Delinea
cavilosamente la frase, con los ojos muy abiertos y el rostro un tanto
azorado.
Y allí se queda, pensando en las implicancias de aquella metáfora.
Pero luego él mismo se pregunta, como maestro de escuela que es, si será
acertado componer estéticamente las cosas de ese modo.
– El rayo que acaba de caer ha rajado el campanario de la plaza y se
ha caído la torre –pasa avisando una voz por la calle.
Entonces, padre, tú te avergüenzas de ocuparte de lo etéreo y
abstruso. Y el oficio de literato lo concluyes ese mismo instante,
diciendo:
– ¡Enseñanza! No hagas pompas de jabón con el lenguaje, mientras el
mundo se cae a pedazos.
Coges tu sombrero y abrazando para siempre tu oficio de maestro de
escuela, te apuras en ir a ver qué ha ocurrido con el campanario de
nuestra plaza aldeana.
4.
Los ríos crecen y los campos se inundan
La tormenta arrecia con más fuerza todavía.
Miradas desde la ventana las casas yacen sumergidas tras un velo
indescifrable. Las calles están desiertas y anegadas. Sólo la lluvia
redobla sus tambores y entona dianas y clarines en las canaletas de lata
que recogen el agua de los tejados.
De pronto una sombra se desliza envuelta en un rebozo.
– ¡Oh, Dios! ¡Es ella! –Su figura esbelta y dulce se delinea al
cruzar la calle. ¿Adónde irá? A la única tienda abierta bajo esta
tormenta.
Ha pasado a comprar pan y bizcochos jaspeados con clara de huevo y
semillas de ajonjolí que ella aprieta contra sus senos incipientes y
tibios.
¡Ah, sus ojos negros, hondos y brujos, en su rostro de alabastro!
Más tarde, en el comedor de la casa se sirve el cedrón oloroso en
tazas de loza, el bizcocho y el pan de yema.
Hay ternura en las voces de adentro, mientras el mundo de afuera se
traba y refunda.
Es invierno. Llueve noche y día. El sol sale a retazos. Los ríos
crecen y los campos se inundan.
5.
La lluvia arrecia con su canción secreta
– ¡Graniza! ¡Vean! ¡Graniza!
Arriba, entre las junturas de las tejas se han formado gavillas de hielo
graneado y traslúcido.
Un guiño de complicidad con mis hermanos y disimuladamente ya estamos
tramando ir a recogerlo.
– Y hacemos helado de saúco.
– ¡Sí!, con esos racimos que hemos traído.
– Hagamos una casa arriba, pide Rosita.
– En El Mirador, cerca al tejado.
– Hay que subir posillos, cucharas y azúcar...
– ¡Y miel de chancaca!
Y estirando los brazos recoger a dos manos el granizo que depositamos en
unos jarrones azules que tiene pintados rojos claveles, girasoles
amarillos y dalias blancas.
Y armamos la casa de Rosita hecha de mantas colgadas y silletas. Y
saboreamos helado de saúco, hecho con el granizo de las alturas
celestes, mientras la lluvia afuera arrecia entonando su canción
secreta.
6.
Las hilachas de la trenza de la lluvia desnuda
– ¡Hijo, hijo!, –clama la abuela.
–
Sí, mamita.
– Sube a ponerle un balde a la gotera que está pasando al dormitorio,
–ruega.
–¡Allá voy! –contesto.
Corro y trepo al terrado sobre el cuarto donde la abuela duerme.
Me deslizo entre las cosas viejas que de noche remueven las almas de
nuestros antepasados que aquí penan. Trepo por los muros oliendo los
adobes húmedos y abombados. Aquí está la teja ladeaba que deja
chorrear el agua y ha hecho un charco en el suelo que se filtra hacia
abajo.
Introduzco mis manos que sobresalen por el techo vetusto y cojo las
hilachas de la trenza de la lluvia desnuda.
–Ya arreglé la gotera, abuela; –contesto, saliendo a la boca del
terrado.
– Ya hijito. –Responde.
Y, hablando unas veces con alguien, a quien no vemos, otras con los
fantasmas que la persiguen, y otras tantas hablando consigo misma, mi
abuela se pierde, caminando leve y difusa por el corredor de la casa con
su cantilena:
– ¡Ya se va a caer la bóveda de la sala! ¡Son los gatos que mueven
las tejas! ¡Ayer no había esa gotera en mi cuarto! O no la he visto.
¿Ayer? Sí. Ayer he levantado la pupila. ¿Levanté la pupila? Estos
ojos también que ya no se dan cuenta. ¡Me lagrimean tanto los ojos! Ya
me estaré quedando ciega. ¡Ya me he de morir en este invierno!
7.
Volvamos desde lejos a develar su hondo misterio
Felizmente pude caminar con los pies descalzos por las acequias que hace
la lluvia en las calles, como lo hacen los niños y niñas sin padres, a
quienes los mayores compadecen y a quienes yo admiro y venero.
Felizmente pude como ellos ir chapoteando y sintiendo la tierra y sus
tres reinos: vegetal, animal y mineral, y el agua lamiendo y borboteando
barrosa y después cristalina en mis tobillos subiendo a ratos hasta mis
rodillas.
Felizmente pude absorber el universo entero, sus cumbres como sus bajíos;
las nubes sublimes y los mares ignotos recogidos en los dedos de los
pies desnudos.
O luego que escampara, colgarme ilusos del arco iris que se alza desde
el manantial cercano y sube sobre los techos rojos en una redondez
perfecta, hecho con un compás celeste y con una luminosidad ingrávida.
Felizmente pude como los niños y niñas sin padres –yo los tuve y son
magníficos– arroparme con la neblina blanca que en copos sube desde
las hondonadas, nos envuelve y hasta ahora nos abriga el alma.
Cubriendo también con su gasa compasiva el borde de las esquinas, las
faldas de las mujeres acurrucadas hacia el fondo de las casas, los poyos
de las cocinas y el verde luminoso de los cerros y confines que nosotros
hemos dejado y están esperando que algún día volvamos desde lejos a
develar su hondo misterio.
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