dijo el niño con la voz quebrada. Y allá fueron. Los recibió un hombre atento que al ver al animalito tendido sobre una mesa, pareció adivinar lo que tenía, pese a que aún ni lo había examinado. Siempre en silencio, trajo unos aparatos con los cuales miró los dos ojos del animal, abriéndolos con sus dedos. Luego miró el interior de su boca, abriéndola con una paleta que luego tiró al basurero. Le tomó la temperatura y el pulso. Y luego, extrayendo una jeringa le aplicó una inyección. – Vienes en la tarde, a ver cómo anda tu consentida. –Le dijo el médico cariñosamente. 5. En sus ojos brillantes El niño en la tarde no encontró a su vicuña en la tarima del rincón donde la había dejado acostada y casi muerta sobre una lona. Y se asustó. Miró desesperado y no la encontró por ningún lado. Preguntó por el doctor y entró al consultorio en donde él estaba quien lo miró curioso y con semblante apacible. – ¿Qué pasó con mi vicuña, doctor? – Mira, allí está. –Le dijo. Y le indicó que mirara por la ventana. La vicuña retozaba en el patio interior triscando la yerba que allí había. Manuel corrió a abrazarla. En sus ojos brillantes vio la alegría que ella sentía de volverlo a ver y le movió las orejas. Manuel la tuvo un momento tiernamente entre sus brazos, juntando su cara con la cara tibia del animalito. – Me has asustado Rosacha pensando que te podías morir. – Ya puedes llevarla –le dijo el médico–. En unas horas ya estará corriendo por el campo, tanto que no podrás alcanzarla. 6. Por eso – ¡Gracias, doctor! ¡Muchas gracias! –Dijo el padre. – Gracias, doctor. –Dijo Manuel. – No hay de qué. Siempre estaré para ayudarte. Para eso estamos aquí. – Y, ¿dónde doctor aprendió a curar y revivirlas después de estar casi muertas?, –le preguntó lleno de admiración el niño al hombre vestido de blanco. – Ah. ¡En la escuela, primero aprendiendo a leer y después escuchando y aprendiendo de los profesores en las aulas y estudiando en los libros! –le contestó el doctor. Por eso, ahora Manuel cada mañana corre por el sendero de lajas camino a la escuela. Y regresa a su casa cantando y celebrando todo lo que ese día ha aprendido. Y lee en su casa en donde tiene un estante lleno de libros que cada día va llenando más. Y hasta en el campo no encuentra mejor distracción que leer bajo la sombra de los árboles, o a la orilla de las acequias por donde se desliza el agua rumoreante. 7. Sobre el verde de los campos Ya está en el colegio secundario y hoy le tocó hacer el camino de regreso junto a su primo Iván y a su prima Olindacha. Ya al atardecer, de pie en lo más alto de la colina, antes de echarse a correr para llegar a sus casas esparcidas en el valle, con el humo azul saliendo de entre las tejas rojas, se preguntan: – Y tú, Manuel, ¿qué vas a estudiar al terminar el colegio? – Veterinaria, desde niño lo he pensado. Quiero poblar estos campos, ahora vacíos, de vicuñas, alpacas, guanacos. ¡De majadas de vacas, ovejas y llamas que se extiendan por la pradera! Quiero hacerles sus rediles, sus estanques, sus bañaderos. Y yo enseñaré a la gente a cómo criarlos. – ¡Sí! – Todo lucirá blanco o marrón por el vellón de los rebaños sobre el verde de los campos. Y entonces nuestra gente será feliz: niños, madres y padres. Y serán prósperos y habrá paz y bienestar entre nuestros seres queridos. 8. ¿Qué serás entonces? – Y tú Iván, ¿qué serás? – Yo estudiaré ingeniería eléctrica. Pondré luz a todos estos pueblos, caseríos y anexos, donde viven personas que tienen sus casas y ahora se sienten oprimidos por la oscuridad. Quiero que aquí todo por las noches esté iluminado. Que aquellos pueblos de enfrente y estas casas cercanas tengan todas las comodidades que da la electricidad. Que en el invierno haya abrigo y claridad. – ¿Lindo, no? – No habrá casa de esta comarca en donde no se encienda la luz artificial. Así, todos podrán estudiar. Las calles lucirán animadas porque hay tiendas, farmacias y restaurantes. Y todos viviremos felices poblando las llanuras, las quebradas, las faldas de los cerros, sin tener que emigrar ni dejar jamás nuestros pueblos. – Y ahora tú, Olindacha, ¿qué serás pronto? – ¡Sí, dinos Olinda!, ¿qué serás? Eres la niña más inteligente, con notas de excelencia y la mejor del colegio, ¿qué serás entonces? 9. Alegría – ¡Sí, tú, la niña maravilla! Seguro serás médico, abogado, economista, empresaria. ¡Dinos!, ¿qué serás tú? – Yo seré maestra de escuela. – ¿Qué? – ¡Sí, maestra! Porque: ¿de qué vale tanta riqueza de ganado, de granjas, de agricultura, de producción minera, pesquera, artesanal, si no hay valores, principios ni virtudes? ¿De qué vale tanta electricidad si no orientamos nuestra vida por el bien, la verdad, la belleza? ¿De qué vale tanto dinero sino somos solidarios, fraternos, personas que se conduelen de los demás? ¡No valdría de nada! ¿De qué vale si no cultivamos lo que es ser verdaderos seres humanos? ¿Sin maestros que enseñen a los niños a adoptar la lectura como una práctica permanente para sus vidas? ¿De qué vale todo si no hay identificación con nuestro pueblo? – Por eso, yo seré maestra para integrar la escuela a la comunidad y la comunidad a la escuela, enseñando a los niños a arborizar los campos, a limpiar los caminos, a reconocer lo que somos y valemos. 10. Esa es la idea – Y en verdad esa es la labor de un maestro. – Que todo sea límpido y sincero. Y eso atraerá el turismo. Que nuestras fiestas sean de alegría sana. Que nuestra música, las danza, lo que cocinan nuestras madres se aprecie. Que nuestro pueblo sea grato y bello. Que tengamos servicios higiénicos dignos y sepamos usarlos. Que se aprecien sus tejados, sus balcones, sus piedras. Que seamos laboriosos, honrados y verdaderos. Y pasaré diciendo: José: ¡pintemos nuestras casas, pongamos lindos nuestros balcones, nuestras puertas! María: pongamos maceteros en las ventanas. ¡Limpiemos las acequias y albañales. – ¡Olinda tiene mucha razón! – ¡Bravo, Olindacha! Que ya no podré matricularme en tu aula! – Para eso tendrías que volver a ser niño. O ¿tú que dices Olindacha? – Que Manuel ya no podrá ser mi alumno. Pero de lo que se trata es de volver a ser niños. Esa es la idea. Ese es el verdadero ideal de una sociedad auténtica y verdadera. |
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