Parece que el comer une – al menos por las muchas respuestas que recibí de mis fieles y leales lectores por la nota de la semana pasada sobre el café, nota que desde ya aclaro, tendrá continuación.
Es que, siguiendo con el encantador librito de John Dikie, el comer es parte del ser nacional, si es que éste existe; pero además, es parte de la vivencia personal placentera, quizás una de las pocas que se pueden comentar en público sin salir de las buenas costumbres y maneras.
Así que… ¡hablemos de comida!
Empecemos por el primer plato que, como en todas las mesas occidentales, en Israel a veces se convierte en la parte principal – o única – de la comida, al menos al mediodía.
Porque el israelí normal no abunda en almuerzos en días laborales: simplemente no tiene tiempo. A no ser que se trate de almuerzos de trabajo – generalmente pagados por otro o a costa de la empresa: ahí todo se desboca y se come de todo e implacablemente, pero no es ese el tema de hoy: sobre los almuerzos de trabajo – de los que puedo escribir una enciclopedia – será para otra vez.
La frugal comida del israelí típico es la ensalada, pero no la simple ensalada que el occidental acostumbra. Anécdota: Un buen amigo pidió en un restaurante de Buenos Aires “una ensalada de lechuga, tomate y cebolla”, a lo que el camarero le preguntó “¿de qué otra cosa puede ser?”.
Aquí en Medio Oriente puede ser de casi cualquier cosa, fría o tibia: verduras, pastas, cereales, trozos de carne o pescado, cortada gruesamente o finamente picada, aderezada con aceite de oliva (no siempre genuino…) o ketchup, en definitiva, de todo.
Pero es infaltable el “humus”, que no es lo que la Wikipedia dice:
El humus es la sustancia compuesta por productos orgánicos, de naturaleza coloidal, que proviene de la descomposición de los restos orgánicos (hongos y bacterias). Se caracteriza por su color negruzco debido a la gran cantidad de carbono que contiene. Se encuentra principalmente en las partes altas de los suelos con actividad orgánica”
sino otra cosa: un simple puré de garbanzos cocidos, mezclados con aceite de oliva, ajonjolí o pasta de sésamo, jugo de limón, sal y ajo, que se come acompañado de pan (común o del chato, llamado “pita”).
A veces se le agrega algo más para darle color y justificar el precio: carne picada, garbanzos o frijoles enteros con salsa, recalentados por generaciones; un toque de pimienta o de paprika, un poco de perejil picado… pero en esencia es una simple pasta de garbanzos.
Usted lo puede comer con el tenedor, levantando miradas de suspicacia entre los vecinos de las otras mesas y miradas de disculpa entre sus comensales, o bien, como lo hace James Stewart en “El hombre que sabía demasiado”, acomodando el trozo de pita entre los tres dedos de la mano y untando con un torpe movimiento circular: en la película es cómico, en la vida real, más bien dramático, porque si no sabe hacerlo, el humus termina sobre su corbata – y si no tiene una, sobre la pechera de su camisa.
Había un cónsul israelí en Buenos Aires, que frente a cualquier plato que comiese, comentaba: “Está rico, pero ¡como el humus de Rajmu en Jerusalem, no hay…!”.
En la primera oportunidad que tuve, subí a Jerusalem, y entré en la sórdida humusería de Rajmu, y probé el tan mentado humus del cónsul, verificando que no hay mejor salsa que la nostalgia.