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¡Compañías! ¡Paso de desfile! ¡Marchen!
Era la voz de mando del Instructor Oficial de IPM en el ensayo de los
alumnos del Colegio Santiago el Mayor para el desfile de Fiestas
Patrias.
Las dos columnas, una de mujeres y otra de varones dejaban caer sus
pasos que resonaban en golpes parejos haciendo temblar el suelo del
patio de la vieja casona donde empezó a funcionar el recién fundado
Colegio del pueblo de Santiago de Chuco, el primero en crearse en todo
el ámbito de la provincia.
Era principios de julio y yo había acompañado a mi padre a una visita
a la añosa casona detrás del campanario donde tenía cita con su
amigo, el profesor Romeo Solís Rosas Anaya, músico, pedagogo, gestor y
ahora flamante director del nuevo y pujante plantel estudiantil.
Llegamos en el momento en que alrededor del patio el alumnado que había
ingresado aquel año hacía un ensayo para el desfile escolar de las
Fiestas Patrias, donde por primera vez desfilaría una institución
educativa de educación secundaria.
Dos
agrupamientos de tres columnas cada uno marchaban con la frente
levantada hacia lo alto, sin un gesto vano o fallido en el rostro, sin
una mirada distraída, los semblantes serenos, candorosos, casi
iluminados.
Adelante, en cada vuelta que daban alrededor del patio, iba la sección
de mujeres en líneas de a tres, en marcha acompasada, con sus uniformes
de falda azul y blusa blanca.
Eran unas muchachas altas, límpidas y hermosas que me admi¬ró verlas
como brotes inusitados de nuestros manantiales, ríos y bosques
encantados.
Delante de todas ellas, con su bastón de mando blanco, la mirada
indoblegable, todo el talante imbuido de ideales, iba la Brigadier
General de aquel agrupamiento.
Era ella quien trazaba el sendero con sus pasos marciales, indicando con
un gesto dónde hacer los giros, volteando de vez en cuando para indicar
algo con la mirada, señalar un movimiento, o vigilar una conducta.
Todo parecía depender de aquella joven delgada, etérea y a la vez
exacta.
3.
El perfil de las montañas
Eran
más o menos entre sesenta muchachas y muchachos a quienes yo
contemplaba subyuga¬do por su distinción y compostura. Un haz de
espigas entresacadas de nuestros campos de suyo floridos.
Impresionaba la seriedad de esos rostros, el aplomo de los gestos, la
altivez de su talante.
Envueltos en sus uniformes impecables giraban en el patio de tierra
apisonada delante de las paredes blancas de adobe que coronaban en lo
alto racimos de mostazas y malvas florecidas después de las lluvias de
mayo y de junio, más arriba las techumbres rojizas y más arriba el
cielo azulado.
En el balaustre del segundo piso mi padre conversaba con don Romeo Solís
que concentraba todo el horizonte, el perfil de las montañas y las
nubes bogando en el firmamento en sus lentes bajo el techo cimbrado de
la casa antigua.
4.
Columnas de argonautas
No
había visto aún la banda de guerra que estrenarían en el desfile de
Fiestas Patrias del 28 de julio de aquel año de 1954.
De allí que en la mañana del 28 de julio, pasamos con mi escuela
primaria esforzándonos por mantener la fila rectilínea y acompasando
el fluir de la columna, golpeando fuerte el piso para que resonaran
nuestros pasos lo más que podíamos delante de la tribuna.
Y tan pronto nuestras tarolas de madera pintadas de azul de nuestra
banda de guerra dieron el redoble final, y se escuchó la orden de
"¡Rompan filas!", corrimos en estampida a ganar el mejor
sitio para ver pasar en su marcha inaugural al Colegio Santiago el Mayor
que cerraba el glorioso transcurrir de los batallones que desfilaron
aquel año.
El anhelo de ver este acontecimiento al parecer fue del alumnado de
todos los planteles de Educación Primaria, porque ya disueltos
invadimos en avalancha la plaza y reven¬tamos los emplazamientos de la
calle frente al Municipio.
Pero no solo los niños sino que toda la población estaba pendiente de
ver pasar a esas columnas de argonautas como eran para nosotros los
alumnos y alumnas del Colegio Santiago el Mayor.
Por
eso, cuando fue anunciado el ingreso del Cole¬gio por la bocacalle de
la plaza, en línea recta con la tribu¬na oficial, el griterío de la
gente estalló y el cordón humano, que a duras penas sosteníamos los
que estábamos adelante, se rompió en varios puntos.
Pero empujamos hacia atrás con todo el peso de nuestro cuerpo, en los
hombros y en la espalda, deteniendo la arremetida. A ratos cedíamos con
riesgo de ser maltratados por los policías, quienes pasaban golpeando
con sus varas a los se habían atrevido a ceder siquiera un paso hacia
delante, ante el empuje incontenible que venía de atrás.
Fue cuando desde lejos resonó el estallido de cornetas que nunca antes
habíamos escuchado:
– ¡Es la banda de guerra del colegio!
– ¡Viene la banda de guerra del colegio!
Los instrumentos habían sido donados por el General de División Carlos
Miñano Mendocilla, héroe de la Batalla de Zarumilla, nacido en las
pampas de Samada en la parte rural de Santiago de Chuco, y quien había
ascendido desde soldado raso hasta cubrirse de gloria cuando tenía el
grado de coronel en el conflicto bélico del año 1941.
Ya
cerca los redoblantes atronaron el aire y avanzaron por entre la calle
abierta por el gentío, con el aplauso y los vítores de quienes se
apostaban en la vereda y en los muros aledaños.
Y asomaron ante nuestras miradas deslumbradas y atónitas las
circunferencias plateadas, de cueros traslúcidos y atornillados con
rojas mariposas, con banderines que casi se arrastraban por el suelo,
las nuevas tarolas de la banda de guerra del colegio, nunca antes vistas
por nuestros ojos.
¡Con cuerdas que atravesaban su circunferencia y le daban aquel sonido
áspero, dulce y a la vez altivo a sus compases!, ¡tal y como debe ser
el fragor de una batalla!
Los muchachos que las tocaban parecían tener otro talante, como si no
los conociéramos. Se alinearon bajo los ventanales del viejo Municipio,
alzando las rodillas como si marcharan en su propio sitio. Y nosotros
subyugados de ver una luz nueva del sol en los reflejos que desprendían
y en los acordes que se elevaban desde esos prodigios.
Pronto
el corneta mayor, cuan alto era y con ceño fruncido, hizo girar su clarín
en el aire, a lo que siguió un revuelo de banderines de que estaban
adornadas las cornetas. Las embocaron en sus labios y luego, a una señal,
soplaron endureciendo los carrillos.
Y emergió nueva “Marcha de banderas” que resonó en nuestros
corazones con sonido absoluto, sideral e infinito. Levantaba del fondo
de los abismos todo lo sufrido, lo amado y también la más prístina
esperanza que nos cabe albergar hacia el futuro más prominente.
En eso, apareció a lo lejos y hacia el fondo, sereno e enhiesto, el
pabellón nacional rojo y blanco, emergiendo del tumulto que hacían las
cabezas y los cuerpos arracimados de la gente sencilla, portado por la
escolta de mujeres que vestían uniforme de gala de paño azul con
cuello de blanco, llevando un brazalete amarillo con bordes rojos y
negros y la escarapela del Perú en el pecho henchido.
Detrás
de la escolta un manojo impresionante de muchachas y mu¬chachos, a
quienes les temblaban las mejillas, con la mira¬da fulgurante y el ceño
endurecido de guerreros que portan en el alma y el ser algo sagrado.
Y así no pasó sino que se quedó para siempre en nuestras almas el
colegio de mi pueblo, marchando como nunca habíamos visto ni imaginado
antes; con otra fuerza, con una convicción, con un mundo nuevo a sus
pies.
Aquella realidad no estaba solo en la marcialidad de sus pasos, ni solo
en la templanza de sus cuerpos, ni solo en la seriedad de sus
semblantes, ni solo en los vítores de la gente, ni solo en las lágrimas
de los ojos de hombres, mujeres y niños, sino en mucho más.
Una emoción profunda invadió al gentío que aplau¬día y en los ojos
de todos nosotros se escarchaba el coraje, la ilusión y la esperanza
hecha cuerpo y espíritu.
Lo vimos avanzar en formación perfecta, la mirada puesta en un mundo
sublime entre el atronar de las cornetas, los vítores y los aplausos de
la gente.
Era
una marcha triunfal frente a las tribunas oficiales en la ceremonia de
gala de aquel día memorable y en aquel colegio con temblor de fábula y
leyenda.
¡Era nuestro pueblo puesto de pie, con toda la esperanza depositada en
el horizonte lejano y límpido, pleno de amatistas y diamantes en esa mañana
radiante del mes de julio!
– ¡Ya puedo morir tranquilo! –dijo un viejo restregándose los ojos
con un pañuelo.
– Es el Dios de los cielos y el Apóstol bendito quienes premian así
a nuestro pueblo.
– Es la bondad de la gente la que hace posible ver estos dones de la
tierra.
– Son los buenos profesores los que preparan así a nuestros muchachos
y a quienes debemos estar agradecidos.
– ¡Vivan los profesores! –gritó alguien.
– ¡Viva Santiago de Chuco! –gritó otro.
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