2.
Los caminos no terminan nunca, siempre siguen
La pobre vida se agosta y ellos la contemplan ir y venir.
¡Eso hace que nos duelan tanto! ¡Como una fatalidad cernida en
nuestras espaldas o tatuada en nuestro pecho! O en nuestros pies.
Como una marca en la frente o una cruz en el alma.
La muerte es piadosa y propicia porque nos alivia para siempre de la
fatiga de recordarlos.
Es la muerte la paz de los caminos.
Porque nos deja inmóviles y quietos al filo de una esquina de la
vida a fin de contemplarlos para siempre en un descanso inacabable.
Los caminos no terminan nunca, siempre siguen. Nadie podrá decir
"Aquí es su fin".
Hay siempre un atajo por donde continúan.
Eso sí, varían. Unas veces se vuelven llanos, amenos, cantarinos.
Y otras son graves, incomprensibles, crueles.
A veces son calmados, tranquilos, pródigos. Y otras: ariscos,
abruptos, desalmados.
3.
Como venas abiertas. Y abrazos
Hay tantos caminos como destinos.
Caminos amarillos, mañaneros, albos. Otros ceñudos, oscuros, en
encrucijada.
En unos siempre es de noche y en otros siempre es de día. Hay unos
que te apuran y otros que se hacen tarde.
Unos para subir un puente y otros para arrojarse de él.
Y –para mí– inhallables, aunque estén allí.
¡Ah!, caminos cómplices de la noche que los estruja, humilla y
sumerge.
Y es que mi pueblo extiende sus caminos como extremidades. Como venas
abiertas. Y abrazos.
Como adioses hacia todos los horizontes, cual una rosa de los vientos.
4. Y tres piedras eternas
Así el camino que baja por Las Guitarras y luego entra a la
carretera, del que no hablaré porque basta que un trecho sea
carretera para que deje de ser camino.
Como no es techo uno cubierto de calaminas.
Hay otro en esa misma dirección, que tiene un sitio donde la lluvia
anega, se empoza el agua y, entonces, por entre las pencas se busca un
atajo.
O el paso se salpica de piedras para poner allí los pies y saltar por
ellas, reflejándose en el agua barrosa la alforja que llevamos.
Y al voltear ¡oh prodigio ver tu pollera!, prima mía. Porque te has
hundido hasta las pantorrillas y ríes al resbalarte en el agua tibia
de la madrugada.
Por el cerco de flores amarillas se avanza hasta llegar al río
rumoroso con su puente de palos de eucalipto tendidos.
Y de tierra rellena encima; que deja unos huecos por donde se mira
hacia abajo el agua espumosa.
Y tres piedras eternas.
5.
Clavada en mí como
un cuchillo
Desde la altura de aquel puente se arrojó una muchacha desengañada.
Y cuyo cuerpo sus padres recogieron destrozado, enredado en unos breñales
cerca de El Perolito.
Los mayores lo resumen con una palabra que se ha quedado clavada en mi
alma como un cuchillo: ¡Engañada!
¿Por eso se mató? Sí, ¡fue por eso!
Pasando ese puente se abre la cuesta donde siempre hay gente a pie o
en mulas. O arrieros que bajan o suben con sus pollinos.
Allí una cruz. Aquí mujeres hilando o tejiendo. Acá un casita
desierta. Acullá un aliso para descansar bajo su sombra, implorando
al sol inclemente.
Torciendo hacia la izquierda se llega a Huarán y a La Cuchilla.
De frente, subiendo a las alturas, se va a las haciendas de Uningambal,
Sangual. Y a la estremecedora estancia de Los Pedernales.
6.
Olores a leña recién cortada. Y a trinos
Otro camino es el que baja por La Piedra Bruja; anchuroso, lleno de
pencas lustrosas, floreado de magueyes.
Camino éste siempre de amanecida, fresco y tintineante de esquilas.
Hay por allí unos manantiales desde donde cuando llueve, sale siempre
un arco iris.
Por él se llega al bosque del Palito, donde hay un saúco y un viejo
molino. Y saltando las piedras del río se pasa y se sube por un
sendero con cardos y tantales de filudas espinas.
Por esa ruta se arriba a Conra, por un sendero que se angosta, se
vuelve abrupto y parece a ratos que se pierde.
O bien se abre, se hace tierno. Se prodiga en olores a leña recién
cortada. Y a trinos.
¡Caminos por los que penaré inconsolable el día que me muera!
7.
Y unas mariposas amarillas que revolotean en la tarde
Para el temple, el valle o la hondonada sale la senda por El Cerrillo
en dirección a Cotay, Cunguay, Querquerval, siempre soleado, de
tierra apisonada y flores.
Para cruzar el río de aguas turbulentas que chocan en las piedras,
hay un puente de piedra y madera, como un techo a dos aguas, con peldaños
que se suben animosos y se bajan compungidos.
Luego un rellano de tierra parda y el sendero de árboles; de ramas
que se quiebran, de aves que se acercan y se posan en las puntas de
los penachos de las pencas.
Y unas mariposas amarillas que revolotean en la tarde.
Pasando las cuevas de Huacapongo el camino se bifurca.
Uno va a Cungüay, Pichunchuco, Ocoruro. O más lejos: a Calipuy, o a
Santa Cruz de Chuna.
El otro baja a Querquerbal, Namogal y Pasabalda. Ese es camino de
fiesta, de juerga, siempre florido.
8.
Nunca nadie ha caminado por ahí
El otro –el de enfrente– es el camino a Chambuc, que bordea el
cementerio. Atroz y amargo. Más si se lo mira desde la Peña del Señor
Quevedo.
En ese rumbo abundan las cercas de sugán, de mostazas y el tantal con
que se tapan los portillos, de largas espinas como uñas infernales.
Fue en ese camino donde ocurrió lo que ocurrió, mirando desde el
altillo donde estaba la casa, alguien dijo:
– Mira. ¡Quién estará viniendo!
– Ya lo vi. De veras. ¿Quién será? ¡Qué raro!
– ¡Parece que es mujer y viene de negro!
– ¡Pero quién puede ser si más allá no vive ninguno! Nunca nadie
ha caminado por ese sitio.
9. A plena luz del día hemos visto a la muerte
Eso fue a media mañana mirando la banda del frente, al lado del río,
por el camino blanquecino.
Caminó con lentitud como una hora la sombra. Ya estaba por la piedra
que divide la chacra de alverjas.
– ¡Es raro! ¿Quién será? ¡A ver mírenla bien!
– No se deja ver. Voltea la cara contra la peña.
Rato más tarde, cuando ya debiera estar llegando a la curva para
después bajar al puente, ¡nadie! Desapareció. Para atrás nada,
para adelante tampoco. Como si la tierra la hubiera tragado.
¿Quién era? La muerte, porque al rato cantó la gallina. Resopló y
sacudió sus orejas el caballo. Y ahí no más bajó el Eusebio para
avisar que la madre había expirado.
– Así es. A plena luz del día hemos visto a la muerte. Porque ella
siempre vaga de noche. Pero esta vez es la única vez que la hemos
visto de día por estos rumbos.
¡Y qué estremecedor es verla casi alada, caminando sobre el suelo!
¡Y de cómo escondía su cara!
10.
¡Camino sin sentido aparente!
¡No es camino sino punto de partida o de llegada el camino al
cementerio!, que va por la cumbre de una colina, con árboles añosos,
llorones, inmensos como el sentido misino del vivir. Y del morir.
Ese es un camino oscuro y transparente, al mismo tiempo. Lento e
inapelable.
Por donde a un costado está la hondonada del río y hacía el otro
–como si fuera el confín del mundo– el horizonte abierto del
valle.
Yo regresaré algún día y entonces caminaré en silencio a su vera.
Por el pie de esa colina, bordeando casi los muros del camposanto, se
recuesta el camino a Ñuñuma, Añaco y a Cabracay; por donde nunca
pasa nadie.
¡Hondo camino de ánimas por donde gangosean los muertos!
¡Camino sin sentido aparente! Porque, si nadie lo transita ¿para qué
entonces se abriría?
¿Con qué malsano propósito de asustar a la gente?
11.
Caminos sirvientes del horror que los abarca
Ah, este camino por donde nunca pasa nadie. Entonces, ¿por qué ha de
ser camino? Pero ahí está.
Nunca oiremos en él una conversación. Ni alegría ni pena pasarán
por sus atajos. Ni una serenata. Si es así, ¡yo mismo sé que no es
camino! Pero ahí está.
Es un camino vacío. Y qué atroz es decirlo. Qué grave es señalarlo.
Camino como un tajo en la cara, como una herida abierta que no cierra
ni se cura.
¡En el cual nunca encontraremos una alma! Sólo oiremos el chasquido
de los árboles, el reventar leve de una corteza. O el gemido de las
ramas altas que con el viento parecen violines desafinados por la
guadaña implacable de la tarde.
Siempre en tinieblas, aunque esté abrasado por el sol del mediodía.
Y pese a que se ve –¡y mucho!– repta debajo de la tierra hacia un
centro que se enciende y apaga.
¡Eso todos lo sienten y lo saben!
Caminos sirvientes del horror que los abarca. Burlándose con una
mueca del destino y de nosotros que los miramos absortos y
acongojados.
12.
Reflejándose en el suelo y proyectándose en el muro
Pero hay un camino absoluto, definitivo, total; porque es sólo camino
y nada más. Es el que va a Chaguín, Muycán, Cachulla. ¿Quien
–digo yo– de seguir su huella no anhelaría ser enterrado a su
vera y para siempre?
Camino largo, inacabable, solitario. Donde el caballo galopa por el
centro de su propio hechizo que nace de sus ojos fantasmales.
Por ese camino se deslizan cercas de pencas y magueyes –nunca de
pirca– y montes florecidos.
Y luego una recta de árboles sobre una tierra recién mojada. A ratos
inundada por la lluvia liviana y los trinos de las aves, antiguos y
nuevos.
Hay en la extensión de ese camino al fondo de una estancia, una
morada a la cual lleva un largo corredor empedrado que bordea una
fuente.
Allí habita una niña que se ha quedado intocada en mi recuerdo y que
me mira con sus ojos cristalinos y asombrados.
Ese camino fue hecho para los siglos de los siglos, únicamente para
repetir el nombre intocado de aquella niña y evocar eternamente su
sombra delgada reflejándose en el suelo y proyectándose en el muro.
13.
Sea según se va, o sea según se venga
Otro es el camino a Cachicadán.
Hay en él –o había, ¡pues pasé por allí de niño, y no volví
jamás!– una vivienda de techo hendido, situada justo en la curva
antes de bajar de la carretera. Con el humo saliendo por entre sus
tejas y por la cumbrera torcida.
Allí las gallinas se recogían más temprano que en otros sitios en
sus corrales profundos. Y yo pasaba embebido en no sé qué
insalvables pensamientos.
De noche allí ladran los perros. Y las sombras de los árboles que se
mecen anuncian otras sombras más lacerantes en la hondonada.
Hacia el fondo, entrando o bien saliendo la cuesta de Salsipuedes
–sea según se va, o sea según se venga–, hay una casa con
pilares labrados en piedra. Y afuera unas bancas de piedra entre matas
de shiraques, mostazas y yerbabuena.
Al frente corre una acequia donde hay siempre dos mujeres que
conversan ensimismadas. Siempre están ahí.
14.
El cuerpo resbalaba y colgaba con la cabellera tumefacta
De día esa casa es una tienda de comercio con un piso de tierra
mojada por unos baldes de agua, que se arrojaron hace mucho tiempo y
hasta ahora no se secan.
Vemos un estante tosco de eucalipto donde se muestran dos o tres
botellas con etiquetas irreconocibles.
Cajas de fósforos enfiladas y ya humedecidas por el infinito que ha
pasado sobre ellas.
Jabones de pepa arrugados por el frío, pero más por el olvido.
Y atrás una canasta de panes envueltos en un mantel blanquísimo que
los viandantes miran ojerosos y afligidos.
Por esa trocha trajiste, papá, a medianoche el cadáver de tu
hermano, mi tío Bayardo, casi adolescente, abaleado en Angasmarca en
la plenitud de su vida.
Y pese a que venía amarrado a las angarillas y pese a que los
cargadores de adelante bajaban los palos hasta el suelo, y pese a que
los hombres de atrás –entre los cuales ibas– levantaban los
brazos y con él el cadáver sangrante sobre sus cabezas, el cuerpo
resbalaba y colgaba casi medio cuerpo hacia afuera, con el rostro
tumefacto. Y no era por lo empinando de la cuesta.
15.
Allá, ¿también hay caminos?
Pero tú sostenías en lo alto esa cabeza fraterna sabiendo que se
trataba de otra cosa, entretejiendo tus dedos en el pelo abigarrado. Y
todo para que dejes constancia a tus hijos de lo grave que es la vida.
Y lo indescifrable que es la muerte.
– ¡Deja de pesar tanto! –Le dijiste con susurro pero también con
reclamo, nos contaste. Y él te oyó. ¡Sí, te oyó! Porque a partir
de entonces se hizo liviano, como un tallo seco, una pluma o un
suspiro.
Ya con nosotros elucubras: al muerto que se hace pesado hay que
decirle que allá no habrá quién le cargue.
– ¿Allá también hay caminos? –te pregunto asustado–. ¿No es
quizá que sólo nos divide un muro, o una tela muy delgada y que está
aquí a nuestro lado.
Y sin que te oigamos nada más te quedaste escuchando el comentario de
tu hermano Bayardo sobre los caminos que tú escuchas abstraído.
16.
Con silbidos de pájaros en los árboles
Del pueblo hacía arriba hay otros caminos, como el de Urupamba,
subiendo por La Poza y doblando por el Agua del Oro, donde hay un
chorrillo al cual se acercan en la oscuridad los caballos, guiados sólo
por el ruido del líquido que cae.
Y beben iluminando con sus sorbidos la noche repentina que se llena de
estrellas y luceros.
Al frente de aquel chorro sonoro hay unas casitas donde siempre se
raja leña y hay humo en la cocina. Con unos niños que corretean
alegres y felices. En el suelo hay piedras para cogerlas y amenazar a
los perros si después de ladrar se atreven a intentar mordernos.
Hay un camino que se mira desde el techo de mi casa, sube por el cerro
San Cristóbal y va a Guamanchal, La Soledad y Las Azulas.
Límpido, siempre con rocío en sus piedras volcánicas, con silbidos
de pájaros en los árboles de molle y taya, con una acequia rumorosa
y pequeños puentecillos para saltarla.
17. Representa para mí la tarde
infinita
Este camino es como el corazón del hombre, ora expansivo,
dicharachero, generoso; ora amilanado, torvo, amenazante; ora tiene
una posada, un recodo sombreado de árboles, una llanura cubierta de
flores; otras veces es laja, piedra afilada, pedrusco que resbala y
desaparece en la cañada.
El de Yamanate, hacia el costado, representa para mí la tarde
infinita. Porque iba por él saliendo de la escuela, con el bolsillo
cargado de panes y con la cantimplora a la altura de la rodilla, sin
hacerla chocar en las piedras como me aconsejaba papá, recordándomelo
desde el balcón de la casa de donde me veía partir.
Y todo porque mi padre recelaba mucho de la leche que traían a vender
al pueblo. La probaba y le encontraba sabor a algún puquio de agua en
donde suponía la habían mezclado.
Por eso, hacía el contrato para que nosotros mismos la traigamos
desde el lugar donde pastaba, comía y bebía la vaca. Y por poco no
arregla también para que nosotros fuésemos quienes la ordeñaran,
porque recelaba mucho si se lavaba o no las manos quien tocara las
ubres.
18.
Sobre mis hombros han caído todos los augurios
Hasta Yamanate me iba casi a la oración, a la hora del ángelus. Hay
en aquel sendero un paraje de árboles centenarios. Y el atajo sube
como por un palacio de piedras inmemoriales.
Hacia la izquierda se abre una llanura que es en realidad una laguna
encantada.
Allí se ven en las noches toros. Se oyen campanas y corretean en sus
orillas duendes que embelesan y capturan a quienes se demoran contemplándolos.
Por ellos me he empapado de lluvia. Y sobre mis hombros ha caído
–por transitar hasta tarde por esos sitios–, todos los augurios,
premoniciones y presentimientos.
Yo he pasado por allí cuando las sombras peleaban con la tenue
claridad de la tarde. Lo he cruzado acesante, hasta dejar de correr en
las primeras casas, recién a las afueras del pueblo.
19.
Ya jamás se olvidan, cierran ni cicatrizan
A veces, al amanecer, fuimos contigo por ese rumbo a traer algo. ¿Recuerdas,
prima mía? Entonces tu voz y tu rostro ha marcado para mí por
siempre lo que es el alborear del día.
Pero atrevimiento y temeridad es hablar de los caminos en unos cuantos
renglones, porque ¡son tantos y tan vastos! Y distintos son sus
sentidos.
Como también es temeridad recordarlos creyendo que nada en ellos se
ha movido ni cambiado.
Incluso a la gente que encontré y pasó por ellos los tengo fijos,
quietos o congelados con su saludo, su sonrisa o su pena.
Pero los que más hay son los caminos inhallables, que de niño uno
los encuentra reptando por el curso que hace el agua debajo de las
cercas.
Y que nos llevan a huertos inconcebibles, mundos fragantes y a
jardines sobrenaturales, dominios que después ya jamás se olvidan,
cierran ni cicatrizan.
20.
Son los mismos por los cuales
hemos regresado cada tarde
Caminos por donde nos hemos ido alguna vez y para siempre.
Y creo que, igual, eternamente hemos regresado por ellos.
¡Donde te he querido y anhelado tanto!
Caminos que a estas horas estarán a oscuras, pero en vigilia e
insomnes.
Caminos sin una sola alma, ni al centro ni a su vera.
Aunque sí, con la cruz de yo mismo, despierto y velando al borde de
sus piedras pasmadas.
¡Caminos en los cuales nos hemos despedido.
Y son los mismos, aunque otros somos nosotros, por los cuales hemos
regresado cada tarde!
Y reencontrado en esta vida y otras vidas. Y desaparecido hacia la
muerte.
Que nos traen y nos dejan solos en un sitio que siempre es El Camino.
Desde donde otra vez tendremos que seguir, partir, continuar el viaje.
Por eso los caminos son abrazos. Son libertad, ya muertos. Y mientras
vivamos: prisiones y cadalsos.