Tango, canción de Buenos Aires por Ernesto Sábato
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1. Hibridaje Los millones de inmigrantes que se precipitaron sobre este país en menos de cien años no sólo engendraron esos dos atributos del nuevo argentino que son el resentimiento y la tristeza, sino que prepararon el advenimiento del fenómeno más original del Plata: el tango. Este baile ha sido sucesivamente reprobado, ensalzado, satirizado v analizado. Pero Enrique Santos Discépolo, su creador máximo, da lo que yo creo la definición más entrañable y exacta: “Es un pensamiento triste que se baila". Carlos Ibarguren afirma que el tango no es argentino, que es simplemente un producto híbrido del arrabal porteño. Esta afirmación no define correctamente al tango, pero lo define bien a Carlos Ibarguren. Es claro: tan doloroso fue para el gringo soportar el rencor del criollo como para éste ver a su patria invadida por gente extraña, entrando a saco en su territorio v haciendo a menudo lo que André Gide dice que la gente hace en los hoteles: limpiándose los zapatos con las cortinas. Pero los sentimientos genuinos no son una garantía de razonamientos genuinos, sino más bien un motivo de cuarentena; un marido engañado no es la persona en mejores condiciones para juzgar los méritos del amante de su mujer. Cuando Ibarguren sostiene que el tango no es argentino y si sino un mero producto del mestizaje está diciendo una considerable parte de la verdad, pero está deformando el resto por la (justificada) pasión que lo perturba. Porque si es cierto que el tango es un producto del hibridaje, es falso que no sea argentino; va que, para bien y para mal, no hay pueblos platónicamente puros, y la Argentina de hoy es el resultado (muchas veces calamitoso, eso es verdad) de sucesivas invasiones, empezando por la que llevó a cabo la familia de Carlos Ibarguren, a quien (qué duda cabe) los Cafulcurá deben de mirar como a un intruso, y cuyas opiniones deben de considerar como típicas de un pampeano improvisado. Negar la argentinidad del tango es acto tan patéticamente suicida como negar la existencia de Buenos Aires. La tesis autista de Ibarguren aboliría de un saque el puerto de nuestra capital, sus rascacielos, la industria nacional, sus toros de raza y su poderío cerealista. Tampoco habría gobierno, ya que nuestros presidentes y gobernadores tienen la inclinación a ser meros hijos de italianos o de vascos, o productos tan híbridos como el propio tango. Pero qué digo: ni siquiera el nacionalismo soportaría la hecatombe, pues habría que sacrificar a los Scalabrini y a los Mosconi. Quizá resulte doloroso que la historia sea, como dice W. James, siempre novedosa y, por lo tanto, invariablemente confusa e inclinada a la mezcolanza. Pero eso es lo que la hace tan apasionante. La identidad consigo mismo hay que buscarla en la lógica o en la matemática: nadie puede pedir a la historia un producto tan puro (pero también tan aburrido) como un cono o una sinusoide. Aparte de ser inevitable, el hibridaje es siempre fecundo: bastaría pensar en el gótico y en la música negra de los Estados Unidos. En cuanto a la literatura del Plata, que tantos critican por prolongar en algún sentido los temas y las técnicas europeas, es otro fenómeno de hibridaje; porque, a menos de exigir que escribamos en querandí y describamos la caza del avestruz, no veo cómo, coherentemente, puede hablarse de una pureza nacional. Pensar que una literatura nacional sólo es aquella que se ocupa de indios o de gauchos es adherirse insensiblemente al Apocalipsis ibarguriano. Ni siquiera esos olímpicos dioses griegos, que algunos profesores suponen el paradigma de la pureza, pueden exhibir una genealogía impecablemente indígena. 2. Sexo Varios pensadores argentinos han asimilado el tango al sexo o, come Juan Pablo Echagüe, lo han juzgado una simple danza lasciva. Pienso que es exactamente al revés. Cierto es que surgió en el lenocinio, pero ese mismo hecho ya nos debe hacer sospechar que debe ser algo así como su reverso, pues la creación artística, es un caso casi invariablemente antagónico, un acto de fuga o de rebeldía. Se crea lo que no se tiene, lo que en cierto modo es objeto de nuestra ansiedad v de nuestra esperanza, lo que mágicamente nos permite evadirnos de la dura realidad cotidiana. Y en esto el arte se parece al sueño. Sólo una raza de hombres apasionados y carnales como los griegos podía inventar la filosofía platónica, una filosofía que recomienda desconfiar del cuerpo y de sus pasiones. El prostíbulo es el sexo al estado de (siniestra) pureza. Y el inmigrante solitario que entraba en él resolvía, como dice Tulio Carella, fácilmente su problema sexual: con la trágica facilidad con que ese problema se resuelve en ese sombrío establecimiento. No era, pues, eso lo que al solitario hombre de Buenos Aires podía preocuparle; ni lo que en su nostálgica, aunque muchas veces canallesca, canción evocara. Era precisamente lo contrario: la nostalgia de la comunión y del amor, la añoranza de la mujer; no la presencia de un instrumento de su lujuria: en mi vida tuve muchas, muchas minas, pero nunca una mujer. El cuerpo del Otro es un simple objeto y el solo contacto con su materia no permite trascender los límites de la soledad. Motivo por el cual el puro acto sexual es doblemente triste, ya que no sólo deja al hombre en su soledad inicial, sino que la agrava y ensombrece con la frustración del intento. Éste es uno de los mecanismos que puede explicar la tristeza del tango, tan frecuentemente unida a la desesperanza, al rencor, a la amenaza y al sarcasmo. Hay en el tango un resentimiento erótico y una tortuosa manifestación del sentimiento de inferioridad del nuevo argentino, ya que el sexo es una de las formas primarias del poder. El machismo es un fenómeno muy peculiar del porteño, en virtud del cual se siente obligado a ser macho al cuadrado o al cubo, no sea que en una de esas ni siquiera lo consideren macho a la primera potencia. Porque, como bien lo ha observado Estela Canto, y como es característico de un hombre inseguro, el tipo vigila cautelosamente su comportamiento ante los demás y se siente juzgado y quizá ridiculizado por sus pares: El malevaje extrañao me mira sin comprender. 3. Descontento Este hombre tiene pavor al ridículo y sus compadradas nacen en buena medida de su inseguridad y de su angustia de que la opinión de los otros pueda ser desfavorable o dudosa. Sus reacciones tienen mucho de la histérica violencia de ciertos tímidos. Y cuando infiere sus insultos o sus cachetadas a la mujer seguramente experimenta un oscuro sentimiento de culpa. El resentimiento contra los otros es el aspecto externo del rencor contra su propio yo. Tiene, en suma, ese descontento, ese malhumor, esa vaga acritud, esa indefinida y latente bronca contra todo y contra todos que es casi la quintaesencia del argentino medio. Todo esto hace del tango una danza introvertida y hasta introspectiva: un pensamiento triste que se baila. A la inversa de lo que sucede en las otras danzas populares, que son extrovertidas y eufóricas, expresión de algazara o alegremente eróticas. Sólo un gringo puede hacer la payasada de aprovechar un tango para conversar o para divertirse. El tango es, si se lo piensa bien, el fenómeno más asombroso que se haya dado en el baile popular. Algunos arguyen que no es siempre dramático y que, como todo lo porteño en general, puede ser humorístico; queriendo significar, supongo, que la alegría no le es ajena. Lo que de ningún modo es exacto, pues en esos casos el tango es satírico, su humorismo tiene la agresividad de la cachada argentina, sus epigramas son rencorosos y sobradores: Durante la semana, meta laburo y el sábado a la noche sos un bacán. Es el lado caricaturesco e irónico de un alma sombría v pensativa: ¡Si no es pa suicidarse que por este cachivache sea lo que soy! Un napolitano que baila la tarantela lo hace para divertirse; el porteño que se baila un tango lo hace para meditar en su suerte (que generalmente es grela) o para redondear malos pensamientos sobre la estructura general de la existencia humana. El alemán que ahíto de cerveza da vueltas con música del Tírol, se ríe y cándidamente se divierte: el porteño no se ríe ni se divierte y, cuando sonríe de costado, ese gesto grotesco se distingue de la risa del alemán como un jorobado pesimista de un profesor de gimnasia. 4. Bandoneón ¿Qué misterioso llamado a distancia hizo venir, sin embargo, a un popular instrumento germánico a cantar las desdichas del hombre platense. He aquí otro melancólico problema para Ibarguren. Hacia fines del siglo, Buenos Aires era una gigantesca multitud de hombres solos, un campamento de talleres improvisados y conventillos. En los boliches y prostíbulos hace vida social ese mazacote de estibadores y canfinfleros, de albañiles y matones de comité, de musicantes criollos y extranjeros, de cuarteadores y de proxenetas: se toma vino y caña, se canta y se baila, salen a relucir epigramas sobre agravios recíprocos, se juega a la taba y a las bochas, se enuncian hipótesis sobre la madre o la abuela de algún contertulio, se discute y se pelea. El compadre es el rey de este submundo. Mezcla de gaucho malo y de delincuente siciliano, viene a ser el arquetipo envidiable de la nueva sociedad: es rencoroso y corajudo, jactancioso y macho. La pupila es su pareja en este ballet malevo; juntos bailan una especie de pas-de-deux sobrador, provocativo y espectacular. Es el baile híbrido de gente híbrida: tiene algo de habanera traída por los marineros, restos de milonga y luego mucho de música italiana. Todo entreverado, como los músicos que lo inventan: criollos como Poncio y gringos como Zambonini. Artistas sin pretensiones que no sabían que estaban haciendo historia. Orquestitas humildes y rejuntadas, que solían tener guitarra, violín y flauta; pero que también se las arreglaban con mandolín, con arpa y hasta con armónica. Hasta que aparece el bandoneón, el que dio sello definitivo a la gran creación inconsciente y multitudinaria. El tango iba a alcanzar ahora aquello a que estaba destinado, lo que Santo Tomás llamaría “lo que era antes de ser”, la quidditas del Tango. Instrumento sentimental, pero dramático y profundo, a diferencia del sentimentalismo fácil y pintoresco del acordeón, terminaría por separarlo para siempre del firulete divertido y de la herencia candombera. De los lenocinios y piringundines, el tango salió a la conquista del centro, en organitos con loros, que inocentemente pregonaban atrocidades: Quisiera ser canfinflero, para tener una mina. Y con la invencible energía que tienen las expresiones genuinas conquistó el mundo. Nos plazca o no (generalmente, no), por él nos conocieron en Europa, y el tango era la Argentina por antonomasia, como España eran los toros. Y, nos plazca o no. también es cierto que esa esquematización encierra algo profundamente verdadero, pues el tango encarnaba los rasgos esenciales del país que empezábamos a tener: el desajuste, la nostalgia, la tristeza, la frustración, la dramaticidad, el descontento, el rencor y la problematicidad. En sus formas más delicadas iba a dar canciones como Caminito; en sus expresiones más grotescas, letras como Noche de Reyes, y en sus modos más ásperos y dramáticos, la tanguística de Enrique Santos Discépolo. 5. Metafísica En este país de opositores, cada vez que alguien hace algo (un presupuesto, una sinfonía o un plan de viviendas mínima), inmediatamente brotan miles de críticos que lo demuelen con sádica minuciosidad. Una de las manifestaciones de este sentimiento de inferioridad del argentino (que se complace en destruir lo que no se siente capaz de hacer) es la doctrina que desvaloriza la literatura de acento metafísico: dicen que es ajena a nuestra realidad, que es importada y apócrifa y que, en fin, es característica de la decadencia europea. Según esta singular doctrina, el "mal metafísico” sólo puede acometer a un habitante de París o de Roma. Y, si se tiene presente que ese mal metafísico es consecuencia de la finitud del hombre, hay que concluir que para estos teóricos la gente sólo se muere en Europa. A estos críticos, que no sólo se niegan a considerar su miopía como una desventaja sino que, por el contrario, la usan como instrumento de sus investigaciones, hay que explicarles que si el mal metafísico atormenta a un europeo, a un argentino lo debe atormentar por partida doble, puesto que si el hombre es transitorio en Roma, aquí lo es muchísimo más, ya que tenemos la sensación de vivir esta transitoria existencia en un campamento y en medio de un cataclismo universal, sin ese respaldo de la eternidad que allá es la tradición milenaria. Cómo será verdad todo esto que hasta los autores de tango hacen metafísica sin saberlo. Es que para los críticos mencionados la metafísica sólo se encuentra en vastos y oscuros tratados de profesores alemanes; cuando, como decía Nietzsche, está en medio de la calle, en las tribulaciones del pequeño hombre de carne y hueso. No es éste el lugar para que examinemos de qué manera la preocupación metafísica constituye la materia de nuestra mejor literatura. Aquí queremos señalarlo, simplemente, en este humilde suburbio de la literatura argentina que es el tango. El crecimiento violento y tumultuoso de Buenos Aires, la llegada de millones de seres humanos esperanzados y su casi invariable frustración, la nostalgia de la patria lejana, el resentimiento de los nativos contra la invasión, la sensación de inseguridad y de fragilidad en un mundo que se transformaba vertiginosamente, el no encontrar un sentido seguro a la existencia, la falta de jerarquías absolutas, todo eso se manifiesta en la metafísica tanguística. Melancólicamente dice: Borró el asfalto de una manotada, la vieja barriada que me vio nacer... El progreso que a macha-martillo impusieron los conductores de la nueva Argentina no deja piedra sobre piedra. Qué digo: no deja ladrillo sobre ladrillo; material éste técnicamente más deleznable y, como consecuencia, filosóficamente más angustioso. Nada permanece en la ciudad fantasma. Y el poeta popular canta su nostalgia del viejo Café de los Angelitos: Yo te evoco, perdido en la vida,
y enredado en los hilos del humo. Y, modesto Manrique suburbano, se pregunta:
¿Tras de qué sueños volaron?...
¿Te acordás, hermano, qué tiempos aquéllos? O con cínica amargura dictamina:
Se va la vida, se va y no vuelve, las penas a rodar. Discepolín, horaciano, ve vieja, fané y descangallada a la mujer que en otro tiempo amó. En la letra existencialista de sus tangos máximos, dice: Cuando manyés que a tu lado se prueban la ropa que vas a dejar... te acordarás de este otario
que un día, cansado,
El hombre del
tango es un ser profundo que medita en el paso del tiempo y en el que finalmente ese paso nos trae: la
inexorable muerte.
terminaron mis hazañas. me acorrala el corazón. ..
Para terminar diciendo, con siniestra arrogancia de porteño solitario:
sin confesión y sin Dios, crucificado en mi pena, como abrazado a un rencor. |
por Ernesto Sábato
Publicado, originalmente, en:
Ficción. Revista-Libro
Bimestral Núm. 24 / 25 Marzo-abril-mayo-junio de 1960
Ficción se editó entre 1956 y 1971 - Lugar de edición: Ciudad de Buenos Aires
Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/ficcion-no-24-25/
Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas que es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,
que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte.
Ver, además:
Ernesto Sábato en Letras Uruguay
Tango - Ensayos, textos, poemas en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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