No es que me hayas mentido lo que más me conmueve, sino que yo jamás te volveré a creer: A propósito de la mentira como problema moral [1] por Minor E. Salas
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Y es así que mentimos (y mentimos), pero siempre listos con los argumentos que demuestran que uno no debería mentir. Epicteto
Existe solo un mundo, y ese mundo es falso, cruel, contradictorio, engañoso, absurdo [...] Necesitamos, por ende, mentiras para aplacar esta realidad, esta ‘verdad’; necesitamos de ellas para poder vivir [...] Que esas mentiras son una necesidad de la vida es parte del carácter problemático y aterrador de la existencia misma. F. Nietzsche
Ahora veamos lo que tienen que decir los filósofos. Noten el proverbio ancestral: Los niños y los tontos siempre dicen la verdad. La implicación es evidente: los adultos y las personas sabias, nunca la dicen. Mark Twain Resumen: El artículo defiende una tesis central: La mentira es tan poderosa y persistente en la cultura -contra todas las reglas morales que buscan anularla- porque ella encuentra su raíz más fuerte en las pulsiones básicas de los seres humanos: placer, amor y odio. El trabajo desarrolla, adicionalmente, una suerte de taxonomía de la mentira y sus distintas teorías. Se delinea una especie de “ética realista" sobre el tema. Palabras claves: Mentira. Valores. Verdad. Ética. Metaética. Derecho. Autoengaño. Abstract: This paper defends a central claim: Lie is powerful and persistent in culture -against all moral rules that intend its annihilation-because it finds its strongest root in the basic drifts of human beings, scil.: pleasure, love and hate. In addition, this article develops some kind of taxonomy of lie and its diverse theories. It is delineated, in this paper, some kind of “realist Ethics" concerning the topic. Keywords: Lie. Values. Truth. Ethics. Meta-Ethics. Law. Self-Deceit. 1. Introducción: Los ejemplos y el problema (A) Un hombre de edad madura -de unos 65 años- y de apariencia sabia, aconseja a un buen amigo menor que él -de unos 40 años-de la siguiente manera: “Mira hombre, tú puedes tener todas las amantes que quieras, eso está muy bien, pero eso sí, tienes que ser muy cuidadoso. Debes volverte un experto mintiéndole a tu esposa para que no se entere. Así lo he hecho yo durante años y vivo felizmente casado”. (B) Un hijo de trece años le pregunta a su madre si va a morir, después de que el médico le ha diagnosticado un cáncer terminal, del cual han sido informados previamente los padres pero no él. La madre le dice que no, que se encuentra totalmente sano y que pronto se va a sentir mucho mejor. (C) El testigo en un sonado juicio por varios delitos de estafa es, antes de la audiencia, sobornado para que mienta respecto de los hechos de los cuales es conocedor. A raíz de su declaración, algunos de los imputados en las estafas son absueltos y luego le recompensan con una suma considerable de dinero. Del hecho nunca nadie se da cuenta y el testigo soluciona los graves problemas financieros por los cuales estaban atravesando él y su familia. (D) Un ladrón entra a una casa de habitación y le pregunta amenazante a uno de los propietarios sobre dónde se encuentra la caja fuerte. La persona miente, y cuando el ladrón lo verifica, entra en ira y le dispara a uno de los hijos que había permanecido en silencio. (E) Un hombre, durante mucho tiempo y sin que nadie se dé cuenta de ello, tiene pensamientos abominables, dentro de los cuales está la idea de matar a su esposa; además de los pensamientos lujuriosos respecto de sus propias hijas. Él nunca ha sido capaz de contárselos a nadie ni tampoco de realizar acción alguna en el sentido de sus pensamientos. Sin embargo, siempre se comporta como un esposo cariñoso y un padre ideal y les habla constantemente a su esposa y a sus hijas sobre cuánto las ama. (F) La novia le pregunta a su novio sobre cómo se le mira el nuevo corte de cabello que había planeado hacerse durante mucho tiempo. Este, a pesar de lo molesto y decepcionado que se encuentra al respecto (pues el peinado se le mira realmente horrible), le dice que se le mira hermosísimo. Después de eso la novia continúa usando el corte, lo cual le genera mucha tristeza al novio. * * * Estos ejemplos, y muchos más, son el pan diario en múltiples situaciones de la vida cotidiana. Y sin embargo, a pesar de la abundancia y fertilidad de la mentira, pocas personas se atreverían a justificarla abiertamente como una regla moral por seguir. De ahí que suceda algo paradójico en este ámbito: Mientras que en la experiencia común de la mayoría de los individuos, la mentira es moneda de uso permanente, en el discurso moral siempre se está presto a dar mil y una razones para no mentir. Y es así que mentimos (y mentimos) pero siempre listos con los argumentos que demuestran que uno no debería mentir (Epicteto). Esta divergencia parece, a primera vista, una gruesa contradicción, una doble moral, según la cual se hace una cosa y se predica la otra. Máxima del fariseo. Hipocresía. Y este juicio, por duro que parezca, no deja de ser, en buena medida, correcto, tratándose del ámbito que acá nos ocupa. Somos unos mentirosos crónicos: Se dicen tres mentiras por cada 10 minutos de conversación, expone una investigación de la Universidad de Southampton[2]. No obstante, la mentira se rechaza, se niega y se aborrece. Nadie quiere ser víctima de ella. Pero todos la practican. Lo cierto es que decir siempre la verdad es uno de esos fenómenos que solo se hace (en el campo de la moral, de la vida social y afectiva) respecto de trivialidades o aspectos comparativamente sin importancia. Una verdad dicha siempre sin reservas es, en no pocas ocasiones, una excusa perfecta para desviar la atención de algo más importante que se quiere ocultar; o en todo caso, para decir algo que ya de por sí se sabe o puede saberse sin mucha dificultad. Es como cuando el esposo enojado, y haciéndose la víctima, le confiesa a su mujer que sí, que ha estado todo el día en el trabajo, que ha pasado ocupado en la reunión, que la empresa no marcha muy bien, que las ventas han disminuido, y que está al borde de una crisis por fatiga, para simple y sencillamente ocultar el romance con su secretaria. Táctica de desorientación. Modo de desviar la mirada. Enfatizar la verdad, la trivial verdad. Todo a cambio de un espacio furtivo a la sospecha, retraído a la conciencia, propia y ajena. Era por eso que Jules Renard, si mal no recuerdo, decía, con su extraordinaria agudeza: De vez en cuando di la verdad, para que te crean cuando mientas. La verdad en los asuntos humanos tiene, de allí, un costo emocional muy bajo. Por eso es tan fácil decirla, expresarla, predicarla. La mentira, en cambio, tiene su peso en oro. Dicho con una paradoja: la verdad siempre miente. En lo que toca a cosas ciertamente serias y que atenten a nuestra estabilidad emocional o bienestar material o psicológico, mentimos si es necesario. Y volveremos a mentir. Con razón ha dicho L. A. Keferstein que la veracidad, correspondencia entre el pensar y el discurso articulado dirigido a un escucha, sólo es común en situaciones insulsas y superficiales meramente descriptivas de lo externo y nunca del pensar y vivir profundos, menos aún del reino interno[3]. La mentira, sea en el plano individual o colectivo, puede llegar a producir muchísimo dolor. Sea por las razones que sean, y estén o no justificadas moralmente, las mentiras originan pérdida de confianza, ruptura de los vínculos afectivos, destrucción de los lazos sociales y terminan acumulándose, al igual que una enorme ola que arrastra todo a su paso, hasta desencadenar muchas veces en tragedia. Todo esto se sabe. Y, sin embargo, miente. En los más diversos contextos, desde las mentiras políticas, que terminan a veces en grandes escándalos de corrupción, hasta las mentiras matrimoniales y de infidelidad (donde dos personas terminan emocional y afectivamente en la ruina), los engaños están a la orden del día. Frente a este panorama nace el interrogante y el dilema: Por un lado, pareciera que estamos condenados irreparablemente a mentir, unas veces más, unas veces menos, en cosas más grandes o chicas. A mentir por caridad, por omisión, por cortesía o para salvar las apariencias. Mentiras blancas y negras. Limpias y sucias. Pero mentiras al fin y al cabo. Y, por el otro lado, como una espada que nos acorrala contra la alambrada, sabemos que mentir está mal. Que siempre: A veces más tarde, otras más temprano, la mentira surte sus efectos, se descubre, nos ataca la culpa, nos invade la duda, se revela la traición y la cortina de hierro cae. Y entonces la pregunta nace: ¿Cuándo está justificado mentir? ¿Nunca? Pero ya sabemos que ese “nunca” es casi un imposible. Causaríamos, a la postre, más daño del que se logra evitar, se dice. ¿A veces? ¿Pero cuáles veces sí y cuáles veces no? ¿Hay forma acaso de saberlo? ¿Existe algo así como un catálogo de mentiras que esté autorizado y otro que esté prohibido y que nos ayude a aliviar nuestra inexcusable responsabilidad? Estas son algunas de las preguntas con que se enfrenta este trabajo, el cual ha de considerarse como propio de la llamada reflexión metaética (qué básicamente describe posiciones y alternativas), a diferencia de la ética normativa (que prescribe o recomienda conductas deseables). Aquí no se predica, se muestra. El interés básico es, por consiguiente, dibujar un mapa de la cuestión y distinguir allí los supuestos: Las planicies, montañas y acantilados, que puedan presentarse respecto del problema. Finalmente, hemos de reconocer que respecto de la mentira parece imposible decir algo relativamente novedoso. Muchos se sentirían tentados a despachar el problema de la siguiente forma: “Pues sí, la gente miente y la mentira es indispensable en numerosas situaciones de la vida cotidiana”. Hay mentirosos y mentirosas. Punto. O como diría el refrán español, “solo los niños y los locos dicen la verdad”. Pero si resultara así de fácil, si el problema fuera tan sencillo, entonces se debería simplemente admitir el carácter generalizado de la mentira y despacharlo como vana trivialidad sobre la cual no vale la pena la reflexión filosófica ni ética. Pero sabemos que el problema no es, en absoluto, sencillo. ¡Hay mentiras que hieren y otras muchas que matan! Y aun en el supuesto de que se reconociera que está justificado mentir en ciertas situaciones especiales, aun allí se requiere la reflexión filosófica para establecer por qué esos supuestos son distintos de otros en los que no debería mentirse. Estos son, pues, algunos de los dilemas por investigar. Veamos: 2. Unas delimitaciones conceptuales necesarias: La mentira y sus parientes Empecemos por señalar que decir algo falso, no es necesariamente una mentira, y una mentira no tiene por qué ser sobre una circunstancia falsa. Uno puede referir a hechos (rectius: proposiciones sobre hechos) verdaderos y mentir; y por contraposición, expresar un hecho (rectius: una proposición sobre un hecho) falso y decir la verdad. Esta distinción analítica, acuñada ya desde hace mucho tiempo, es de suma importancia para no caer en un pantano de confusiones. Por ello, el lector ha de distinguir entre dos planos muy diferentes: (I) Por un lado, a la verdad y a la falsedad; (II) por el otro, hay que referir a la veracidad y a la mendacidad (engaño). Adicionalmente, es pertinente diferenciar entre: (III) la mentira por acción voluntaria de la conciencia y (IV) aquella que se da por omisión. Igualmente, entre (V) la mentira que dirigimos a un tercero y (VI) aquella que, de alguna manera y aunque suene paradójico, proferimos contra nosotros mismos. Examinemos estas cuestiones con más detalle: La verdad y la falsedad son atributos de correspondencia entre proposiciones empíricas y estados de cosas y entre sistemas de proposiciones lingüísticas. Si digo, por ejemplo, que hoy es martes y hoy es martes en el calendario gregoriano; o si digo que Aquiles mide 1,8 m. y efectivamente mide 1,8 m. en el sistema métrico decimal, entonces digo la verdad; y si hoy es miércoles o Aquiles mide 1,85 m. entonces expreso una proposición falsa. Igualmente, decir que A implica B y B implica C y que, por lo tanto, A implica C es una conclusión verdadera considerando un sistema de proposiciones dado, con ciertas reglas de inferencia básicas. Por el contrario, la veracidad y el engaño no refieren a estados de cosas o a reglas de inferencia, sino más bien a estados mentales. Si por ejemplo, yo afirmo que el asesino Ted se encontraba en el lugar de los hechos un día X porque yo así lo creo, y además creo que así lo observé personalmente, entonces soy veraz aunque el asesino Ted ese día se encontrara en otro sitio muy distinto. Si por otro lado, sabiendo yo que ese asesino se encuentra en el sitio Z y lo niego para que este pueda escapar de la policía, entonces miento y esa mentira es un engaño. Se podría decir, por consiguiente, que las primeras dos categorías de análisis (llámese verdad y falsedad) son propias de la ontología (o, para ser más exactos, de la epistemología), mientras que las otras dos (i. e., veracidad y engaño) son propias de la psicología. Una importante diferencia entre la verdad y la mentira se da también en el plano de la justificación moral. Resulta interesante que, para la mayoría de la gente, la verdad rara vez requiere una justificación de este tipo (moral); mientras que una mentira, casi siempre la requiere. Si a mí, por ejemplo, un médico me dice, después de los exámenes respectivos, que padezco una rara enfermedad del hígado, sería muy extraño que yo le pida justificaciones (morales, o incluso explicaciones científicas) sobre el por qué afirma eso. Mientras que si le miento a mi compañera de trabajo sobre sus capacidades como profesional y le digo que es una mujer excepcionalmente capaz, alguien se sentiría perfectamente legitimado a interrogarme sobre si mentirle está o no justificado en esos casos y por qué es o no así. Por otra parte, las nociones de verdad y falsedad, veracidad y engaño guardan una estrecha relación con el concepto de omisión e inclusión de información. En cuanto al primer caso, la omisión, no implica necesariamente un engaño, o sea, una mentira. Esto es así porque nunca, y por exhaustiva que sea la descripción de un estado de cosas en el mundo, se puede presentar un cuadro completo y total de los elementos que configuran o componen una situación dada. Con otras palabras, siempre se incluyen algunos de esos elementos: Los que la memoria permita, los que sean de nuestro interés, o los que la atención haya captado, y se excluyen los restantes, casi siempre de manera incluso involuntaria. La mente humana tiene un rango limitado de percepción y conocimiento. De allí que el lema jurídico decir toda y nada más que toda la verdad (“the whole Truth and nothing but the Truth”, dicen en inglés) no es sino una pretensión exagerada o, en el peor de los casos, un ejemplo de mala retórica. Por esa misma razón, no resulta tan cierto aquel conocido aforismo de Robert Louis Stevenson: Las mentiras más crueles son dichas en silencio. Así, v. gr., si alguien me pregunta si me encontré con un amigo en un determinado restaurante, a lo cual respondo que efectivamente lo hice, no se me podrá reprochar luego haber faltado a la verdad (mentir o engañar) si no indiqué que la reunión tuvo lugar a las 3:00 p. m., que mi amigo andaba vestido de color verde oliva o que ese día me habló de su lujurioso romance con la vecina rubia. La veracidad no es, por consiguiente, sinónimo de referir a un estado completo de circunstancias en el mundo; lo cual solo sería posible para una mente omnisciente y omnipotente. Desde esa óptica, sólo Dios sería veraz, o quizás el mítico ordenador de Kubrik: HAL 9000. Y para serlo debe referir al conjunto total de circunstancias que acaecen en el universo; pues contrariamente, se expondría al reparo de ser un mentiroso por no haber mencionado una de esas circunstancias, aunque ínfima, que pueda ser de interés para otra mente en particular. Se caería así en una especie de ontología holista, desde la cual todo se relaciona de alguna manera con todo, dando pie a lo que filosóficamente se conoce como la Hipótesis de Laplace: Si conociéramos con toda exactitud el estado actual del mundo en un determinado momento (T1), entonces podríamos predecir el futuro en un momento (T2), pues existiría una conexión inevitable entre todos los fenómenos del universo, tanto en el espacio como en el tiempo, mediante una infinita red de causa y efecto[4]. Igualmente, podríamos mirar hacia el pasado y el presente inmediato. Nada nos estaría vedado; nada oculto. Esta situación abre el camino a un complejo campo de problemas. Imaginemos que nuestro testigo, en el caso de las estafas mencionado arriba, se refiere en su declaración a circunstancias que efectivamente acontecieron, o sea, son verdaderas, pero no menciona (y no de manera voluntaria, sino porque no se le consulta al respecto) otros aspectos que al final sí resultan fundamentales para que se libere a los imputados. La cuestión aquí será si a ese testigo se le puede reprochar jurídicamente el delito de falso testimonio, o si en el plano moral se le ha de calificar de mentiroso. Todo depende, se dirá (y quizás con razón), de cuánto sepa el testigo que está omitiendo sobre aspectos esenciales para la resolución del caso. Si miente sobre lo preguntado, entonces comete el delito. No obstante, esta delimitación no es sencilla, pues incluso consultado sobre un evento muy particular, siempre es posible, y así sucederá, que uno les dé importancia a unos elementos y deje otros por fuera de su campo de atención. En todo caso, el testigo no es abogado ni juez por lo que no tiene que saber cuáles serían circunstancias que favorecen o perjudican la condena o la absolución del imputado. En este juego de exclusión-inclusión alguien podría ver una falta a la verdad en muchas cosas; precisamente sobre aquellas que le interesan a él en particular. Sin embargo, repito, la clave no está en los datos objetivos, ontológicos por llamarlos así, que se incluyan o excluyan en la descripción de los hechos, sino más bien en la voluntad de distorsionar uno de esos datos con el objetivo de engañar. Pero, si el análisis de estos ejemplos nos ha llevado por este camino, surge así la duda de si decir mentiras o decir la verdad se ha convertido en algo puramente psicológico, subjetivo, ajeno a todo control moral y jurídico. Todo lo anterior parece conducir a la siguiente conclusión provisional: Existe una definición de mentira en sentido amplio, que puede comprender, o sea, incluir, tanto la falsedad, como el engaño y la omisión (¡solo Dios es veraz entonces!). Un ejemplo, sería aquel donde el propietario de un automóvil le miente a un comprador interesado en adquirirlo sobre el cilindraje del motor. Allí se expresa un hecho que no es verdadero (o sea, es falso), se da un engaño y se da una omisión (no revelar el cilindraje verdadero, o no señalar que además el motor pronto requiere una reparación extensa, o que no pertenece a otro vehículo, etc.). Por otro lado, está la definición de mentira en sentido estricto, donde única y exclusivamente tiene que ubicarse el engaño; o sea, la voluntad expresa (mediante una determinación psicológica consciente; es decir, mediante dolo) de inducir a la víctima de la mentira a una conclusión o idea equivocada que, en no pocas ocasiones, beneficia directa o indirectamente al mentiroso o, casi siempre, daña a la víctima. Pareciera, entonces, que las teorías que defienden la ausencia de una justificación moral de la mentira en cualquier caso (por ejemplo Agustín y Kant), parten de la definición en sentido estricto; o sea, de aquella mentira que se profiera exclusivamente con la intención o dolo de engañar o causar un daño e independientemente de si las consecuencias son vistas a posteriori como positivas o negativas. La razón para adoptar esta posición es muy evidente, pues de lo contrario el rigorista moral (ejemplo Agustín) terminaría sancionando conductas que, a todas luces, no fueron dirigidas a engañar, sino que son simplemente producto de la selección de información con que trabaja la mente humana y que ya hemos explicado. Otro problema, que no puedo tratar in extenso aquí, pero que también resulta muy importante para los efectos del examen que nos ocupa, es el de la mentira que uno se haga a sí mismo. A esta forma de mentira se le conoce normalmente como autoengaño[5]. Claro, siempre y cuando este no asuma una forma patológica, pues si ya la persona se engaña sobre muchas o todas las circunstancias o eventos que le rodean, entonces habrá que calificar aquello como una cierta patología de tipo psicótico. Empero, hay que tomar en cuenta que muchos teóricos morales consideran que el autoengaño, por definición, no puede ser una forma de mentira. La mentira implica, como ya se dijo un “dolo de engañar”, y no es posible, al menos eso se dice, ocultar su propia voluntad de engañarse a sí mismo. Además, el engaño va dirigido hacia la obtención de algún tipo de provecho, aspecto que no resulta claro que se pueda obtener si el engañado soy yo. Para los efectos nuestros, digamos lo siguiente: En sentido estricto, el autoengaño guarda solo un cierto “parecido de familia” con la mentira. Si le miento a mi esposa sobre si salí o no con otra mujer, quien recibe la consecuencia moral (al menos, así se dice) de mi engaño, es ella; o, en algún sentido, yo mismo, por ejemplo, al experimentar la culpa posterior. Si yo, por el contrario, me creo el ser humano más inteligente del planeta y busco todo tipo, artificial y ad hoc, de evidencias para confirmarlo, no lesiono a nadie en su integridad moral, más que a mí mismo, si fuera del caso. El autoengaño es, por esto mismo, un fenómeno que pertenece más bien al orden de la psicología y no en sentido estricto al de la ética; pues una relación moral surge de la interrelación de dos agentes morales libremente conformados. 3. Las tesis básicas en juego (entre el rigorismo de Kant y el cinismo de “todo vale”) Respecto de la acción de mentir y la mentira misma, en el orden de lo moral, me gustaría distinguir dos posiciones diametralmente opuestas y encontradas. A esas posiciones les voy a llamar, respectivamente, la tesis de la negación radical y la tesis de la justificación radical: (A) La primera, la tesis de la negación radical, sostiene que bajo ninguna circunstancia se debe mentir. Punto. No importa cuán dura sea una situación o cuán graves sean las consecuencias que tenga esta para alguien, siempre se debe decir la verdad sobre lo que uno sabe, pues al final de la partida si se miente los efectos nocivos de esa mentira serán mayores que los de haber dicho la verdad. Si, por ejemplo, en el caso del ladrón citado, este nos pregunta dónde está el dinero y nosotros le decimos la verdad, se perderá ese dinero, pero quizás no la vida del hijo que se encontraba en la casa. Ahora bien, ¿qué sucede si un sicario anda en busca de un familiar cercano (un hijo, el padre, la esposa) para asesinarlo y nos consulta a nosotros sobre dónde está dicha persona? ¿Hemos de decir entonces también la verdad? Los defensores de la tesis de la negación radical sostendrían que efectivamente incluso en un caso de semejante naturaleza estamos en el deber de ser veraces. Podría suceder, por ejemplo, que el asesino, al enterarse de que ha sido engañado respecto del paradero del familiar buscado, entre en un estado de ira y termine asesinando a toda la familia en lugar de a uno de ellos. Al respecto Kant mismo, cuya tesis explicaremos más adelante, señaló que en un supuesto de este tipo, el no decir la verdad podría lesionar no solo a la persona individual (al sicario), sino a la “humanidad entera”, por lo que es preferible no mentir. Contra esta idea, se ha objetado (el mismo Henri-Benjamin Constant de Rebecque [1767-1830], quien mantuvo con el propio Kant una disputa sobre el tema): Por consiguiente, decir la verdad es un deber, pero solamente con aquellos que tienen derecho a la verdad. Ningún hombre, por tanto, tiene derecho a la verdad que perjudica a otros.6 En este caso, el sicario, al querer quebrantar un deber moral (matar a alguien), no tiene ya, por su parte, derecho a un deber moral (el de veracidad). Digamos, entonces, que el deber mío se ve “neutralizado” de alguna forma con la violación a su deber por parte del sicario. Quizás el más extremo de los defensores de esta tesis radical fue san Aurelio Agustín (354-430) de Tagaste, quien sostenía que toda mentira, no importa lo grande o pequeña que fuera, es un pecado y pone en peligro el alma del buen cristiano. Incluso frente a las llamadas mentiras piadosas (por ejemplo, no decirle a un padre moribundo que su único hijo ya ha muerto), San Agustín propugna despreciar todas estas humanas consideraciones que lo alejan del resplandor divino de la verdad. Ahora bien, para salvar el rigor y las consecuencias a que conducía esta doctrina, el Doctor de la Gracia proponía un esquema con ocho tipos diferentes de mentiras. El más grave es la mentira que se profiere en la enseñanza de la religión o de la fe y el menos grave aquella “mentira que no hiere a nadie y beneficia a alguien”. Sin embargo, todos esos tipos deben evitarse por cualquier medio. Una manera que, igualmente, se buscó para paliar el rigorismo de la tesis agustiniana fue la llamada hipótesis de la “reserva mental”. Según esta, por ejemplo, un testigo en la corte podía mentir siempre y cuando hacia sus “adentros” (para Dios y no para el juez), dijera la verdad. “¿Vio usted a la víctima del homicidio ese día en la casa?” Y el testigo responde “no, no la vi nunca” (a pesar de haber estado con ella), pero en el acto mismo dice en su mente, “no la vi en la casa, sino en el patio, o en el jardín”. Lo ridículamente absurdo de esta doctrina no requiere hoy en día mayor justificación moral. Sin embargo, muestra un elemento que ya hemos mencionado atrás, y es la imposibilidad que subyace de destacar todos los aspectos de un fenómeno dado, pues siempre hay una selección de lo que se quiere narrar y esa selección de la información pertinente dependerá de una decisión valorativa de quien la realiza. Los límites entre la mentira y la omisión se tornan aquí, como ya se dijo, muy difusos. El segundo defensor extremo de la tesis de la negación radical fue Immanuel Kant (1724-1804), para quien tampoco está justificado, bajo ninguna circunstancia, decir una mentira, pues ella lesiona ya no solo a quien recibe la mentira, sino incluso a la humanidad entera. Así nos dice: La veracidad en las declaraciones que no se pueden evitar, es un deber formal del hombre con relación a cualquier otro, por mayor que sea el perjuicio que se deduce de esto para él o para otra persona, y si no cometo una injusticia contra aquel que me obliga a una declaración de manera injusta, si la falsifico, cometo, por esa falsificación, que también puede ser llamada mentira (aunque no en el sentido de los juristas), en general una injusticia en la parte más esencial del deber: esto es, hago, en aquello que a mí se refiere, con que las declaraciones en general no encuentran más crédito, y por tanto también todos los derechos fundados en contratos sean abolidos y pierdan la fuerza; esto es una injusticia causada a la humanidad en general[7]. De donde concluye de manera categórica Kant que: Es por tanto un sagrado mandato de la razón, que ordena incondicionalmente y no admite limitación, por cualquier especie de conveniencia, lo siguiente: ser verdadero/verídico (honesto) en todas las declaraciones[8]. Si examinamos con más atención el argumento de Kant, este se deriva de una aplicación práctica de su doctrina del formalismo ético, en especial, de la vigencia incondicional del imperativo categórico. El razonamiento discurre así: Si parto de la premisa de que el agente moral debe siempre actuar de tal manera que la máxima de su acción sea universalizable sin contradicción alguna, entonces he de concluir que mentir está mal moralmente hablando, pues si todos mintieran no se podría alcanzar el objetivo que dio pie a la mentira específica y nadie resultaría engañado ya por ella. Un ejemplo aclarará el punto: Imaginemos que acepto que está bien mentirle a mi esposa (como en el ejemplo inicial) para que ella no se entere de mi romance con otra mujer. Si aplicamos el formalismo kantiano el argumento concreto sería más o menos este: 1. Máxima particular: Está bien que yo (sujeto particular) le mienta a mi esposa para que ella no se entere de mi romance con otra mujer y evitarle así un sufrimiento. 2. Máxima universalizada: está bien que todos los hombres del mundo les mientan a sus esposas para que estas no se enteren de sus romances con otras personas y evitarles así el sufrimiento. 3. Conclusión: Si unlversalizamos (1), tal y como se hizo en (2), se nota inmediatamente que se incurre en una contradicción lógica, pues al todo el mundo mentirse respecto de sus parejas, no es ya posible mentir y menos evitar el sufrimiento general. O sea, en este caso queda demostrado que la máxima individual de la acción de mentir no puede universalizarse sin contradicción alguna y que, por consiguiente, mentir no es moralmente aceptable en ninguna circunstancia (que es precisamente la idea defendida por Kant). El formalismo kantiano, y su aplicación al problema de la mentira, es difícil de refutar. En realidad, desde cierta óptica Kant tiene razón. Si yo, por ejemplo, universalizo una máxima moral particular como “Robar libros de las bibliotecas es bueno, porque de esa forma yo aumento mi colección privada de libros”, entonces se produce una contradicción lógica entre lo que se busca con la realización de la máxima particular (aumentar mi colección particular de libros) y la universalización, pues si todo el mundo robara libros de las bibliotecas, yo tampoco podría aumentar mi colección privada de libros, en la medida que también sería víctima del robo. Ahora bien, la cuestión fundamental es, empero, la siguiente: ¿Por qué es la universalización “buena”? Es decir, ¿por qué Kant considera que si se puede llevar a cabo una universalización de proposiciones morales individuales sin contradicción alguna, entonces la máxima estará éticamente justificada y si no es así, entonces no? La respuesta parece ser que si una acción beneficia a un mayor número de personas (de allí la universalización), la acción debe considerarse buena y si beneficia solo a una persona debe considerarse mala. Pero, ¿qué pasa si yo no acepto ese criterio ético? ¿No se trata este más bien de un criterio utilitarista que es, justamente, lo opuesto al formalismo kantiano? ¿No consiste la supuesta “universalización” en una simple puesta en marcha de lo que en teoría política se denomina un “principio de mayoría” (lo que es bueno para todos, es bueno en general)? Por otro lado, debe observarse que la tesis de la universalización es un criterio puramente semántico (es ejecutable solo “en principio”), mas no en ninguna realidad social concreta; o sea, no es universalizable en la pragmática del discurso. Imaginemos, por ejemplo, que emito el siguiente juicio ético: “Torturar a los niños es bueno porque de esa manera obtengo gratificación”. Si universalizamos la máxima “Es bueno que todo el mundo torture a los niños para obtener gratificación”, no parece caerse en alguna contradicción lógica, de donde habría que concluir que la máxima particular esta moralmente justificada, lo cual parece contradecir una intuición social básica respecto de “lo bueno”. Adicionalmente, es posible que en la vida real pueda suceder que muchas de las acciones que no son universalizables y que caen en contradicciones en los términos kantianos resulten deseables (y deseadas) por algunas personas. Imaginemos, por ejemplo, una máxima como que es bueno infligir dolor a los demás para yo sentir placer. Si universalizamos esa conducta en términos kantianos se caería en una contradicción, pues no se puede sentir placer si alguien a su vez me inflige dolor. No obstante, un masoquista sería probablemente de otra opinión muy distinta. De la mano de Immanuel Kant, James Morrow, en una obra de ficción titulada City of Truth (1990), describe una sociedad denominada Veritas, en la cual todos sus miembros están brutalmente condicionados (básicamente con electrochoques) a decir la verdad bajo cualquier circunstancia, no importa cuán grave esta sea o las consecuencias que tenga. Así, por ejemplo, en los ascensores se colocan letreros como “a este ascensor le da mantenimiento gente que odia su trabajo, así que úselo bajo su propio riesgo”. En los paquetes de cigarrillos se pone una leyenda que dice “la publicidad contra este producto lo distrae de la multiplicidad de otras formas en que el gobierno es incapaz de proteger su salud”. La seducción entre dos personas suele reducirse a cosas como: “Tiene usted unas caderas anchas y me gustaría tener sexo”. Las metáforas están prohibidas en Veritas, así que expresiones del tipo “estoy fresco como una lechuga” o el muy costarricense refrán “me siento pura vida” estarían penalizadas. En los restaurantes de comida rápida se lee “hamburguesa de vaca cruelmente asesinada” o ensalada con lechuga contaminada de “sanguijuela”; y los padres, cuando sus hijos nacen, les dicen a las madres “qué niño más feo has parido”, entre otras expresiones brutalmente verdaderas. Así pues, si fuéramos ciudadanos de Veritas entonces deberíamos responder los saludos con un seco “estoy mal y amanecí con diarrea o con la menstruación”; los piropos con un “es usted un sátiro que desea acostarse conmigo”, un intento de beso con un cáustico “tiene usted mal aliento”. Si nos ponemos psicoanalíticos, muchos padres deberían aceptar sus deseos incestuosos con sus hijas y los hijos con las madres; las parejas reconocerían sus infidelidades y sus deseos sexuales para con sus amigos; si aparece el famoso sicario del que habla Kant preguntando por dónde está su víctima, debemos contestarle fríamente que escondido en nuestro baño; a los hospitales habría que ir dispuesto a decirles a los moribundos sobre su inminente y dolorosa muerte; y a los velorios indicarles a los familiares que nos sentimos felices de que semejante “bastardo” haya muerto; iríamos a las ceremonias de matrimonio a informarles a los contrayentes sobre el infierno que posiblemente les aguarda; y a las presentaciones escolares de nuestros hijos a decirles a estos lo aburridos que nos sentimos de estar allí; los profesores deberían informarle a la estudiante voluptuosa que tiene más talento como actriz porno que como periodista; los políticos reconocerían su corrupción sin tapujos; los criminales sus delitos; los sacerdotes su lujuria; todo ello en un carnaval macabro de “pura honestidad y veracidad”. Respecto de un mundo así concebido, el periodista Antoine Spire, en una entrevista al filósofo francés J. Derrida, sostuvo que [n]o obstante, pronto nos damos cuenta de que la incapacidad total de mentir se convierte en una pesadilla. En efecto, en una sociedad absolutamente transparente en donde todo el mundo dice la verdad a todo el mundo, se ve cómo la verdad se puede convertir en una tortura, una violencia, una crueldad intolerable. Se da uno cuenta de que, finalmente, no se recupera el calor de la mentira de la comedia social en la cortante frialdad de la verdad.[9] La pregunta que nos surge es esta: ¿Es realmente cierto que una sociedad donde no se mienta se convierte en una “pesadilla” o una “crueldad intolerable”? ¿Por qué se afirma esto? ¿Sería imposible vivir en un mundo sin mentira y engaño? En lo personal, y sin que esto parezca una defensa de la tesis kantiana de la negación radical de la mentira, considero que los argumentos expuestos por Spire y Derrida, en el sentido de que un mundo sin mentiras sería una pesadilla, no son convincentes; y ello por dos razones: una de principio y otra pragmática. La razón de principio es que para el ser humano es imposible colocarse en un punto cero de su condición antropológica; es decir, ubicarse en una posición en la cual no actúe ya según los parámetros ordinarios de su socialización y aculturación respectiva. No es posible regresar a un punto no humano, prehumano, antehumano, renunciando así a rasgos propios de su proceso evolutivo e histórico como especie y como civilización. Por supuesto, es cierto que muchas veces es posible plantearse (a título de un mero experimento mental), la posibilidad de un estadio anterior a todo lo conocido socialmente (este es el caso, por ejemplo, del “estado de naturaleza” de los contractualistas como Thomas Hobbes [15881679] y John Locke [1632-1704]); sin embargo, de allí a afirmar categóricamente que ese experimento nos pueda arrojar luz sobre las relaciones sociales cotidianas, hay una enorme diferencia. Ese tipo de supuestos (como por ejemplo el “velo de la ignorancia” en John Rawls [1921-2002]) tiene un alcance muy limitado y muchas veces ni siquiera funciona a título de unos “ideales regulativos”, tal y como los consideraba Max Weber (1864-1920). Por lo tanto, plantearse la hipótesis de un mundo sin mentiras de ninguna especie es totalmente contrafáctico y nos ayuda poco o nada a comprender una sociedad en la cual generalmente se miente en muchísimas circunstancias de la vida, tal y como ya ha quedado claro. La razón pragmática es que, si efectivamente asumimos como hipótesis contrafáctica una sociedad sin mentiras, no se ve cómo y por qué la gente vaya a “sufrir” cuando se le dice la verdad sobre un X asunto de su vida. Acostumbrados, como estarían, a que en todas las circunstancias se sea veraz, no podrían molestarse por algo a lo cual ya están previamente preparados psicológicamente y acondicionados socialmente. Introducir el sufrimiento en este supuesto obedece más bien a un prejuicio de los autores en cuestión (Spire y Derrida) y no se deriva de la “lógica” misma del experimento mental que ellos presuponen. Ellos están juzgando el escenario posible desde su preconcepción de lo que debería ser una sociedad y de cómo es ella en un contexto donde las personas generalmente mienten y esas mentiras tienen consecuencias negativas. Empero, la situación cambia cuando modificamos las condiciones iniciales del experimento e introducimos la premisa de que en esa sociedad la veracidad sería la regla y no la excepción, pues entonces allí el sufrimiento, producto de que se mienta, no estaría del todo presente, ya que hay una expectativa social de que se sea veraz. Lo que más bien causaría malestar y eventual sufrimiento es lo contrario; o sea, que no se diga la verdad cuando esta es requerida. (B) Por su parte, la tesis de la justificación radical sostiene que es imposible no mentir. En ninguna sociedad. En ningún tiempo. Ni siquiera en el paraíso, pues allí también el demonio tentó con sus mentiras y engaños. Sus promesas incumplidas. Siempre se va entonces a mentir. Esta es una regla inquebrantable de toda sociedad humana. Así, en el caso de la novia y su peinado del ejemplo, es claro que situaciones de este tipo se dan con muchísima frecuencia. Y en la fenomenología de la vida social, es prácticamente imposible que alguien, en una situación como en el ejemplo del niño que se encuentra terminalmente enfermo en un hospital, vaya a ser informado por sus padres respecto de su inminente muerte. Esas cosas simplemente no suceden, o suceden muy escasamente. Por tal razón, la tesis de la justificación sostiene que la vida social sería imposible sin recurrir, ora directa ora indirectamente, a algún tipo de mentira (aunque sean “blancas” o “piadosas”); por lo que la veracidad absoluta se rechaza como una ilusión ingenua de algún filósofo alemán o de un cristiano autista. Esta distinción presupone, como puede verse, una división en al menos dos planos: Por un lado, el plano de la realidad (mucha gente simplemente miente) y el plano de los principios morales (no se debe mentir). Podría hablarse, en el primer caso, de una “sociología de la mentira”; y en el segundo, de una “ética de la mentira”. Sin embargo, respecto del argumento esgrimido por esta tesis hay que tener muy en cuenta que una justificación de ese tipo no se libraría, aunque se quiera, de la objeción de incurrir en una burda falacia naturalista (mediante una inferencia de principios morales a partir de meros datos empíricos). O sea, que aunque todas las personas del planeta se pusieran de acuerdo para mentir en lo que digan, eso no afectaría, en lo más mínimo, el principio moral “no mentirás”. En términos de Kant, la máxima de no mentir es una máxima “universal” (en el sentido de no ser anulada por la convención o la costumbre). Por consiguiente, la tesis de la justificación radical no toca, en lo fundamental, el núcleo duro del problema sobre la mentira. Un principio moral NO se anula con una lesión a su mandato; al igual que una ley penal que prohíbe el asesinato no pierde su vigencia y validez porque una persona mate a otra. Millones de homicidios en el planeta no le “tocan un pelo” al Código Penal. Un argumento mucho más poderoso en favor de la mentira, en la experiencia de la fenomenología cotidiana, lo encontramos en el siguiente postulado: Nunca la realización de un valor de verdad (o de corrección ética) se hace en sentido absoluto. Siempre se hace a costa de otro objeto o persona. Dicho con otras palabras, si yo deseara ser igualmente veraz con todos los individuos, debería brindar idénticas condiciones de información y comprensión a todos los interlocutores; lo cual siempre será, como hemos ya examinado, imposible. Sólo Dios podría hacer tal cosa. Por lo tanto, en un mundo contingente (“Welt der Zufalls"), un valor de verdad lo es siempre respecto de unas ciertas condiciones dadas. No puede existir lo Incondicional (más que como una especulación metafísica) o como una aspiración hacia lo “mítico”, en el sentido de Kolakowski (1927-2009): Vislumbramos la discontinuidad del tránsito, es decir, sospechamos que, visto desde las cualidades del estado previo, no hay necesidad de que se produzca un tránsito (Las leyes [físicas] que significan, que en determinadas condiciones aparecen siempre determinados fenómenos, describen lo que sucede de hecho; pero no contienen indicación de que ‘tenga’ que ser así. Ellas pueden ser explicadas como casos particulares de regularidades más generales, pero dichas regularidades más generales no trascienden nunca la barrera de la facticidad o de la contingencia en el sentido leibniciano del término, y por cierto nunca esencialmente[10]. En realidad, este fenómeno ha sido ya visto por el análisis metaético desde tiempo atrás: Se trata del llamado carácter antinómico de los valores. La realización de un valor, casi siempre implica el sacrificio de otro que se le opone o es antitético respecto de él. Si, por ejemplo, deseo fortalecer la libertad de expresión en una comunidad (y los valores que esta entraña), es casi seguro que perjudicaré el derecho de privacidad de los individuos y es probable que hasta aumente el número de delitos contra el honor, como la difamación y las injurias. Como dirían los norteamericanos de manera muy gráfica: There is no free lunch. Algo similar, aunque no idéntico, sucede con el valor de veracidad. Su realización siempre significará algún sacrificio en algún respecto y respecto de algunos objetos o personas. 4. Las consecuencias de la mentira Quizás la pregunta más importante respecto de la mentira es la siguiente: ¿Por qué es malo mentir; es decir, por qué consideramos que es moralmente reprochable hacer tal cosa? Alguien argumentaría, y con razón en algunos supuestos, que es malo mentir por las consecuencias que ello acarrea (denominemos a esta la hipótesis consecuencialista de la mentira). Pero, imaginemos una mentira como la siguiente: Llego y hablo muy mal de una persona X con un tercero Z, quien unos días después fallece (diciendo que es un rastrero, sinvergüenza, corrupto y despreciable); y la persona X de la que hablé mal jamás se da por enterada. Luego, consultado al respecto, afirmo que quiero muchísimo a esa persona X y que es uno de los seres humanos más nobles, buenos y dignos que jamás he conocido. Evidentemente he mentido. Y he mentido crasamente. La cuestión es: ¿Y qué hay de malo en ello? No es posible respaldarse aquí en la hipótesis consecuencialista, al menos en lo que respecta a las consecuencias fácticas de esa mentira, pues el individuo X respecto de quien se ha mentido, nunca se da por enterado y la persona Z a quien se lo dije ha muerto. Alguien podría decir que dicha mentira está mal, porque estoy siendo un hipócrita. Sin embargo, el problema con esta respuesta es que se trata, bien vista, de un pseudoargumento; es decir, de una respuesta circular, pues en realidad aquí ‘mentiroso’ es sinónimo de ‘hipócrita’ (decir una cosa y pensar otra); por lo que hemos efectuado una mera sustitución semántica. Hemos caído así en el sofisma de sustituir una definición por otra. Al final, igual se queda uno con el interrogante de ¿por qué está mal ser hipócrita? Con esa respuesta no llegamos lejos. Igualmente podría apelar, en la respuesta, a un simple criterio de autoridad: Decir, por ejemplo, mentir o ser hipócrita está mal porque esa es mi creencia, o porque lo prohíbe la Biblia, porque es una costumbre de las personas malas, porque mis padres me enseñaron a no hacerlo, o simplemente porque tengo ese como un criterio fundamental de mi conducta. El problema con esta respuesta es que apela, en última instancia y bien vista la cosa, a un valor esencial que actúa como una autoridad; es decir, aquí se renuncia a la argumentación lógica propiamente y se pasa al imperio del dogma. Un argumento más poderoso que la hipótesis consecuencialista de por qué la mentira es moralmente reprochable, lo ofrece la siguiente idea: Mentir es malo, aunque nunca nadie se entere de la mentira y aunque ella nunca surta efecto alguno en el mundo exterior, porque el mentiroso mismo sí sabe que mintió y eso es más que suficiente. Denominemos a esto la hipótesis de la culpa. La conciencia es la presencia de Dios en el hombre, decía Víctor Hugo (1802-1885). Sin embargo, hay que ser realistas. Existen personas (y muchas, creo yo) que jamás se sentirían mal (o culpables) por una mentira suya respecto de la cual nadie se da por enterado. O sea, que finalmente ellos “se salen con la suya”, y les importará poco o nada saber de su propio engaño. Por consiguiente, la remisión a una presunta “culpa” del mentiroso no es más que un prejuicio nuestro basado en el wishful thinking, de que las personas actúen y sientan lo mismo que nosotros sentimos o que, en su defecto, hagan lo que nosotros estimamos correcto. La existencia de semejante “consciencia” es una presunción bien ilusa. Otra argumento muy fuerte sobre la reprochabilidad de la mentira, más allá de sus consecuencias o de la culpa que pueda o no generar, radica en que muchas veces se miente por puro y simple odio. El odio es un sentimiento malo, destructivo, rastrero; por lo tanto, la mentira también lo es. Muchas personas mienten para causar daño, es decir, para destruir emocional o materialmente a otra u otras personas. Esa destrucción puede tomar muy variadas formas: desde la simple difamación, inducir la pérdida de un trabajo, la ruina de una familia, la quiebra financiera, hasta cosas tan graves como la aniquilación física (ejemplo, el mafioso que denuncia como traidor a un miembro de la banda quien es, empero, leal a esta). Existen individuos que se deleitan con la muerte de alguien o con su sufrimiento. A veces es difícil aceptar, quizás por una poca de ingenuidad o inocencia, que hay personas (¡y no pocas!) dispuestas a mentir, engañar, inventar o torcer cualesquiera hechos con el propósito de obtener beneficios personales para sí mismos o para terceros; o finalmente, para que otros individuos no los obtengan o los pierdan. Sucede como en el ámbito de la política, donde con razón se puede hablar de una suerte de “inmoralidad intrínseca” de ese campo. De allí que se haya dicho al respecto: Necesitamos [políticos], al igual que necesitamos recolectores de basura, y en ambos casos deberíamos esperar que huelan mal. Como contracara de la mentira por odio, es necesario apuntar también a la mentira por placer. Una de las situaciones más corrientes en el plano de la acción humana (y esto fue visto por S. Freud [1856-1939] de una manera excepcionalmente clara) es que muchas de las conductas que ejecutan los individuos encuentran su raíz en el placer que les depara esas conductas. Saber que se engaña a otra persona es, en cierto sentido, un acto de poder. Y los actos de poder (no importa si es sobre una persona o sobre naciones enteras) generan gratificación, o sea, placer. Ello representa, finalmente, una autoafirmación del yo. Recuerdo, en este sentido, a una amiga quien se regocijaba, al contarme con todos los detalles, cómo engañaba a su esposo. No era, decía ella, tanto la infidelidad por sí misma; es decir, no se trataba de un tema (contrario a lo que se podría creer) de naturaleza solo sexual. Era más que eso. Era la prohibición. Era saber que se tenía un conocimiento que la otra parte no tenía y que, por tanto, se ejercía una cuota de dominio sobre ella. Es que mi esposo es un tontito y no sabe nada de lo que yo hago, me decía esta amiga, con gran regocijo, respecto de los múltiples amantes que tenía a espaldas de su esposo. Felizmente casados por más de diez años; y sin embargo, ella le era infiel una y otra vez en situaciones cada vez más alambicadas y complejas, donde la mentira se tornaba con el tiempo una verdadera trama de pasión y traición. Primero, le fui infiel con un desconocido, luego con un compañero del colegio, luego me acosté con una amistad de ambos; para finalmente terminar, me contaba ella, con su propio cuñado. En esa frase, en realidad, se concentra con toda su fuerza discursiva el placer generado por el engaño. Y ese placer es una de las fuentes inagotables de las que extrae la mentira su poderío. Al conocer algo que la otra persona no conoce, al tener acceso a un conocimiento que el otro no posee, se genera un sentimiento de superioridad. Y ese sentimiento probablemente pese muchísimo más, en la balanza de ponderaciones psicológicas, que cualquier argumento racional que apele a la inmoralidad de la mentira. Por lo general, no hay deber que resista por mucho tiempo a la fuerza del placer. Tarde o temprano este termina venciendo a sus adversarios, pues tal y como preconizaba J. Bentham (1748-1832): La naturaleza ha colocado a la humanidad bajo el imperio de dos amos soberanos: el placer y el dolor. Sólo a ellos corresponde determinar lo que deberíamos hacer así como lo que haremos. El patrón de lo verdadero y lo falso, por una parte, y, por otra, la cadena de causas y efectos, están atados a su trono. Ellos gobiernan todo lo que hacemos, todo lo que decimos y todo lo que pensamos; todo esfuerzo que podamos hacer para librarnos de su tiranía sólo servirá para demostrarla. Un hombre podrá pretender, de palabra, que reniega de su imperio; pero, en realidad, continuará siempre sujeto a ellos[11]. Aunado a la mentira por placer está un tema que ya he planteado someramente, pero que en este contexto es muy pertinente traer de nuevo a colación: el autoengaño. La mentira es tan poderosa no solo porque depara placer y gratificación emocional (como se ha visto), sino porque evita el dolor. Pocas cosas hay tan dolorosas como el reconocimiento de una verdad respecto de la cual no hay escapatoria. En otro lugar he dicho al respecto: Esta supresión [la del reconocimiento de la verdad] se produce, tal y como se ha indicado ya, por razones de equilibrio emocional o simplemente para evitar el dolor que puede causar enfrentarse con un hecho desagradable. Se trata, finalmente, de un trueque entre dolor y conciencia: entre menos sepa yo, menos experimento la angustia generada por la conciencia de mi entorno. La vida sería insoportable si una persona tuviera que prestar atención y preocuparse por todos los fenómenos que le rodean. Por eso, tiene que ser altamente selectiva. Escoger, voluntaria o involuntariamente, entre la gigantesca cantidad de sensaciones, de impresiones, de imágenes, de emociones y de información que le bombardea a cada instante. Si no se hiciera esta selección, la conciencia quedaría paralizada ante la incertidumbre de las posibilidades abiertas. La elección dependerá de muchísimos factores, pero es de suponer que uno de ellos es elegir aquella información que resulte vital para nuestros intereses o que no genere dolor[12]. Nada más grato, pues, que ocultar la realidad, o al menos una parte de ella, bajo el manto de una mentira; y si esta es dirigida contra uno mismo, pues mucho mejor. En resumen: Se suele sostener que la mentira debe su carácter reprochable esencialmente a las consecuencias destructivas que esta produce (“hipótesis consecuencialista de la mentira”). No obstante, muchas veces esas consecuencias nunca se conocen, por lo que se debería concluir, entonces, que una mentira que no se descubre no es mentira del todo. Frente a esta consideración, se ha defendido la “hipótesis de la culpa”, según la cual lo reprochable no se deduce de que la mentira se descubra, sino de que el mentiroso sabe él mismo que miente y eso es suficiente para reprocharla. No obstante, esa idea de que todos tienen consciencia para reconocer sus propias mentiras y el daño que con ellas producen, obedece a una imagen bien ingenua (wishful thinking) y distorsionada de las relaciones humanas. La vitalidad de la mentira se encuentra, por el contrario, en el hecho de que ella tiene sus raíces más hondas en la búsqueda permanente de placer de los seres humanos, o cuando menos, en la búsqueda permanente de cómo evitar el dolor. 5. La mentira en contexto Quizás uno de los aspectos fundamentales de la mentira es el hecho de considerar que el daño que ella cause o no, depende en buena medida del contexto en que esta se exprese. Una mentira política puede afectar a toda una comunidad, mientras la mentira que le hacemos a la mamá en su día sobre su peinado no causará mayores estragos. No es lo mismo mentir en un contexto informal, tomando un café con los amigos y confesándoles sobre alguna inexistente aventura nuestra con una femme fatale (algo así como para “hacerse el interesante”), que mentir en un juicio donde se persigue a un peligroso narcotraficante. Tratando de sistematizar un poco el asunto de los contextos, quisiera proponer, a título de una clasificación general, pero con carácter heurístico o didáctico, la siguiente división: (A) En primer lugar, hay una esfera pública en la cual no solo es un deber moral, sino también incluso un deber legal, expresar la verdad de lo que uno conoce respecto de ciertos sucesos. Así sucede, por ejemplo, con las declaraciones que como testigo se rindan en una corte. De no hacerse así la persona corre el riesgo de ser sancionado por el delito de falso testimonio, tal y como establece el artículo 316 del Código Penal Costarricense: Será reprimido con prisión de uno a cinco años, el testigo, perito, intérprete o traductor que afirmare una falsedad o negare o callare la verdad, en todo o en parte, en su deposición, informe, interpretación o traducción, hecha ante autoridad competente... Este ámbito se circunscribe, esencialmente, creo yo, a las experiencias laborales, académicas, profesionales, en las cuales uno se desempeñe y tenga que rendir cuentas ante terceros que, o bien pagan por servicios que prestamos, o bien tienen un interés legítimo en conocer una determinada situación de la cual uno está al tanto. (B) En segundo lugar, hay una esfera privada respecto de la cual una persona que es interrogada sobre un hecho, evento o circunstancia de su vida, no tiene necesariamente que responder a lo que se le pregunta. Su silencio no cabe dentro de la mentira. Si, por ejemplo, un desconocido me interroga, sin motivo aparente, sobre cuántos hijos tengo, o sobre si estoy casado o no, sobre el lugar dónde vivo o el tipo de vehículo que utilizo, no debo responder a esas preguntas si no deseo hacerlo. No faltaría a la verdad si no lo hago. Ahora bien, si lo hago existe, al igual que en otros ámbitos de la vida cotidiana, un cierto deber moral de responder con la verdad. Se trata aquí, básicamente, de un uso social de cortesía en la vida cotidiana. (C) En tercer y último lugar, creo que existe una esfera íntima en relación con la cual no existe, creo, por parte del individuo, un deber moral ni tampoco legal, social ni de otra índole, de contestar a las preguntas que se le formulen ni tampoco de brindar información a ese respecto. ¿Es cierto que a usted le gusta el sexo sadomasoquista? ¿Diga si es verdad o no que usted es un homosexual reprimido? ¿Verdad que usted pertenece al Club Swinger de la ciudad? ¿Usted es uno de esos cristianos hipócritas que van a la iglesia y luego se van a meter a un prostíbulo? ¿No sea farsante y díganos si usted quiere o no a su abuela octogenaria que está en el asilo de ancianos? Estas son cuestiones sobre las cuales estimo que una persona no tiene deber alguno de responder. Su negativa a hacerlo no podría calificarse como mentira en sentido estricto. 6. Algunas conclusiones (no tan “mentirosas”) sobre ética Después de lo señalado hasta este punto de las reflexiones, creo que ha de quedar clara una circunstancia que, en lo personal, me parece ser una idea fundamental de este trabajo: La mentira es llanamente inevitable en ciertos ámbitos de la vida, tanto pública como privada. La razón para ello es sencilla (tal y como hemos ya reiterado en este trabajo): Ella satisface pulsiones básicas de los seres humanos, placer, amor y odio. Hay gente que miente para destruir, otros para enriquecerse, aún otros para ocultar sus actos, y otros simple y sencillamente porque la mentira les depara placer. Saber que se engaña a otra persona es, en cierto sentido, un acto de poder. Y los actos de poder (no importa si es sobre un solo individuo o sobre naciones enteras) generan gratificación, goce. Ello representa, finalmente, una autoafir-mación del yo. Cuándo se ha de mentir y cuándo no es una cuestión que esté librada a un cálculo de las consecuencias. Sin embargo, respecto de ese cálculo, la mayoría de personas no sabe prácticamente nada que no pertenezca al orden del prejuicio, de una doble moral, o de la mera valoración subjetiva. En la fenomenología cotidiana el asunto básicamente transcurre así: Un hombre le miente a su novia embarazada respecto de un romance que tiene con su mejor amiga. El cálculo de consecuencias transcurrirá, más o menos, de esta forma: Si le digo a mi novia, ella no va a entender que aún la amo, que ese romance no significa nada, que sólo a ella me la “tomo en serio”. De igual manera, es probable que el asunto no pase a más y que termine pronto. La situación solo se ha dado un par de veces y estoy convencido de que no se va a repetir más en el futuro, ya que finalmente la amiga no me gusta tanto. Prefiero mil veces construir un hogar con mi novia embarazada que con su amiga. En cambio, si le confieso todo, ella va a sufrir demasiado. Es casi seguro que se marche de mi vida, por lo cual nuestra relación y todo lo vivido a lo largo de estos años se perderá para siempre, resultando imposible educar juntos al bebé, por lo cual también él sufrirá las consecuencias de mis acciones. Igualmente, ella va a tomar mi romance con su amiga como una gran traición, lo que significa que también le dejará de hablar a ella y eso la hará sufrir aún más, pues se conocen desde la infancia. Entonces, el daño que le causará saber la verdad, es probablemente mucho mayor al daño que le causará si no sabe nada, o sea, si le oculto la situación por siempre. Así nos casaremos, nacerá nuestro hijo, lo educaremos juntos y formaremos un hogar. En un caso como este, lo primero que salta a la vista y que debe tomarse en cuenta, en un análisis realista del caso, es que muchas veces todo lo que se diga aquí es una mera racionalización (o sea, una justificación psicológica de la propia conducta) por parte del agente. El novio buscará cómo “acomodar” sus propias razones, de tal manera que calcen con lo que él de por sí desea hacer. Con otras palabras, encontrará razones, buenas o malas, que le permitan o bien mentir o bien decir la verdad, dependiendo todo ello de lo que previamente haya decidido (esto en el entendido, claro está, de que él se plantee el problema, pues bien podría -y eso es lo más frecuente- ni siquiera “darle cabeza al asunto”). Esa decisión, por supuesto, habrá sido adoptada siguiendo casi siempre un parámetro del placer (o sea, de evitar el dolor) y no el del deber. Lo que se buscará es, esencialmente, evitar el sufrimiento inmediato que pueda traer aparejada la situación del engaño. En ese proceso se pensará muy poco en las consecuencias que hacia futuro pueda o no acarrear la mentira. Las personas suelen ocuparse con preferencia de aquellas situaciones que en el corto plazo les generan goce o les evitan sufrimiento; y solo de manera muy excepcional de aquellas situaciones que traigan consecuencias a largo plazo. Más allá de esta posible racionalización, surgen aquí varias preguntas de fondo: ¿Tendrá razón el hombre en mentir a su novia embarazada y conservar así lo que, quizás y con el paso de los años, se convierta en un matrimonio feliz? Asumamos que sus razones son auténticas, ¿justifican ellas su decisión de mentir? ¿Está esa acción justificada moralmente a la luz de las consecuencias previsibles que podrían resultar de decir la verdad? ¿Y cómo conocer esas consecuencia, pueden ellas acaso calcularse? Si nos tocara poner en una suerte de balanza las consecuencias negativas por un lado y las consecuencias positivas por el otro, ¿cuál sería el resultado de esa acción? ¿Qué opinaría, a su vez, la novia si se le pusiera hipotéticamente a escoger? El gran problema que hay respecto de estas preguntas es que no tienen respuesta clara y si la tienen, esa respuesta no se suele discutir en los debates éticos que hay sobre el tema. Todo lo cual nos coloca en una situación bastante desventajosa. Por un lado, en la vida cotidiana se nos hace necesario en algunos casos, si queremos vivir en sociedad, mentir; y por otro lado, no sabemos cómo debe hacerse y bajo cuáles circunstancias. Dicho de una manera algo provocativa: ¡El problema no es solo la mentira, es no saber mentir! En el proceso de enfrentar situaciones de la vida práctica, las personas lo que hacemos es, de una manera más o menos intuitiva, ponderar las ventajas de mentir con sus desventajas. En ese proceso, al no contar con ningún tipo de herramienta, se suelen cometer muchos errores, los cuales se pagan caro. Una ética realista debería tomar en cuenta la situación descrita, desarrollando algo así como un “arte de la mentira”[13]. Tal propuesta. aunque parezca paradójicamente absurda (¡y poco ética!), no deja de tener alguna justificación racional, pues es mejor decidir sobre un dilema moral con algún conocimiento de los posibles cursos de acción, que decidir simplemente a pura intuición, a pálpito, y basándonos única y exclusivamente en nuestros prejuicios favoritos. El problema quizás con muchas disciplinas normativas (como la ética, el derecho, la estética, la política, etc.) es que se basan, más que todo, en la consideración de lo que las personas deberían hacer, dejando por fuera lo que realmente hacen en sus vidas prácticas. De esa manera, se crean unos preceptos abstractos (muy bonitos y consecuentes en el ámbito puramente teórico), pero sin ningún asidero en las prácticas vitales de las gentes. Es como creer que es posible gobernar un pueblo solamente con la República de Platón (427-347). Lo anterior -no está de más decirlo- no es apología, excusa, justificación, de la mentira. Es descripción de lo que pasa. La gente miente. Y en el cálculo de las consecuencias de sus mentiras se suele equivocar crasamente. Eso produce dolor. Y el dolor produce sufrimiento y tragedia. La mentira es, por consiguiente, dolor y tragedia. Es mal. Y como todo mal, hay que evitarlo. Pero esta constatación no suprime ni anula la situación realmente de fondo: ¿Qué hay que hacer cuando no queda otra más que mentir? Quizás la respuesta, por dramática que parezca, puede ser: Hay que mentir “bien”; o al menos, escoger la mentira que cause menor dolor y tragedia. Y allí radica el verdadero reto de una ética que se base en algo más que unos preceptos generales y abstractos de la condición humana. El valor fermental, imperecedero y perdurable del De Principatibus (1513) de Niccolo Machiavelli (1469-1527), para citar solo un ejemplo conocido, no es que nos haya dicho que en la política se deba mentir, engañar, o recurrir a la corrupción y la farsa para gobernar; sino que tales cosas existen, nos guste o no, lo queramos o no, y que el buen gobernante es aquel que incluye tales variables dentro de su programa de consideraciones prácticas por tomar en cuenta a la hora de gobernar. El valor radica en abrir los ojos a algo que ya se daba, pero que se solía esconder dentro de la “política del papel”. Se inaugura así lo que tiempo después Ludwig von Rochau (1810-1873) denominaría la Realpolitik (“política realista o actual”). Pues bien, no estaría de más que dentro de los programas de ética normativa se sugiriera un capítulo de algo así como una “Rea-lethik” (“ética realista o actual”), cuyo principal objeto de estudio sería el reconocimiento (no la prescripción, claro está) de aquellas conductas de los agentes morales que se dan en su praxis vital, más allá de lo que indiquen los códigos morales explícitos. El propósito de una ética así concebida no sería, evidentemente, la recomendación de unos “vicios” de la acción humana (como el mentir), sino y básicamente alertar sobre los hábitos morales que se dan en la vida cotidiana, así como las complejidades, perplejidades y los dilemas que de ellos se derivan. Tal tarea está, por supuesto, aún pendiente y es casi seguro que lo estará por mucho tiempo, dado el carácter esencialmente mitómano de la acción humana. Notas [1] El título de este trabajo está inspirado en la frase de Nietzsche (1844-1900), en su Genealogía de la Moral: Nicht dass du mich belogst sondern, dass ich dir nicht mehr glaube, hat mich erschüttert. [2] Noticia referenciada en http://www.lanacion.com.ar/1119561-se-dicen-tres-mentiras-por-cada-10-minutos-de-conversacion. Consultado el día 6 de noviembre de 2014. [3] Ensayo sobre la mentira, en Revista Opción 151, ITAM, septiembre de 2008, 3. [4] Para el examen de esta hipótesis, así como de otros problemas referidos a la causalidad, ver mi libro Yo me engaño, tú te engañas, él se... Un repertorio de sofismas corrientes en las ciencias sociales. O de la guerra sin fin contra el pensamiento dogmático. Isolma, San José, Costa Rica, segunda edición (2011), en especial el capítulo 10. [5] Rafael Ángel Herra ha expuesto, en un catálogo de manifestaciones sobre el autoengaño, varias de las maneras en que este se expresa. Dice al respecto: “El autoengaño sucede de muchas maneras: 1. Me justifica (o me da la ilusión de disculparme) ante mí mismo y ante los demás por lo que hago o dejo de hacer, 2. transforma en beneficio propio la autoper-cepción y la percepción de los demás, 3. sesga en mi beneficio los conflictos de intereses, 4. adapta la realidad (o su percepción) y las conductas que se derivan de ahí al punto de vista personal, al del grupo o incluso al de la cultura, 5. elige la fuente de deber más apropiada a mis deseos o intereses, 6. me permite castigar en los demás mis propios vicios sin que yo los asuma como propios, 7. me ayuda a burlar los conflictos de lealtad, resolviéndolos en beneficio propio, 8. me salva de un examen de conciencia cristalino sobre mi manera de actuar y de relacionarme con los demás, 9. enmascara las fuentes de mi conducta, 10. alivia el dolor que muchas veces me deparan mis actos, 11. da las coartadas de superioridad a mi cultura en detrimento de culturas ajenas, 12. legitima las construcciones imaginarias que sirven para justificar actos aislados, conductas genéricas y percepciones de la realidad, 13. facilita coartadas de exculpación, etc.” (R. A. Herra, 2007, 13-14). [6] Texto tomado del sitio http://www.uruguayeduca. edu.uy/Userfiles/P0001/File/KANT_sobreunsu-puestoderechoamentir2.pdf. Consultado el día 16 de octubre de 2014. [7] Texto tomado del sitio http://www.uruguayeduca. edu.uy/Userfiles/P0001/File/KANT_sobreunsu-puestoderechoamentir2.pdf. Consultado el día 16 de octubre de 2014. [8] Idem. [9] Consultado en http://www._jacquesderrida.com.ar/ textos/mentira_politica.htm [10] L. Kolakowski, La presencia del mito, traducción de Gerardo Bolado, Cátedra, Madrid, 1972, 16. [11] J. Bentham, The principies of moral and legisla-tion, Prometheus Books, New York, 1988, 1. [12] Al respecto véase mi libro Yo me engaño, tú te engañas, él se..., 41. [13] Téngase presente que esta no ha sido una idea inusitada. Así, por ejemplo, Jonathan Swift (16671745) escribió en el siglo XVIII su El arte de la mentira política, traducción de Esteve Serra, Editorial El Barquero, 2009. Referencias Alexander Keferstein, Lutz. (septiembre de 2008). Ensayo sobre la mentira. Revista Opción 151, ITAM. Bentham, Jeremy. (1988). The principles of moral and legislation. New York: Prometheus Books. Herra, Rafael Ángel. (2007). El autoengaño. Palabras para todos y sobre cada cual. San José: Editorial de la Universidad de Costa Rica. Kolakowski, Leszek. (1972). La presencia del mito. Traducción de Gerardo Bolado. Madrid: Ediciones Cátedra, S. A. Salas, Minor E. (2011). Yo me engaño, tú te engañas, él se... Un repertorio de sofismas corrientes en las ciencias sociales. O de la guerra sin fin contra el pensamiento dogmático. Segunda edición. San José: Isolma. Swift, Jonathan. (2009). El arte de la mentira política. Traducción de Esteve Serra. El Barquero. Páginas Web visitadas http://www.lanacion.com.ar/1119561-se-dicen-tres-mentiras-por-cada-10-minutos-de-conversacion. Consultada el día 6 de noviembre de 2014. http://www.uruguayeduca.edu.uy/Userfiles/P0001/ File/KANT_sobreunsupuestoderechoamentir2. pdf. Consultada el día 16 de octubre de 2014. http://www.uruguayeduca.edu.uy/Userfiles/P0001/ File/KANT_sobreunsupuestoderechoamentir2. pdf. Consultada el día 16 de octubre de 2014. http://www.jacquesderrida. com.ar/textos/mentira_ politica.htm Minor E. Salas (minor.e.salas@gmail.com) se desempeña como Profesor Catedrático en las cátedras de Filosofía del Derecho y de Derecho Penal de la Facultad de Derecho de la Universidad de Costa Rica. Además, dedica medio tiempo de su jornada de trabajo al Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad de Costa Rica, desde el cual ha realizado múltiples publicaciones nacionales e internacionales sobre temas de Derecho Penal, Filosofía del Derecho y Epistemología de las Ciencias Sociales, entre otros. Actualmente es también abogado penalista para el renombrado Bufete “PenalCorp: Rivero y Asociados”. |
Minor E. Salas
minor.e.salas@gmail.com
Publicado,
originalmente en Rev. Filosofía Univ. Costa Rica, LVI (145), 89-105, Mayo-Agosto
2017
Link del texto: https://revistas.ucr.ac.cr/index.php/filosofia/article/view/28267
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