Instituto del Libro y la Lectura del Perú, INLEC |
25 de julio |
1. Tendidos de sol y sombra
– ¡Ay!
– He ofrecido todo el oro posible y ningún torero se anima a salir –reitera otra vez el Marqués que ha vuelto visiblemente desmoralizado.
– Su Merced –interviene don Pablo Porturas Landázuri, recién venido de la ciudad de Trujillo, nombrado para ocupar el cargo de Ministro Tesorero de las Cajas Reales Matrices de Lima– conozco a un torero de mi tierra, de la hacienda de Angasmarca, cercana a Santiago de Chuco, quien está preso en la Penitenciaría que se ubica a dos cuadras de este lugar.
–
Es un torero de raza, a quien he visto torear bestias que nadie se atrevía
a enfrentar. Quizás esté dispuesto a hacerlo en este caso si se le
ofrece permutar la condena que sufre por su libertad. – Además, por las Fiestas dedicadas al Apóstol Santiago a Vuestra Merced le asiste la potestad para redimir las penas –interviene solícito el Presidente de la Real Audiencia quien ha escuchado atentamente la propuesta.
– ¡Entonces que vayan por él de inmediato! –dispone Abascal–. Hagan uso de mi calesa y corran, corran por orden mía y traigan a ese... ¿a quién?...
–
Y, por qué… ¿por qué motivos está preso? –indaga el Virrey a su
flamante Ministro Tesorero. – Por doble homicidio. Y homicidio calificado –informa, sin pestañeos, don Pablo Porturas.
El Juez de la Plaza instruye para que durante el tiempo que toman las gestiones la Banda de Músicos interprete pasos dobles y mazurcas.
El hombre aún trata vanamente de mantenerse erguido y sin doblarse.
– ¿Tú eres Tomás Vílchez, torero de Santiago de Chuco?
Sin
dignarse mirar siquiera adonde el Virrey apunta con su mano, –
Sí, señor. El Virrey aún alcanza a decirle:
– ¡Sólo necesito un capote y una espada!
– Conmutaré tu pena dándote la libertad de inmediato si haces una buena faena, –sentencia, tomando asiento con solemnidad, el Virrey.
–
¡Hazlo por alguien! –le advierte el Virrey. –
Entonces lo haré por mis hijos que son huérfanos. Y por su Merced, que
así me lo permite. De ese modo contestó Tomás Vílchez con dignidad y con voz que se deja escuchar nítidamente, ofreciendo así la faena de la tarde a sus hijos y al Virrey del Perú.
– He visto que todo es así. Pero, gracias por advertírmelo, Señor.
Le alcanzan capote y espada mientras el Virrey ordena:
Avanza
dando saltos e ingresa al ruedo por el burladero más cercano. El público
sigue aún más enfurecido. Los
demás toreros, vestidos de luces, ven asombrados que entra al ruedo un
esperpento con los pies tintineantes. Porta
un capote y una espada todavía envueltos. Y
compadecen a ese guiñapo humano que en pocos minutos será, según el
parecer de todos, un triste y miserable despojo. Un cadáver que ha de
ser botado a la fosa común. Son las cinco de la tarde del 25 de julio del año de 1815 cuando todo esto sucede.
Es el instante preciso en que, en el pueblo andino de Santiago de Chuco, en la procesión del Patrón del pueblo, el Apóstol Santiago, pasa en procesión por su plaza, rodeado de comparsas de "Kiyayas", rezago doliente de las que fueron pallas del Inca Atahualpa, que cantan entre el humo del incienso, de los trompos de alcanfores y del palo santo, y entre los sones de las otras mojigangas, esta copla: "Pobre Tomás Vílchez, el valiente toreador, que al anochecer mató a su mujer y mató a su rival. ¡Pobres sus hijitos huerfanitos hoy! ¡y pobrecito de él! Ya su viejecita está
por fenecer". Cantan haciendo alusión al hecho trágico que protagonizó Tomás, dando muerte a su linda pero infiel mujer y a su amante. Lo hizo con la misma espada de torear, luego de que regresara triunfante de cortar orejas y rabo, en la Feria de la Virgen de Altagracia en el cercano pueblo de Huamachuco.
Con la dificultad que la cortedad de las cadenas le imponen a sus pies, Tomás Vílchez avanza en la Plaza de Acho hasta el tercio del ruedo.
Todos
lanzan un grito de horror y de compasión hasta el momento de verlo
desplegar la capota y deslizarse el animal como una tromba sin saber
nadie por donde ha atravesado, salvo por el centro de aquel fantasma. Una raspadura horizontal a todo lo largo de su pecho es la prueba que el toro tenía la punta del cuerno derecho levantada hasta la altura del hombro de Tomás Vílchez, quien enderezó el rostro ligeramente al hacer la suerte.
Por lo que había visto, la plaza, que rebosaba de gente, guardó un silencio sepulcral. El toro no sabía si había acometido a un cuerpo o a una sombra. Al voltear se detuvo desconcertado y por vez primera orejeó dubitativo.
–
¡Toro! –se le oye decir con voz rijosa, libre y a la vez prisionera. – ¡Toro! –llama otra vez con voz más imperiosa, golpeando el capote desafiante, amo y señor del infierno que tenía frente a frente.
–
¡To-re-ro! –
¡To-re-ro! –
¡To-re-ro! Tanto como le permiten los grilletes, espera y lo deja pasar una y otra vez, rozándole ora el pecho, ora la espalda; ora a la derecha, ora a la izquierda. El toro incansable, voltea y cornea impetuoso. El torero sin moverse templa el capote y hace los pases.
– ¡Ooo... le!
–
¡Ooo... le! Celebran
desde los tendidos. –
¡Ooo... le! Ovaciona
la gente. La
Banda de Músicos atruena con la pieza "Morena de mi tierra",
que produce un estremecimiento en el torero, quien se detiene para mirar
el horizonte sobre las tribunas que estallan de aplausos. Terminado
el último tercio, se instala en la plaza un silencio electrizante para
dar paso a la "suerte suprema". Con la espada en ristre e invitando al toro a embestir, parado a pie firme, lo espera hasta dar con el estoque en el exacto lugar.
La bestia, sin saber si arremete a un fantasma o a una llamarada roja, a la vez hunde los cuernos directos al brillo de los eslabones de la cadena de los pies en donde el Sol de la tarde quiere arder en ese instante como fuego.
En la Plaza de Acho hay un revoltijo en el que toro y torero se hacen un solo ovillo de sombra, de arena, de sol, ¡y de pena!
Cuando
ya nada se mueve corren los toreros que espectan la escena desde los
burladeros. Tomás Vílchez ha quedado atravesado por el asta levantada
del toro, directamente clavada en el lado izquierdo de su pecho.
El público –compuesto por los señores de la corte, los clérigos y sabios entogados, las señoras y señoritas ataviadas de joyas, esmeraldas y diamantes, todos puestos de pie, con coraje y agitando pañuelos– repiten ante aquel cadáver harapiento que la cuadrilla pasea solemne y reverente:
–
¡¡To-re-ro!! –
¡¡To-re-ro!! Y
no pocas lágrimas bajan por los rostros conmovidos y sollozantes. –
¡Ha muerto el torero más grande que jamás haya conocido en la
vastedad de este reino! –dice el Virrey Abascal, enjugándose también
los ojos.
19. Hoy día torean Descendientes de Tomás Vílchez, el legendario, son las generaciones sucesivas de aquellos grandes toreros de mi tierra, Santiago de Chuco, la tierra de César Vallejo, con su hacienda Angasmarca; quienes hasta el día de hoy torean en las fiestas de los pueblos en la sierra norte del Perú.
Hijo
de Anastasio fue Juan, quien al torear y saltársele un ojo, a
consecuencia de un pitón enrevesado, se lo arrancó de cuajo, con
nervios y todo, arrojó a la tierra el ojo que colgaba y siguió en su
faena, hasta matar al toro. Hijos
también de Anastasio fueron Obdulio y Dorila, quien salvó a su hermano
cuando éste cayó a la arena, cogiendo para el caso la capa, ya estando
ella con cinco meses de embarazo. Hijo de Dorila fue Andrés; de Andrés, Francisco; de Francisco, Ángel... toreros natos, hasta el día de hoy, en que hacen delirar a la gente en las plazas colmadas de vítores de extremo a extremo. 20. En el cielo infinito Los Vílchez no cobran jamás un solo centavo por torear.
Es
allí cuando ellos recién ingresan, ceñido su uniforme de bayeta
blanca y envueltos en una faja roja. Y
se los nombra hasta cuando en las noches los niños sueñan en sus
fantasías con ser héroes para hacerse amar por las niñas más bellas
del pueblo. Esas
mismas niñas asoman sus rostros angelicales en los balcones de nuestras
casas ensimismadas. Miran quizá con el leve fulgor de esos ojos tardes de toros y toreros encadenados, con eslabones tintineantes cual estrellas y luceros en el cielo infinito. |
Danilo
Sánchez Lihón
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