Instituto del Libro y la
Lectura del Perú Pliegos de lectura para el hogar |
1 de septiembre en el Perú: Día del árbol |
El árbol de mi infancia |
Profesor de sollozo
–he dicho a un árbol–
1.
El árbol y las aves de la infancia
Si algo conozco de
jilgueros, gorriones y picaflores es porque tuve en mi infancia un árbol
que era un amigo, un confidente y hasta un protector a donde subía a
compartir alegrías, confiarle penas y formularle preguntas.
¡Era una casuarina! Subido a ella permanecía horas admirando vida y milagros de aves y de todo ser que transitara por sus ramajes: orugas, mariposas, abejorros; pero también contemplando iridiscencias fugaces, panales de mieles y nidos estupefactos. Allí el balancearse de las hojas, el rumor de la vida recóndita, como los cambios de tonos en los arreboles del cielo; o el oír desde su copa la conversación o el habla de la gente que es muy distinto a escucharla desde tierra. Ese árbol lo plantaron mis padres en Urupamba, a media hora de camino en la parte alta de Santiago de Chuco, al lado de una casa de campo de mi tía Carmen. Y lo sembraron allí porque mis padres, recién casados, no tenían ni un metro de tierra dónde caerse muertos ni lo tuvieron tampoco después, pero sí nos concibieron a nosotros, sus hijos, que en realidad somos gajos de tierra temblorosa. Cuando niño yo iba frecuentemente a ese sitio, donde se erigía la casuarina en medio de aquel campo fragante y al costado de la cabaña que se adormilaba a la sombra de aquel árbol, orgulloso y raro en ese paisaje silvestre. Lo adopté como mío mucho antes de que yo pudiera entender la historia de cómo mis padres se hicieron de esa planta y la sembraron allí donde creció. Ahora simboliza para mí una tierna historia de amor: el cariño que mis padres se profesaron; porque los hechos ocurrieron así:
2. Qué pobres
pueden ser dos enamorados
y no darse cuenta
Mi madre era una niña muy
linda e hija de una de las familias más ricas del pueblo. Y don Pascual
Danilo, en cambio, era un muchacho humilde, con mucho arraigo hacia todo
lo campesino; hermano mayor de una familia numerosa cuyo padre había
muerto.
Cuando él se atrevió a pedir la mano de mi madre fue una tremenda concesión sólo el hecho de que mi abuelo Benigno Rojas lo recibiera. Hasta ahí llegó y no pudo ir más allá el ruego que le hiciera su hija predilecta y consentida. Formulada la petición mi abuelo preguntó al que sería después mi padre si se había dado cuenta cómo vivía la señorita con la cual él pretendía casarse, a lo que el inocente muchacho respondió que sí. Ahí vino entonces la pregunta categórica: ¿Iba a poder darle la misma condición social e igual situación económica? Cuando mi padre, el colmo de sincero el pobre –¡cándida es la gente de alma campesina y no se da cuenta del ridículo que hacen ante los señores!– le expuso cuáles eran sus ingresos y recursos económicos, mi abuelo ya enojado montó en cólera. Y lo amenazó con recluirlo en un asilo de locos o mendigos si se atrevía a seguir mirando a la niña de sus ojos quien, bañada en lágrimas, no sabía cómo decirle a su padre adorado que ella amaba a ese muchacho inerme e indefenso en lo que él exigía. Después de esta entrevista mi futuro padre trató de convencer a esa niña preciosa que se olvide de él a fin de ser feliz y hacer dichosa a su familia, aunque prometió nunca dejar de amarla. Ahí vino la decisión terrible de la niña rechazar de plano la sugerencia y al contrario resolvió abandonar su casa donde todo lo tenía y fugarse con él que no tenía nada salvo la devoción que a ella le deparaba. Este hecho significó para mi madre ser desheredada y privada del apellido, de lo contrario yo firmaría Sánchez Rojas.
3.
Dos pajarracos en Trujillo
En Trujillo ella incluso tuvo que lavar ropa ajena para ayudar a mi padre en los estudios a fin de ser Preceptor Rural de Educación, con lo cual reafirmaban para siempre su vocación de pobreza. –Aprendí a comer camotes –dice mi madre– que antes los botaban y nadie los comía. ¡Ahora se sirve hasta en los platos de lujo! ¡Y son ricos! –refiere, resistiéndose a llorar y más bien haciendo la mueca de querer sonreír para disimular. Los dos pajarracos en Trujillo salían a matar el hambre paso a paso, cogidos de la mano por la Placita del Recreo, de inmensos ficus y confiterías luminosas bajo toldos multicolores, mostrando helados y productos apetitosos que ellos no podían probar. Como dos provincianos desubicados y tímidos, daban vueltas y vueltas sin poder probar bocado en la ciudad colonial, de balcones enrejados, carrozas relucientes que pasaban llevando dentro gente atildada y de abolengo. Mirándose a los ojos y observando los juegos y tío-vivos, llegaron hasta una tómbola donde se rifaban variedad de artefactos y cachivaches. Todo ocurrió tan rápido que mi padre, sin saber cómo ni por qué ya tenía entre los dedos un boleto que el animador zamarro, criollo y avispado, dejaba en las manos de los distraídos caminantes que se acercaban. –Nunca tengo suerte en rifas –se disculpó quien sería mi papá ante la jovencita, quien sería mi mamá, y a quien él nunca dejó de tratar como una princesa nacida en cuna de oro–. ¡Yo nunca he ganado nada en sorteos! –le repitió a ella tratando de devolver el papelito. Pero al verla a su lado tan inocente, candorosa e ilusionada, por deferencia le preguntó: –De repente, ¿tú quieres apostar? –¡A ver! –le dijo ella sonriente y cogiendo el boleto. Y añadió enternecida– ¡Todo por nuestro amor! Y mi padre tuvo que alcanzar las únicas monedas que tenía y que eran para el pan de esa noche y los panes de los días venideros.
4.
Se ganaron una plantita
Corrió la ruleta y se fue deteniendo hasta dar con el número que justo era el que la jovencita, y mi futura mamá, tenía en la mano. –¡Suerte! ¡Suerte! Vean cómo a esta linda parejita, ¡señores y señoras!, les sonríe la suerte, –gritaba sensacional y a todo pulmón el vendedor. Ellos se alegraron. ¡Por fin les sonreía el destino y no todo sería sacrificio y privaciones! Ahora la suerte, hasta entonces de rostro adusto para ellos, les hacía por lo menos un guiño dulce. ¿Qué se habrían ganado? Ellos no sabían lo que se había puesto en juego. –¿Qué es? ¿Qué es? –preguntaban con ansiedad. ¡Se habían ganado una plantita, chiquita y enjuta como un pollito! ¡Qué decepción, en esos días de hambre, frío y desamparo! Se sonrieron por compromiso y siguieron caminando ya con la bolsita húmeda y acunada en los brazos de la que sería mi mamá; pero cada uno pensando en la ironía del destino: ¡no tenían casa donde vivir, ni luz en el cuarto, ni agua corriente sino que había que traerla del caño de enfrente!
Y ahora se les agregaba un
ser todavía más débil y tenue, que ella cansada después de caminar varias
cuadras, apretaba contra su vientre.
–No lloré por orgullo y por el cariño que le tenía a tu papá –se seca unas lágrimas mi madre, pero ahora ya sin poder contener su llanto. –¿Qué hago con ella? –le preguntó humilde al verlo a él cabizbajo y meditabundo. –Si quieres déjala por ahí, –le respondió, más confundido que seguro de lo que decía. Pero, más por vacilación que por creer que hacía bien, mi madre no pudo deshacerse de ella. Tres meses duraron los cursos vacacionales, tiempo en el cual mi madre cuidó de la plantita en la habitación alquilada, fría y oscura. Cuando tuvieron que regresar ¡aún vivía, sin haber desarrollado por recato ni decrecido por cautela! Y fue lo único que en su equipaje trajeron a Santiago de Chuco, aparte de lo que habían llevado.
5.
Arrullaba nuestro sueño
La sembraron en Urupamba, al lado de una cabaña de campo perteneciente a mi tía Carmen, a donde nosotros frecuentemente íbamos. Allí creció, al principio titubeante e indecisa, porque era rara entre todas las plantas de la comarca, en donde reinaban altivos alisos, robles centenarios, eucaliptos ariscos, fresnos primorosos y señoriales jacarandás. Pero después tomó confianza y creció indetenible, tanto que superó en altura a los árboles más soberbios y ufanos. Eso sí, un poco torcida y ladeada hacia el techo de la cabaña, como queriendo protegerla, cubriéndola con su sombra y sus trinos. Cuando yo era niño, ni bien cruzaba la tranquera, por donde corría una acequia, ya iba tirando la alforja, la gorra, el saco y cuanto me dificultara en los brazos, para treparme por su tronco sonoro hasta sus ramas altas. Allí se posaban todas las aves que hay en el universo y a toda hora: sea en la mañana, en la tarde o en la noche asombrada. Allí yo espiaba los nidos de gorriones bulliciosos, las santa rositas azuladas, las cuculíes que nos enternecían con sus zureos. Bajo su sombra protectora ya a oscuras llegaban hasta sus ramas las lechuzas y el tuco temible que donde se pose la gente lo corre y espanta a pedradas. Para nosotros, por el hecho de guarecerse en nuestra casuarina, dejaba de ser un anuncio de malagüero. Y, al contrario, nos daba confianza porque era tener al malvado pero de aliado y consejero: – Tucúuu, tucúuu, tucúuu, –arrullaba nuestro sueño. |
Danilo
Sánchez Lihón
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