Varios amigos, que además son fieles y leales lectores de este, vuestro blog, me pidieron que, además de la ironía del Bestia y la Gorda, contase algo sobre nuestras vacaciones.
Allá va, pero antes, un breve
PREFACIO
En una velada a la que fui casi por casualidad, una veterana literata me explicó que ella escribía prosa y poesía, teatro y fábulas, traducía de varios idiomas a otros tantos y un largo y detallado etcétera.
Tras su parrafada, me preguntó “Y usted, joven, ¿qué escribe?”, a lo que contesté ¨Memorandums, señora, memorandums” (sin gran respeto a los plurales latinos).
¿A qué voy? A que en general soy poco dado a escribir sobre sensaciones, sentimientos y todas esas cosas que son difíciles de definir, por lo que trato de ceñirme a – como diría Ortega – “las cosas”.
VENECIA (ahora sí, en serio)
Se puede visitar Venecia de varias maneras: con o sin mentor turístico, con o sin libro de viajes, hasta con o sin mapa.
Nosotros decidimos visitarla al azar de los zapatos, en especial ese domingo por la mañana, en que salimos del hotel a la tempranera hora – para Venecia – de las nueve.
Subimos a un puente, pasamos bajo un arco, cruzamos un canal y avanzamos a paso relajado por una callejuela, creo que la de Sacchere, posiblemente una de las más intrascendentes de toda la ciudad.
En eso estábamos, cuando nos sobrepasó un grupo de damas y caballeros prolijamente vestidos de camisas blancas y pantalones – o faldas, según el caso – negras. Tan intrascendentes como la propia calle, que se perdieron allí adelante sin que les prestásemos casi atención.
Seguíamos por Chiovere más o menos rumbo al puente del Rialto, cuando del frente nos llegó un eco coral: sonaba como un Ave María más o menos renacentista, difícil de identificar. Arrastrados por el sonido, llegamos a la famosa Escuela Grande de San Rocco, frente a la cual el coro – que de eso se trataba – cantaba… solo y simplemente para su placer.
Confieso que se me erizó el vello de los brazos y se me hizo un nudo en la garganta de la emoción: ¡una veintena de personas cantando armónicamente por el simple placer de hacerlo!.
Los tres o cuatro que estábamos allí aplaudimos entusiastas y el coro siguió su camino.
Nosotros fuimos un poco para aquí y otro para allá, subimos a otro puente y cruzamos otro canal… hasta que de nuevo nos llegó el sonido del coro.
Esta vez cantaban “Tras el arco iris” (Over the rainbow) y un puñado de gentes los escuchaban arrobados, frente a la iglesia de San Polo. De nuevo se me pusieron los pelos de punta de la emoción.
Porque Venecia es más que los canales, las góndolas, los palazzi y los cafecitos en Piazza San Marco: es una música “porque sí”, como la de un grillo barroco, que eso era, finalmente, Vivaldi. |