Rodrigo
por fin consiguió que su abuela le obsequiara los dos periquitos que le
pedía, uno rojo y otro azul. La señora los extrajo de su inmensa
pajarera donde una maraña de pajarillos de todos los colores y trinos
nacen, crecen, se reproducen y mueren sin salir jamás de esa malla de
alambres.
El
niño tuvo que enfermarse para que la abuela se conmoviera y aceptara
desprenderse de sus pajarillos. No fue fácil. La última vez la señora
puso otra condición cual era que tenía que traer una jaula nueva para
llevarlos.
–
¡No hagas sufrir más a mi hijo!, –protestó ese día la mamá de
Rodrigo e hija de la señora.
–
Tú no sabes lo que es criar y querer a los animales.
–
¡Tienes tantos! Y es tu nieto quien te pide, es tu sangre.
La abuela adoraba a su nieto. Así que tuvo que prestar ella misma una
jaula. Y ese día los dos pericos cambiaron de casa.
Al despedirse de las avecillas todavía desde la puerta recomendaba del
agua fresca que había que cambiar todos los días, de la clase y
calidad de los granos de alpiste, de la hora de abrigarlos, del cuidado
que hay que tener del gato y de otros animales que pueden hacerles daño.
Y se despidió de ellos con los ojos cristalinos de lágrimas y el corazón
enturbiado por la pena.
La llegada a la nueva casa fue todo un acontecimiento.
Pronto Rodrigo aprendió a darles de comer, a limpiar su jaula y a
protegerlos del frío.
Pasaba horas enteras contemplándolos. Le encantaba el movimiento de sus
cabezas, los saltos que daban, la forma cómo tomaban el agua. Le
extasiaba la policromía de sus alas que abrían al sol y hasta le parecía
percibir debajo de sus plumas los latidos de sus corazones.
Pero, un día Virginia salió temprano al jardín y quiso acariciarlos.
Abrió la jaula y dejó la puerta entreabierta.
El perico macho ladeó la cara para ver mejor la abertura:
De un brinco llegó hasta la puerta, giró la cabeza a uno y otro lado y
divisó las altas ramas del árbol en el centro del jardín. Saltó
hasta allí. Y llamó a la hembra. En seguida se lanzó al cielo
abierto. Detrás de él siguió la perica.
A la vuelta de la escuela Rodrigo fue a saludar a sus pericos en su
jaula. Al no encontrarlos soltó un grito herido como el de un cuchillo.
Como un relámpago imaginó lo que había sucedido:
La mamá casi se rueda por las escaleras por socorrer a su hijo:
– ¡No están mis pericos!, –gritó desesperado.
La mamá al ver la jaula vacía comprendió toda la realidad: los
periquitos habías escapado.
Con los demás hermanos miraron por todos lados. Buscaron rama por rama
entre las plantas. Se asomaron con escaleras a mirar los patios de las
casas vecinas.
– ¿Quién abrió la puerta de la jaula?, –era la pregunta que se
hacían.
Nadie contestaba. De pronto Virginia dio un gemido, se encogió contra
su pecho y empezó un llanto incontenible, también desesperada.
– ¡Es mi culpa! ¡Es mi culpa! ¡Pero yo solo quería acariciarlos!
Los hermanos lloraron toda la tarde.
La madre andaba silenciosa por la casa. Todos esperaban la llegada del
padre.
A Virginia tuvieron que acostarla en su cama porque le dolía el pecho.
Y hasta hizo fiebre. Rodrigo andaba dando vueltas, subiendo y bajando la
azotea desde donde miraba con rencor y hasta odio a cada gato que
pasaba. Ya de noche se escucharon los pasos del padre que llegaba. Y
todos corrieron a abrirle la puerta.
– ¡Papá! ¡Los periquitos se han perdido! ¡Virginia dejó abierta
la jaula y se han escapado! –le dijeron entre gemidos.
– ¿Y dónde está Virginia?
– En su habitación, se siente mal.
Ya en el cuarto Virginia se abalanzó a los brazos del padre.
– ¡Es mi culpa!, –sollozaba.
El padre la subió a sus rodillas, abrazó a Rodrigo y sentó a los demás
al borde de la cama.
– Haber, cuéntenme. ¿Qué ha pasado?
Todos hablaban a la vez, repitiendo lo que unos y otros sabían
– ¡Es culpa de Virginia! –concluyó Emilio, el hermano mayor.
– No es culpa de tu hermana, porque ella no ha querido que se fueran.
Al contrario, quiso darle cariño, –empezó diciendo el padre.
– Pobre mi hijita, se siente culpable. Y está destrozada.
Virginia otra vez no pudo contener un llanto desconsolado.
– ¿Han buscado por todos lados? –dijo el padre.
– ¡Por todo el barrio, papá! ¡No están! Hemos subido con escaleras
para ver por los techos, hemos entrado a las casas de los vecinos. ¡Han
desaparecido!
– Bueno, hijos, –continuó– para nosotros ésta es una pérdida
que sentimos mucho, pero para los periquitos es un día feliz, porque
están libres y quieren hacer juntos su destino. En su vida esta será
una fecha inolvidable que recordará así:
Un
día una niña como un ángel se acercó, nos acarició las alas, nos
miró con ternura y dejó entreabierta la puerta de la jaula.
Entonces volamos hacia un árbol alto y luego por el cielo azul
hasta un valle donde hicimos nuestro nido, tuvimos nuestros hijos y
fuimos felices.
Con
el rostro congestionado Rodrigo exclamó:
– ¡En qué barriga de gato estarán mis periquitos!
– Ningún gato ha devorado a los pericos –explicó el padre.
–Porque, primero, habría plumas en algún lugar. ¿Las han
encontrado? Segundo: Si ellos pudieron volar por encima de estas paredes
quiere decir que vuelan bien; y, tercero, los animales saben defenderse
y superar peligros. Además, son dos, una pareja y entre ellos se ayudan
y defienden.
– Gracias, papá. –Dijeron.
De todos modos, los días siguientes fueron inconsolables para
Rodrigo. Sus ojos se nublaban mirando las azoteas lejanas, queriendo
verlos aparecer y aletear.
Seguía limpiando la escudilla, cambiando el agua anterior por otra
fresca, poniendo temprano la ración de alpiste.
Una madrugada corrió agitado a despertar a sus padres:
– ¡Papá! ¡Mamá! ¡Vengan corriendo! ¡Los periquitos están en el
árbol!
En el pálido nácar de la madrugada, y recortados ante el cielo
tenuemente rosado, amarillo y celeste, gorjeaban dichosos como nunca dos
periquitos: uno rojo y el otro azul.
Padres e hijos se quedaron viendo y escuchando emocionados
¡Era espléndido verlos revolotear, alzándose y dejándose caer en el
aire, haciendo picadas y rozando sus alas, hasta venir casi a posarse en
las manos de Rodrigo!
– ¡Papá!, –dijo con los ojos llenos de lágrimas– ¿has notado
que cantan en dirección a la ventana de Virginia?
Los padres no se habían dado cuenta de eso.
Virginia, a esas horas dormía en su cama sin saber que una pareja de
periquitos felices, cantaban para ella en el amanecer de un día
hermoso... ¡Y completamente libres!
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