La casa de los espíritus, de Isabel Allende: un calidoscopio de espejos desordenados ensayo de Mario A. Rojas The Catholic University of America
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La presentación de un texto siempre produce una natural desconfianza cuando es excesivamente laudatoria. Así, con cierto escepticismo, entramos a La casa de los espíritus[1], después de leer en la contraportada que con esta obra «magistral» Isabel Allende se sitúa de un salto en la cúspide donde se encuentran los grandes narradores hispanoamericanos actuales, llenando ese espacio que estaba destinado por tanto tiempo a la novelista. Pero cuando nos sumergimos en el mundo fascinante de Isabel Allende y su imantante escritura no nos suelta hasta no haberla recreado de una «plumada», nos damos cuenta que las palabras introductoras no eran un simple recurso propagandístico y que, en efecto, nos encontramos ante, una importante novela. El «espíritu» de Cien años de soledad flota constantemente tanto en el mundo imaginario como en la escritura de Isabel Allende. Hay en las dos novelas patentes afinidades y correspondencias que atraerán a más de un crítico amante de los infinitos reflejos intertextuales[2]. Por nuestra parte, más que como un caleidoscopio intertextual, preferimos asumir la novela como un calidoscopio intratextual, con todos sus reflejos visibles e invisibles. La imagen caleidoscópica que visualmente está, en varias instancias, signada por el texto mismo y funciona, según nuestra lectura, como un icono metafórico[3] que, sintetizando prospectiva y retrospectivamente la obra, la refleja ya en la composición de su mundo, en la configuración de sus espacios, en la caracterización de, sus personajes andróginos, como asimismo en la pluralidad de sus escrituras. En la página 78 leemos: Clara pasó su infancia y entró en la juventud dentro de las paredes de su casa, en un mundo de historias asombrosas, de silencios tranquilos, donde el espacio no se marcaba con relojes ni calendarios y donde los objetos tenían vida propia, los aparecidos se sentaban en la mesa y hablaban con los humanos, el pasado y el futuro eran parte de una misma cosa y la realidad del presente era un caleidoscopio de espejos desordenados donde todo podía ocurrir. (El subrayado es nuestro.) Esta atmósfera mágica de la casona de la infancia de Clara impregnará la mayor parte de la novela, cuyas acciones principales suceden en la versallesca mansión que el patriarca Esteban Trueba, al casarse, hace construir con el deseo de convertirla en el espacio androcéntrico donde crecerá su estirpe y que, muy pronto, gracias a la desbordante imaginación de Clara, se va llenando de «protuberancias y adherencias, de múltiples escaleras torcidas que conducían a lugares vagos, de torreones, de puertas suspendidas en el vacío, de corredores torcidos» (p. 88), hasta convertirse en un caleidoscópico y encantado laberinto por donde deambularán personajes igualmente extraños y caleidoscópicos, desde artistas pobres y fabricantes de lluvia hasta espíritus fantasmales. Paulatinamente, la figura patriarcal es desplazada a la periferia y la casona se convierte en un feliz espacio bachelardiano[4], donde lo sobrenatural e irracional se confunde con los hechos cotidianos. Aquí, Clara instala su rincón femenino, espacio al cual tienen acceso sólo las mujeres y donde además de perfeccionar sus dotes telepáticas y telequínésicas —que mostrara desde niña anunciando catástrofes y moviendo saleros con el pensamiento—, continúa, junto con las hermanas Mora, aquellas prácticas inmemoriales de las «sabias brujas» que han logrado sobrevivir por siglos a la represión misógina. Este mundo mágico y encantada atmósfera empiezan, sin embargo, a resquebrajarse cuando a la muerte de Clara la casa abre definitivamente sus puertas al mundo ominoso que la envuelve, donde como en un calidoscopio de espejos desordenados ocurren hechos de inverosímil ficción, pero reconocidos por el lector como terrible realidad histórica. Se da aquí paso a otro momento de la novela en que la imagen del mundo se trastrueca y el lenguaje, ahora testimonial, se ciñe cada vez más al referente. Se está ahora frente a un mundo controlado no por un espíritu angelical y bondadoso como el de Clara, sino por fuerzas malévolas que en truculentas combinaciones caleidoscópicas imaginan las más diabólicas torturas, cambian mapas alargando fronteras y alterando los puntos cardinales y crean las más caprichosas formas de censura que prohíben desde palabras del diccionario —como libertad, justicia y sindicato-— hasta letras de canciones y conversaciones privadas (p. 337). La imagen caleidoscópica adquiere visos trágicos y sangrientos, las cosas parecen «de vidrio y frágiles como suspiros», las metrallas y bombas destrozan «una buena parte de lo conocido y el resto queda hecho trizas y salpicado de sangre» (p. 333). Chile, espacio que trasluce sin nombrarse, se convierte en una gran casa donde flotan los espíritus de miles de muertos, entre ellos los del «miope carismático», que muere diciendo que siempre estará junto al pueblo, que su sacrificio no será en vano (p. 325); el del poeta de las caracolas rosas, cuyo entierro se convierte en un grito de espanto que estremece al mundo; el del cantante de poncho y alpargatas, cuya voz, aunque mutilada, es diseminada por el viento en miles más; los de la multitud de desaparecidos, que en un alma gritaban hasta quedar sin voz que «el pueblo unido jamás será vencido» (p. 325), y cuyo eco todavía se propala (como diría Violeta Parra) traspasando muros fronterizos; todos estos espíritus benévolos que, unidos al de Clara, clarísima, clarividente, vigilan y alimentan al pueblo que espera. La casa de los espíritus es una novela femino-céntrica en que los personajes femeninos ya no son el pre-texto tradicional[5] de la escritura masculina, sino que constituyen centros de energía pulsores y propulsores del dinamismo narrativo, ginofuerzas que desafían el despotismo patriarcal, los prejuicios sociosexuales, la dictadura y la represión política. Según Adrienne Rich, uno de los papeles fundamentales de la escritora contemporánea es el de reaccionar contra la tradición literaria de orientación viricéntrica, que constantemente proyecta imágenes de la mujer apoyadas en falsas iconografías y mitologías. La escritora, propone Rich, debe revisar, reinventar o transformar tales imágenes y adecuarlas al verdadero «ser femenino, a su identidad femenina, a su experiencia femenina única»[6]. La novela comienza centrando la narración en Rosa la Bella, que borda, en el mantel que quiere convertir en el más grande del mundo, calei-doscópicas bestias «mitad pájaro y mitad mamífero cubiertas de plumas iridiscentes y provistas de cuernos y pezuñas (...) que desafían las leyes de la biología y la aerodinámica» (p. 12). Estas ficciones que surgen de las manos de Rosa la Bella son un espejo de la ficción que las contiene, donde personajes como la misma Rosa la Bella y otros como Clara, Pancho García y el tío Marcos desafían por igual las mismas leyes. Rosa la Bella, con su pelo verde y ojos amarillos, piel «con suaves reflejos azulados» y con «algo de pez» (p. 12), y Clara, tocando el piano a distancia y volando de un lado a otro por su casa. Rosa la Bella, como lo predice su madre, es de corta vida, y todavía, en las primeras páginas de la novela, sólo queda de ella su nombre grabado en «un rectángulo de mármol» escrito con «altas letras góticas»[7] (p. 37). La muerte de Rosa la Bella es también la muerte simbólica de toda la femino-mitología, que representa a las mujeres excepcionales como bestias. En su reemplazo, Isabel Allende asume el código mítico del maravilloso mundo americano, en que personajes como Clara, Pancho García, que conjura una horda de hormigas, que emprenden la retirada ante los ojos atónitos del experto científico, y el tío Marcos, que emprende un vuelo imposible frente a una deslumbrada multitud reunida para presenciar su hazaña; todos tienen una existencia tan humana y terrenal como la de la Virgen María en la creencia popular. Las mujeres de la saga reciben por vía materna una doble herencia: una desbordante imaginación y una clara conciencia de justicia social. La primera herencia se manifiesta en generaciones caleidoscópicamente. Las figuras multiformes de Rosa la Bella se convierten en bestias de greda en Blanca y en pinturas con fauna y flora fabulosas en Alba. Blanca no sólo desborda su imaginación en sus cerámicas, sino también en la recreación de cuentos tradicionales en que invierte papeles y roles, dé modo que las mujeres asumen los roles activos y los hombres los pasivos: «un príncipe que duerme cien años, doncellas que pelean cuerpo a cuerpo con dragones, un lobo perdido en el bosque a quien una niña destripó sin razón alguna» (p. 269). Esta metaficción es otro reflejo espejeante de la ficción primera en que Isabel Allende emplea inversiones similares, todas tendentes a obliterar las rígidas dicotomías que polarizan la diferenciación genérica. La segunda herencia, la más importante, prepara a las mujeres de la saga no para sumergirse en un mundo de fantasía, sino para enfrentarse crítica y combativamente a fuerzas culturales que tienden a victimizarlas. La novela neofeminista, nos dice Ellen Morgan, debe «representar la condición de las mujeres de viejas a nuevas formas, y sus modos de respuesta a los cambios, sus identidades y aspiraciones en su constante búsqueda de un ser auténtico»[8] . En este sentido, La casa de los espíritus es una novela neofeminista, ya que en ella, a través de Nivea, Clara, Blanca y Alba, Isabel Allende va registrando el curso de viejas a nuevas formas de participación de la mujer en su lucha por los derechos de su propio sexo y por los de las clases sociales desposeídas. Nivea es la defensora del sufragio universal (tarea a que se abocan las mujeres en Hispanoamérica a comienzos de este siglo), pero su acción no va más allá del discurso retórico o la caridad social. La gran distancia y vacío que hay entre ella y las obreras que escuchan impasibles sus apasionadas arengas es percibido por Clara, quien comenta en su cuaderno de anotar la vida: El contraste entre su madre y sus amigas, con abrigos de piel y botas de gamuza, hablando de opresión, de igualdad y de derechos a un grupo triste y resignado de trabajadoras, con sus toscos delantales de dril y las manos rojas por los sabañones. De la fábrica, las sufragistas se iban a la confitería de la Plaza de Armas a tomar té con pastelitos (p. 77). Ya mujer, en la hacienda Las Tres Marías, Clara repite a las campesinas las mismas consignas que escuchara en boca de su madre, pero va más allá del discurso político, enseñándoles a mejorar sus condiciones de vida: a hervir la leche, a curar la sarna y la diarrea, a coser, a blanquear la ropa. Cuando sus esfuerzos solidarios se ven limitados sólo a la caridad, le comenta a su hija Blanca: «Esto sirve para tranquilizarnos la conciencia, hija (...), pero no ayuda a los pobres. No necesitan caridad, sino justicia» (pp. 124-125). Usualmente, las experiencias prematrimoniales son aceptadas como parte del natural desarrollo del hombre, pero en la mujer son vistas como una gran calamidad que trae no sólo su deshonra, sino la de la familia entera. Sin embargo, cuando el reductor es de una clase social económicamente más pudiente, hasta la violación es vista como normal. Tal es el caso de Esteban Trueba, que impunemente desflora una tras otra a las indefensas campesinas. A través de la figura de Blanca, Isabel Allende señala los prejuicios y abusos a que está sometida la mujer latinoamericana, que es generalmente un pasivo objeto del deseo del macho. El profundo amor entre Blanca y un campesino del fundo, amor del que nace Alba, apresurará al furibundo patriarca a buscarle un marido a la hija desflorada y un padre para el bastardo. Clara, siempre atenta a las injusticias, se limita a comentarle a Trueba: «Pedro García Tercero no ha hecho nada que no hayas hecho tú (...). Tú también te has acostado con mujeres solteras que no son de tu clase. La diferencia es que él lo ha hecho por amor. Y Blanca también» (p. 179). La férrea voluntad de Blanca y su profundo amor hacia Pedro logra no sólo doblegar finalmente la autoridad patriarcal, sino que abre también una vía de comunicación entre dos clases comúnmente irreconciliables. Sheila Rowbothan, una líder del movimiento feminista de Inglaterra, sostiene que el futuro del feminismo contemporáneo dependerá en gran medida de la capacidad de sus dirigentes para relacionarse con la clase trabajadora y de encauzar el movimiento de liberación de acuerdo a las necesidades de ésta[9]. Específicamente, la literatura neofeminista debe tener por misión no sólo «documentar los efectos de la opresión y del caos de la lucha, sino también la de construir imágenes de trascendencia y autenticidad para la mujer»[10]. Este tipo de imagen es el que proyecta Isabel Allende con la última de las mujeres de la saga. Alba es la destinada a salir de la casona para relacionarse activamente con los grupos políticos de avanzada; primero lo hace tímidamente, más bien por amor a un dirigente estudiantil, pero poco a poco se va identificando con las necesidades de los oprimidos y perseguidos políticos. Sus actividades clandestinas después del golpe militar la convierten en víctima de la tortura en un campo de concentración. Esta experiencia terrible, sin embargo, le abre las puertas a otro mundo: al de las mujeres del pueblo, que, a pesar de las precarias e inhumanas condiciones en que viven en la cárcel, han formado una auténtica comunidad de mujeres unidas no sólo por la desgracia, sino sobre todo por un profundo amor solidario. Alba sale de allí transfigurada: «Lo último que oí al salir fue el coro de mis compañeras cantando para darme ánimos, tal como hacía con todas las prisioneras que llegaban o se quedaban en el campamento. Yo iba llorando, Allí había sido feliz» (p. 375). El proceso de aprendizaje de Alba y su integración al mundo de las mujeres del pueblo se completa cuando al salir de la cárcel y abandonada en un basural, Alba es socorrida por una mujer de población marginal a quien Alba describe así: «Me pareció a tantas otras que conocí en los comedores populares, en el hospital de mi tío Jaime, en la Vicaría donde iban a indagar por sus desaparecidos, en la Morgue donde iban a buscar a sus muertos. Le dije que había corrido mucho riesgo en ayudarme y ella me sonrió. Entonces supe que el coronel García y otros como él tienen sus días contados, porque no han podido destruir el espíritu de esas mujeres» (p. 377). Otro de los objetivos de la literatura neofeminista es el de representar figuras reconciliatorias o de síntesis que trasciendan los estereotipos genéricos, figuras que absorben cualidades positivas tanto femeninas como masculinas 10. En La casa de los espíritus es posible reconocer varios personajes andróginos, de los cuales sólo mencionaremos algunos para luego concentramos en Alba y Miguel, Andrógino es Jaime, el hijo médico de Clara, a quien su madre caracteriza como «un hombronazo peludo con fuerza de un oso», pero al mismo tiempo tiene el «candor de una novicia» (p. 216); andrógina es Tránsito Soto, que de simple prostituta de campo se convierte en una mujer con más poder que el mismo senador Trueba y que es sólo por su intercesión (ésta es una de las muchas inversiones con que juega Isabel Allende: una prostituta asumiendo el papel de Virgen María) puede Alba abandonar por fin el campo de concentración; andrógina es Amanda, que cría a su hermano con la ternura de una madre y muere heroicamente en manos de sus torturadores sin delatar jamás su nombre, Desde pequeña, Alba muestra inclinación hacia actividades que no corresponden a las pasivas destinadas por lo común a una niña; en vez de las muñecas su juego predilecto era incursionar en el oscuro sótano de la casa, donde «se deslizaba de cabeza por una claraboya» (p. 238). Cuando Trueba observa que Alba no es el tipo de mujer que se confinará en el ático de su casa, se convence que, «después de todo, algunas mujeres no eran del todo tan idiotas» y que «Alba, demasiado insignificante para atraer a un esposo de buena situación, podría adquirir una profesión y acabar ganándose la vida como un hombre» (p. 267). El amor de una pareja se realiza sólo en plenitud cuando tanto el hombre como la mujer son capaces de descubrir esas naturalmente codificadas voces interiores que les dictan una andrógina conducta que condicionantes culturales tienden a borrar[11]. Trueba, con su unidimensional amor de macho, es incapaz de dar a Clara el afecto que en algún momento le prodigan Pancho García Segundo y Férula Trueba. El amor de naturaleza andrógina que Blanca y Pancho García Tercero cultivan desde niños puede desarrollarse plenamente sólo cuando trascienden las barreras sociales, primero antes de ser descubiertos en sus encuentros furtivos de adolescentes y más tarde con el destierro. Es finalmente Alba quien logra superar los prejuicios sociales y encontrar al hombre que puede conciliar la ternura del amante con la valentía del guerrillero. La cósmo-sis que envuelve a los amantes es expresada poéticamente mediante la imagen del caleidoscopio, en un momento en que por primera vez Alba quisiera ser hermosa. Al intuir Miguel esta inquietud: La llevó hasta el gran espejo veneciano que adornaba un rincón de su cámara secreta, sacudió el polvo del cristal quebrado y luego encendió todas las velas que tenía y las dispuso a su alrededor. Ella se miró en los mil pedazos rotos del espejo. Su piel, iluminada por las velas, tenía el color irreal de las figuras de cera. Miguel empezó a acariciarla y ella vio transformarse su rostro en el caleidoscopio del espejo y aceptó al fin que era la más bella de todo el universo, porque pudo verse en los ojos que la miraba Miguel (p. 294). El mundo narrado en La casa de los espíritus es el resultado de tres enunciaciones o escrituras principales. Una, la más extensa, corresponde al tipo de narrador que Lubomír Dolezel[12] denomina narrador retórico, que, situado fuera de la historia, asume las funciones de representación e interpretación, pero no la de acción, de tal manera que puede aparecer en la narración como personaje, pero siempre desdoblado en un él. Este rol narrativo es asumido, lo sabemos en el epílogo, por Alba, quien se identifica como tal y que desde ese momento se incorpora al mundo como narrador-personaje. En la narración retórica, desde una focalización cero, Alba asume el papel de una editora que reconstruye una historia de otras escrituras: de las cartas de su madre, de lo registrado en los libros de administración del fundo Las Tres Marías y, sobre todo, de los cuadernos de anotar la vida en que Clara, desde niña, ha ido, con delicada caligrafía, registrando acontecimientos de la saga y que Alba ha encontrado «atados con cintas de colores, separados por acontecimientos y no por orden cronológico, tal como los dejó ella antes de irse». El segundo enunciante es Esteban Trueba, cuya narración contrapuntística sirve no sólo para completar sucesos que escaparían al control del narrador retórico, sino también para registrar el mundo desde una perspectiva androcéntrica. La novela termina con un epílogo en que Alba, sujeto de enunciación y de enunciado, después de reconstruir la larga historia de la saga, reflexiona: Quiero pensar que mi oficio es la vida y que mi misión no es prolongar el odio, sino sólo llenar estas páginas mientras espero el regreso de Miguel, mientras entierro a mi abuelo que ahora descansa a mi lado en este cuarto, mientras aguardo que lleguen tiempos mejores, gestando a la criatura que tengo en el vientre, hija de tantas violaciones, o tal vez hija de Miguel, pero sobre todo hija mía (pp. 379-380). Aunque la narración se cierra en círculo retomando la primera línea de la novela, ésta es una narración que puede continuarse transcribiendo la historia de muchos países latinoamericanos. A fin de cuentas, como en un caleidoscopio de espejos desordenados, los hechos reales suelen confundirse con los ficticios. Y así, la escritura de Alba puede interpretarse como un icono metafórico que, trascendiendo el mundo de la ficción, refleja la propia escritura de Isabel Allende, que como tantos otros exiliados escribe, probablemente, para «rescatar las cosas del pasado y sobrevivir a su propio espanto» (p. 380). Notas: [1] Isabel Allende, La casa de los espíritus, 5.a ed. (Barcelona: Plaza y Janés, 1973). [2] La influencia de García Márquez se ha extendido aún más allá de las fronteras latinoamericanas. Así, por ejemplo, es posible observar en las novelas Midnight’s Children y Shame, de Salman Rushdie, notables semejanzas con las novelas de García Márquez. [3] Usamos el concepto de icono metafórico en el sentido que le es asignado por Aart van Zoest, como un signo que tiene dos referentes, uno inmediato y el otro mediato. La relación de semejanza se establece precisamente a nivel de dichos referentes. Véase Aart van Zoest, «Le signe iconique dans les textes» (Zegdniennia Rodzajów Literackich,XX,2): [4] El concepto de «espacio feliz» y las imágenes relacionadas con él han sido desarrollados por Gastón Bachelard, La poétique de l’espace (Paris: Presses Upiversitaires de France, 1958). [5] Nancy Miller, en The Heroine’s Text: Readings in French and English Novel, 1772-1782 (New York: Columbia University Press, 1980), caracteriza la novela femino-céntrica como «aquella en que la mujer deja de ser pre-texto para constituirse en el texto mismo» (p. 55). ’ : . .. . [6] Citado por Dianne F. Saddoff, «Femenist Poetry Criticism», en Femlnist Cri-ticism: Essays on Theory, Poetry and Prose, eds. Cheryl L. Brown y Karen Olson (Metuchen, N. J., and London: The Scarecrow Press, 1978), pp. 142-160. Véase especialmente p. 145. [7] Una de las posibles lecturas de La casa de los espíritus es como" una parodia de la nóvela gótica, en que lo extraño se sobrepone a lo común y las mujeres, moralmente superiores, nunca se subyugan al hombre y cuyo irracionalismo constituye un desafío al mundo patriarcal, del cual se intenta delatar el profundo desorden que subyace en su falsa armonía. ' [8] Ellen Morgan, «Humanbecoming: Form and Focus in the Neo-Feminist Novel», en Feminist Criticism: Essays on Theory, Poetry and Prose, pp. 142-160; véase p. 145. [9] Sheila Rawbotham, Women, Resistance, and Revolution (New York: Random House, Vintage Books, 1972). [10] Véase Alien Morgan, p. 274. [11] El término «androginia» se usa aquí en el sentido que le da Carolyn Heilbrun en Towards the Recognition of Androginy (New York: Alfred A. Knopf, 1973). Sobre el «eros andrógino» véase Annis Pratt, Archetypal Patterns in Women’s Fiction (Bloomington: Indiana University Press, 1981). En especial, véanse pp. 57-58. [12] Lubomír Doleáel, Narrative Modes in Czech Literature (Tororito: University of Toronto Press, 1973), |
Isabel Allende en la Universidad de Puerto Rico (1987)
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ensayo de Mario Alfonso Rojas
The Catholic University of
America
Publicado, originalmente, en Revista Iberoamericana Vol. LI, Núm. 132-133, Julio-Diciembre 1985
Instituto Internacional de Lituratura Iberoamericana
Link del texto: https://revista-iberoamericana.pitt.edu/ojs/index.php/Iberoamericana/article/view/4138/4306 (pdf)
Editado por el editor de Letras Uruguay
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