1.
Cerca de la fuente de agua
Los pajarillos retozaban felices aquella mañana espléndida de
diciembre entre las ramas de los árboles.
Alfredo avanzó bajo la sombra húmeda de manzanos y limoneros de su
huerta, provisto de una escopeta que le habían obsequiado como regalo
de Navidad.
Un pájaro hermoso y lozano trinaba en lo alto de una rama. Era hermoso
verlo entonar feliz su canto en la mañana bajo el azul del cielo de nácar.
Alfredo se ubicó cerca, apuntó despacio y disparó.
Las municiones de la escopeta atravesaron sin piedad el plumaje verde
azulino de la avecilla. Y su cuerpo cayó pesadamente a tierra, cerca a
la fuente de agua.
Cuatro pajarillos se abalanzaron desde el nido, sobrecogidos no solo por
la detonación sino al ver al papá, momentos antes sano y vigoroso, que
aleteaba ya sin fuerzas.
Intentaba sostenerse a un tronco para luego caer, dando tumbos entre las
ramas y las hojas.
Ahora se desangraba sobre las piedras en el brocal del pozo.
Piaban desesperados arrimándose contra su cuerpo y abriéndole el pico
desfalleciente.
Querían introducirle sus fuerzas en el roto corazón del padre amado.
La sangre teñía el pecho y las alas de los pajarillos que se abrazaban
a él.
3.
Había sido siempre bueno
Con una mirada de ternura y bondad infinita él los fue picoteando uno a
uno y murió entre los piídos aterrorizados de sus hijos.
Saltaban de dolor, angustia y desesperación, golpeando enloquecidos sus
alas en los muros y en el suelo.
Hasta un momento en que los cuatro pajaritos lo alzaron juntando sus
cuerpos y aleteando, al principio con dificultad, pero luego con inmenso
ímpetu, se remontaron por el aire azul hasta desaparecer de los ojos de
la Tierra.
Alfredo había contemplado todo esto conmovido porque meses antes había
perdido a su padre y hubiera querido tener –como había visto ahora–
alas y hermanos para alzarlo y remontarse con él hacia el infinito e
inconmensurable cielo azul.
Para los pequeñuelos un alivio a su terrible dolor era que su padre,
que había sido siempre bueno, ingresara a morar en el paraíso.
Pero apóstol San Pedro, portero del reino celestial, al verlos llegar
les cerró el paso diciéndoles:
– Aquí no entran pajarillos.
Los pequeñuelos piaron expresando cuán infinitamente bueno había sido
su padre y que él merecía el cielo.
María, la madre de Jesús, al ver tanta devoción en las avecillas para
con su progenitor, suplicó al portero del edén:
– Siquiera que haya uno en el paraíso, –le dijo.
Ante el pedido de la Virgen, San Pedro no tuvo más remedio que recurrir
a nuestro Salvador para consultarle el caso.
Jesús al verlos temerosos los llamó. Acariciando al pájaro muerto,
les dijo a los hijitos:
Ellos asintieron con la cabeza, bañados los ojos en lágrimas. Y
balbucearon:
– Lo queremos con toda nuestra alma. Y merece el paraíso, porque fue
bueno.
– Entonces vivirá mucho tiempo con ustedes y serán felices.
Les dijo, mientras acariciaba a la avecilla.
Y poco a poco ésta iba recobrando la vida, cerrando las heridas que le
había dejado el disparo de la escopeta.
Así, pronto lo tuvo de pie en la palma de sus manos y levemente lo
impulsó para que levantara el vuelo.
6.
Y volvieron a la Tierra
– ¿Cómo podemos recompensarte, Jesús? –le preguntaron.
– Vuelvan a vivir en la misma casa –les dijo.
Antes de despedirse largo rato estuvieron revoloteando en los extramuros
del cielo, agradeciéndole de alguna manera con su presencia y sus
alegres gestos al Señor.
Y volvieron a la tierra, felices.
Pero, el lugar en donde vivían antes se había convertido en un páramo
ruinoso, desolado y triste.
Allí solo reinaba el abandono, el deterioro y la muerte.
Ninguna avecilla había querido vivir en los árboles de ese lugar
peligroso, donde poco a poco las plantas se fueron agostando, convirtiéndose
en un lugar mustio, abandonado y sin trinos.
Pero allí se posaron, recordando que Jesús les había pedido que así
lo hicieran.
Alfredo, al verlos, se sorprendió de que hubiera recobrado la vida
aquel pajarillo, alcanzado por los disparos de su escopeta.
Se admiró de reconocer después de lo sucedido a una familia feliz de
avecillas.
Abrió los brazos y se acercó enternecido.
Los observó cómo actuaban: confiados, seguros y alegres.
Reconoció en el aura que los rodeaba que pertenecían ya a otro mudo.
– Papá debe estar allí de donde ustedes han regresado –dijo para sí
mismo.
– ¿Cuál es el secreto? ¡Yo lo he visto! ¡Es amar!, como ustedes
han demostrado que aman.
Y volvió a pisotear el lugar en donde enterró la escopeta aquel día
desgraciado.
Ahora todo le parecía, de repente, nuevo y distinto.
– Pareciera que mi padre los hubiera enviado. –Se dijo Alfredo a sí
mismo.
Los demás pajarillos al ver que los que habían vuelto construían
afanosos y diligentes otra vez allí sus nidos, comprendieron la
grandeza del perdón.
Y también retornaron, y con ellos la vida, que nunca más dejó de
entonar en ese lugar, su canto de amor y de esperanza.
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