Estimulado
por mi amigo el periodista montevideano Julio S. (yo sé que él
preferiría mantener su nombre en secreto) y sus aventuras con los
“perejiles” – que pueden ser leídas en su facebook, para quienes
tienen la dirección – me veo en la obligación de poner un
poco de orden en el trascendente tema de los “colados”.
Si llamamos “perejiles” a los periodistas más o
menos acreditados, que suelen asistir a los ágapes, inauguraciones o cócteles,
debemos diferenciarlos de los no-periodistas: los que vienen de colados
pero sin la justificación profesional.
Porque los “perejiles” (que están en todas las salsas) son, en el fondo, periféricos al periodismo: algunos publican algo aquí o allá, o publicaron en su momento, o piensan publicar o difundir alguna nota por radio. De periodistas tienen, al menos, la esperanza.
Hay otros, que denominamos “las croquetas” por estar siempre en los cocteles: son impulsados por el sano deseo de estar, simplemente estar. Estar presentes en las misas de boda, en la celebración de los aniversarios de países extranjeros, en las inauguraciones de exposiciones… en todo sitio donde no es tan importante qué te dan de comer como con quién te codeas.
Por ejemplo: una querida amiga porteña (seria y de buena fama como abogada especialista en algún recóndito vericueto del Derecho Comercial) nos arrastró una vez al estreno de una obra de teatro en Buenos Aires… ¡solo para estar del otro lado de la cuerda de raso que la separaba de la alfombra roja por donde iban a entrar los célebres a la platea! Ni que decir que los – para mí desconocidos – famosos pasaron a nuestro lado como una exhalación, si siquiera mirar a los costados. A eso lo llamo “cholulaje”, termino algo pasado de moda, pero efectivo aún.
Ese es un caso extremo; lo más común es los que son invitados a las reuniones diplomáticas “por tradición”: el Tercer Secretario de la Republica de San Cristóbal era vecino de piso de ellos en 1975 y, por cumplir, los invitó ese año al coctel de aniversario; luego quedaron en la lista; pasaron los Cónsules y los Embajadores, pero ellos siguen siendo invitados. Una vez, en casa de amigos, se me apersonó una señora quejándose de que no la invitábamos más a nuestras recepciones, desde hacía años. Al preguntarle – respetuosamente – quién era, me dijo que fue la dentista de la esposa del embajador a principios de los ’80, y que por ese entonces era siempre invitada. No me quedó claro si estaba sugiriéndome sus servicios odontológicos o reclamando los canapés retroactivamente desde esos años.
Finalmente los que vienen a comer gratis – a los que llamaría los “gasteropodos”, que vienen simplemente a comer: mi padre me contaba que en sus tiempos de estudiante de provincias en la capital – abundantes en la escasez de comida, entre otras insolvencias – solían acercarse a los salones de fiestas y entrar subrepticiamente, engullendo cuanto podían antes de ser detectados y debidamente echados; en una de las fiestas, el animador pidió que los amigos del novio se ubicaran a la izquierda del escenario, y los de la novia a la derecha… y luego expulsó a todos: era un Bar Mitzvá.
Ahora eso pasa menos por las invitaciones impresas, los mails y un retroceso en la hambruna estudiantil, pero en las celebraciones diplomáticas… ¡ni se imaginen! Al punto que en una de mis misiones, decidí poner afuera del salón una mesa para evitar el papelón de los colados, pero varios colegas me pidieron no volver a hacerlo: sentaba un mal precedente.