Nuestros
antiguos padecieron mucho hasta aprender a techar las casas de tal modo
que ellas resistieran la fuerza de la lluvia, el trueno y el relámpago.
El Día vivía en una pequeña choza, hecha del largo de sus brazos
abiertos y de la altura de su persona, cubierta con ramas de plátano y
hojas redondas que crecen en las aguas tranquilas. Pero llegaba la
lluvia y la destrozaba anegando el lecho en donde dormía.
Después de una noche en que el cielo parecía derramarse entero. El Día
se levantó muy enojado por el daño que siempre hacía la lluvia. Cogió
su arco y su flecha y salió con pasos firmes al campo descubierto.
– Estoy hastiado de la lluvia que anega mi lecho, por eso he decidido
buscarla y abrirle la barriga hasta dejarla muerta –dijo.
Inclinando
la cabeza y estirando los brazos escuchó las pisadas de la lluvia que
andaba dando vueltas por una montaña. Y allá se encaminó convencido
de que tenía que matarla.
La esperó en un monte por donde tenía que pasar, listos en sus
robustos brazos el arco y la flecha de filo envenenado.
Y así estaba, observando y meditando cómo asestarle un golpe cabal y
de segura muerte a la lluvia.
De pronto se presentó un hombre de gran talante con una cabellera larga
que le caía sobre la frente y también sobre la espalda.
Vestía una falda que contenía todos los colores.
– ¡Muchacho de ojos negros! –le dijo – ¿Qué haces allí de
pie en el campo descubierto?
–
Espero a La Lluvia para matarla –contestó. Pero susurrando se decía:
¿Y quién es este cuñado que no lo he visto hasta ahora?
– ¡Ah! Le dijo el gigante muy asustado– sigue esperando que por allá
viene.
Apresuradamente se alejó avanzando a grandes saltos entre los cerros y
uniéndose, un poco más lejos, a las gotas que caían, las encaminó
por otro rumbo.
El Día al ver esto echó a correr tras él persiguiéndolo, pero pronto
la tempestad empezó a elevarse y perderse en el cielo.
– ¡Ay caramba! –se lamentó–, el cuñado con quien hablé
era La Lluvia y ahora se me ha escapado.
Desde
esa ocasión ya no hubo nubes en el cielo, el aire zumbaba ardiente y la
tierra empezó a endurecerse porque no llovía.
Y fueron secándose los pequeños ríos, quebradas y lagunas.
La gente al principio estaba contenta porque la pesca era abundante por
la disminución de la corriente.
Pero pronto comenzaron a secarse los grandes ríos y las lagunas antes
insondables mostraron su fondo pantanoso.
Hombres y mujeres trasladaron sus viviendas a las playas a fin de tener
agua para las ollas.
Ya no había muchos peces porque todos se quedaban boqueando en el aire
caliente.
La
humanidad sufría de hambre y sed, de dolor a la piel.
Los huesos se partían por lo resecos que estaban. Al cabo de cierto
tiempo toda el agua desapareció.
Sólo en el Ucayali quedaba una poza en donde bordeaba cristalina el
agua. ¡Cómo se mantenía llena nadie lo sabe! La razón todos la
atribuyen a los poderes de su terrible habitante: la Boa Negra.
Buscando algo para beber la gente se acercaba a ese escondite, pero en
el intento de sacar agua muchos morían porque el reptil al percatarse
sacudía la cola con furia, haciendo rodar a los hombres al fondo del
abismo en donde se los comía.
Mil formas buscaron los seres humanos para conseguir un poco de agua.
6.
Tanto tiempo sin hacer nada
Así,
instruidos por el Mono Martín, unieron varias cañas al final de la
cual ataron una cantimplora. Con ella lograron sacar unas cuantas gotas
que chupaban desesperados.
Sin embargo no era suficiente para vivir. Además faltaban fuerzas para
sostener los carrizos desde la orilla.
El Día entonces le habló al Mono Martín:
– Irás a La Lluvia llevando un mensaje. Le dirás que me disculpe y
que venga. Que queremos que llueva, pero que por favor trate de no mojar
otra vez el lugar donde vivo.
Cogiéndose de las ramas subió el Mono Martín al cielo y encontró a
La Lluvia sentada rascándose los dedos de los pies, legañosa de estar
tanto tiempo sin hacer nada.
7.
Y arrancó a gemir el mono
El
Día pide que lo perdones, pero que lluevas y trates de no mojar el
lugar donde vive –le dijo, cansado de viajar.
La Lluvia lo miró despreciativamente.
–
No puedo –contestó. Dile a El día que él trató de matarme, tenía
lista su flecha para abrirme la barriga; ahora que se arregle como
pueda.
El Mono Martín lloró entonces en su delante. (Y desde entonces nunca más
se te secaron las lágrimas).
– ¡Abuelo! –Imploró–, si no vienes, toda la gente de la selva se
muere.
Y arrancó a gemir el mono con ahogos, hipos y babas.
–
Cálmate –le decía La Lluvia que lo estuvo contemplando un rato.
– ¡Cálmate nieto! –le rogaba porque el mono se ahogaba ya en
suspiros.
Pero más chillaba el otro.
– Iré. Iré – dijo por fin.
Con esto recién se fue calmando el mono.
– ¡Iré! Pero para eso El Día que me insultó tendrá que realizar
una prueba.
– Dar muerte a la Boa Negra que mezquina el agua.
Sólo así bajaré, además llevando toda mi gente para enseñarles a
techar de una vez el lugar en que viven.
9.
Nosotros te ayudaremos
El
Mono Martín, sin oír más, saltando de alegría, bajó del cielo. Y
casi se mata por descolgarse, saltando de diez en diez las ramas.
Contó a El Día de todo lo ocurrido.
– Sólo pide que des muerte a la Boa Negra –dijo.
Pero el contento del mono se esfumó cuando El Día dándose vuelta se
negó a combatirla.
– Nadie puede matarla –sentenció.
–Tienes que pelear –le respondieron los pocos hom¬bres que aún tenían
fuerzas para hablar.
– No puedo paisanos –les decía.
– Nosotros te ayudaremos –le replicaban.
– Hermanos –rogó El Día –me comerá la Boa.
– Déjate comer. Para eso llevarás palo de Ojé, que hará que se
duerma el enemigo. Nosotros luego lo lancearemos desde la orilla.
Armándose de valor El Día entró al pozo llevando oculto en su sobaco
hojas de Ojé.
Al sentirlo, sobre él se abalanzó el animal.
Luchó El Día para entrar a la boca de la Boa sin ser triturado,
mientras la tierra se sacudía.
Niños y mujeres se unían en abrazos, se caían los árboles y tos
hombres se agarraban a las raíces para no rodar al abismo, que la Boa
abría con sus azotes.
Pronto que tragó a su víctima la Boa se fue quedan¬do profundamente
dormida en la superficie del agua, emitiendo ronquidos que chamuscaban
tas yerbas cercanas.
Avanzando de puntillas y reuniendo todas las fuerzas que aún quedaban,
los hombres la lancearon desde lejos.
Fue tan certeramente que pronto volteó hacia arriba la panza
blanquecina. Y flotando la arrastraron hasta la orilla en donde abrieron
su barriga sacando a El Día que a punto estuvo de ahogarse.
Muerta
la Boa Negra estallaron en gritos de júbilo la gente que sobrevivía.
La lluvia empezó a bajar calmosamente sobre la tierra sedienta.
Y de coda gota que caía se levantaba un hombre.
Ellos fueron entonces al monte a traer los materiales para construir la
casa prometida.
Recogieron bejucos para amarrar las vigas, cortezas de palmeras, palos
largos de moena. Trajeron variedades de madera dura, en la cual no
entran el comején ni la polilla.
Otros empezaron a aparejar la tierra, a medir, a cavar huecos para
plantar horcones.
Otros labraban columnas, parantes, cumbreras. Unos hacían ranuras y
muescas en las puntas, otros pulían tablas, otros remojaban bejucos,
otros lo sumergían en resina.
Y
todo lo tuvieron reunido.
Entonces empezaron plantando un gran eje de madera y pilones en círculo,
unidos al centro por travesaños de capirona.
Así hicieron el piso, elevado del suelo, de tal modo que cuando la
tierra se moja no afecta la cabaña que es tibia.
Sobre los travesaños tendieron madera de cetico, ama¬rrada desde abajo
con nudos parejos.
Luego unieron por lo alto vigas y cumbreras al eje, amarradas con
bejucos y chambira.
Y el hombre de gran porte con cushma de arco iris, trayendo la hoja de
yarina desde un monte cercano, llamó a la gente dispersa.
13.
Llovió durante varios días
Y
ante todos enseñó a tejer en trenzas las hojas, montán¬dolas unas
sobre otras, de abajo para encima y viceversa.
Tejida la yarina en largas cintas y lista la estructura de la casa
subieron las hojas, empezando desde lo más bajo del techo que cuelga,
hacia arriba. Y de derecha a izquierda.
Así iban amarrando sobre el techo la palma, untando después la
cumbrera con cebo de paujiles.
Logrado todo esto dijo La Lluvia:
– Ahora ya saben hacer y techar las casas. Las harán siempre para
toda la familia que tenga una pareja.
Y ordenó a todos entrar en la cabaña recién construida, se elevó al
cielo y pronto empezó un tremendo aguacero.
Llovió durante varios días seguidos, hasta nuevamente hacer crecer las
quebradas, las lagunas y los ríos.
14.
Así cuentan los abuelos en torno a la hoguera
Así
cuentan los abuelos en torno a la hoguera.
De cómo el día se enojó con La Lluvia y después tuvo que dar muerte
a la Boa Negra.
Sólo así también aprendimos a construir nuestras casas desde aquellos
lejanos tiempos.
Esta, en la cual vivo, fue hecha después por mis padres.
Se levanta sobre recios horcones.
Bajo su techo abrigado no penetra el agua pese a que vivimos bajo el
fragor de su caída.
En las noches, con los ojos abiertos dentro de nuestros mosquiteros,
escuchamos al cielo derramar sus tinajas sobre el frágil techo de
palma.
15.
El trueno y el relámpago
Escuchamos
el tupido rumor de las hojas.
Y sobre el río, a la orilla del cual se levanta nuestra morada, el
tenue aleteo de las garzas.
Nuestro cuerpo entero se extiende entonces sobre la tierra empapada.
Nuestro ser abarca los árboles de pie y los árboles caídos, envuelve
las zarzas, la tierra renegrida o colorada.
Nuestro corazón se funde con el trueno y el relámpago.
Pero, ¿cómo, al otro día, nuestra casa permanece todavía?
¿Y más bien luce luminosa y como florecida?
Es que es hechura de la lluvia.
Intimidad entre dos espejos: el cielo y el río.
|