Parece que el tema de la comida interesa a mis fieles y leales lectores, así que la seguiremos, con uno de los pilares de la gastronomía de mi pequeño y arrugado país: el desayuno .
A mis visitantes – que otrora eran pléyades y ahora solamente amigos del alma – les recomendaba prudencia: comenzar el día con huevos fritos, tres o cuatro trozos de arenque o atún marinados, ensaladas con abundancia de pepino, quesos duros en el plato u untados sobre el pan… ¡es “ demasie para el body ”! como se decía antes. Ni que hablar de los suculentos croissants , que los camareros se empeñan en llamar “corazón”, y bizcochos de los hoteles, untados en mermelada y mantequilla: ¡el desayuno en Israel es una bomba dietética!. Ello sin contar las frutas, que de mañana son apetecibles en exceso.
Cierto que cuando joven, regresando de la tarea en el campo de algodón a donde habíamos salido a las 4 de la madrugada, se imponía una ración de 6 huevos revueltos, ensalada de tomates y una lata entera de sardinas, antes de atacar la bollería. Pero entonces no se había inventado el colesterol, y nuestros jugos digestivos eran tan hormonales como nuestra edad.
Pero ahora, ya no.
Por eso, decidimos un desayuno más discreto: allá en el centrito comercial del otro barrio nos dijeron de una panadería ( ¿por qué le habrán puesto “La Espiga”? ) que solo sirve pan y queso por la mañana, con el café con leche… y allí fuimos raudos, a festejar el fin de semana, la vida y la salud.
Empezaron con la carta de quesos – por supuesto producto de una lechería artesanal de un kibutz ignoto – que más parecía el mapa de Europa que un menú: quesos duros a la manera de España, semiduros, como en Suiza, blanditos como en Francia y hasta alguno untable como los de estos lados: le dejamos al dueño de “La Espiga” que elija él, pero pedimos que sea mesurado en las raciones.
También nos quiso pasar la lista de panes y nuevamente lo dejamos a su voluntad: ¡el tema ya nos superaba, y aún no habíamos pedido las bebidas!
Para darle atmósfera israelí al desayuno, la terracita del centro comercial recibía un solcito mañanero ignominioso para el otoño, más bien digno de Aruba, por decir algo; las colinas a este lado parecían la Toscana y los edificios al otro lado la Costa Brava sin mar; una parejita de franceses religiosos secreteaba allí atrás, y una panda de señoras americanas entradas en años y kilos cacareaba y carcajeaba… Una chiquilina con uniforme de la Fuerza Aérea pasaba por delante, como para hacernos una marcación geográfico-histórica mas ajustada. Además, llevaba el diario Maariv en la mano.
Llegó el “desayuno israelí” a la mesa: una tabla con queso Inbar “tipo Mutchli”, que – como todos saben – se produce en la Suiza Central y está sazonado con tomillo; otro trozo era de queso tipo Tomme (queso francés de montaña, Wikipedia dixit)) con semillas de mostaza… y finalmente otro más de tipo Mezza, semiduro de leche de cabra, que ni siquiera el omnisapiente Google conoce.
Una cestita con varios tipos de pan (uno con nueces, otro con semillas de anís, y varios que ni recuerdo), mantequilla y mermeladas hacía digna compañía a los quesos. Trajeron limonada, café, leche: declinamos gentilmente la caja de infusiones en bolsita: no hay que abusar.
Terminar con todo nos llevó una larga hora. La tabla donde venían los quesos no la comimos: era de madera.
No sé si es preferible el desayuno israelí tradicional: el recuento de colestarol lo dirá.