A las 5 y media de la mañana lo tenia todo en la cabeza: la historia de Desi (Desdémona para la familia) Villaverde, corresponsal en Tierra Santa de una agencia española de noticias, que iba a entrevistar a la madre de un suicida palestino en el Gran Hotel Colonial de Jerusalén, entrevista que había conseguido por intermedio de su peluquero Jimmy (en realidad Jayiub) y el traspaso de 300 dólares.
Lo tenia todo pensado, desde el color de los zapatos que iba a calzar Desi, la ambientación (agobiante a pesar de la hora temprana) del ascensor en el que bajaría a la calle Hilel en pleno centro para subir al primero de los dos taxis que la iban a llevar a la cita, hasta la contraseña que debía decir al portero del Gran Hotel para que la conduzca hasta la cafetería, en donde la esperaría el contacto.
Cuando abrí los ojos – era noche aún – olvidé la parte de la reunión con la madre del suicida: no recordaba ya si iba a ser en casa de ella o de una pariente; sabía que tendría que ocultar la ropa occidental y cubrirse con una chillaba o como diablos se llamase la túnica que la disimularía ante los ojos del clan, pero ya no recordaba si eso iba a pasar en el hotel o en el tercer taxi, que la iba a llevar al suburbio de… ¿Tel Shakshuka o Balatiyyah? ¡A las seis menos cuarto ya había olvidado ese detalle!
Bajé la pierna izquierda y giré para sentarme: la vecina personal trainer me había dicho que está prohibido sentarse en la cama y forzar las vértebras de la espalda, especialmente a mi edad. En ese momento olvidé completamente la parte del encuentro de Desi con su entrevistada, en la que tenía planeado preguntarle qué sentía la madre de un “shahid” – ¿así se llamaba a los suicidas que ponían bombas en el marcado? -: ¿iba a confiar en la estudiante que haría de traductora? ¿Usaría su primitivo inglés o trataría de entenderse con sus contactos en su mas rudimentario hebreo (era un supuesto que – a pesar de ser una experta en Medio Oriente – no hablaba una palabra de árabe, aparte de los saludos convencionales).
Mientras tanteaba con los pies en la oscuridad para hallar las zapatillas de gamuza que recibí en un cumpleaños en la década anterior, fui olvidando los detalles de la casa en los suburbios – ya no supe si era tras un jardín, si el jardín estaba tapiado por un alto muro de piedra o por una simple pared de bloques de cemento. A esa altura ya no recordaba, por supuesto, si recorrieron un largo trayecto hasta llegar a la casa, y si el sol oriental resaltaba los colores de los olivares al costado de camino, ni qué pensó Desi al ver que eran tan parecidos a los de la Andalucía en la que jamás había estado, pero tanto había leído.
La conversación entre las dos mujeres y la intérprete ya había desaparecido de mi imaginación al calzarme la segunda de las zapatillas y pararme, mientras que entre las persianas se entreveía la primera luz del amanecer. Ya parado, alcance a olvidar las arrugas en la cara de la jujer, demasiado ajada para ser la madre de lo que se supone era un adolescente: ¿no sería en realidad la abuela?… pero el detalle ya carecía de importancia, porque estaba olvidado.
Trastabillando en la penumbra llegue al baño, abrí el grifo y me sacudí un poco de agua en los ojos, antes de encender la luz: al verme en el espejo, reconocí al empleado que debía apresurarse para ir al trabajo: desayunar un café soluble con un poco de leche, una tostada con queso blanco con 3 % de grasa y mermelada de la barata, vestirse con sus jeans gastados en los fondillos y una camisa celeste algo cuarteada en los sobacos y olvidé al exitoso escritor de novelas con que había dormido esa noche.
En el autobús que me llevaba al tren de cercanías, olvidé el resto de la historia de Desi (Desdémona para la familia) Villaverde, corresponsal en Tierra Santa de una agencia española de noticias, que iba a entrevistar a la madre de un suicida palestino.
Para cuando llegué al trabajo, ya no tenía nada que contar. |