Entre la catarsis y el mundo de lo propio |
Vuelvo
lentamente la mirada sobre los cuadros de Kigman, de Tejada, entre
otros, y nuevamente, -con la certeza de lo que afirmo-, no solo que se
agolpan centenares de ideas en mi cerebro, sino que desde lo más profundo
de mi ser se encharcan recuerdos y vivencias que cada vez son más difíciles
de explicar y de arrojarlas a los cuatro vientos. Percibo,
entonces, que entre tales obras artísticas, pintadas con pasión, finura
y la calidad, -¿calidez?- de sus autores, se ha producido en mí el pálpito
de nuevas sensaciones que se acrisolan a propósito de tantos colores y
debido a las tantas y nuevas emociones que me invaden. Recorro
los muros donde cuelgan las mentadas pinturas, que de mucho verlas se
han prendido de mis pupilas, y no obstante que algunas de ellas me son
familiares experimento una especie de
redescubrimiento o de reinterpretación de sus trazos. Aquellas
manos de Kigman, -que siempre se extendieron sobre nuestras pupilas para
reventarnos el alma, me han
dicho tanto y esta vez, -al volverlas a encontrar-, me parecen pletóricas
de un mensaje distinto. Tienen
un tufo de nuevas y por ende, taladran mi corazón sin saber que en el
habita la constante aprehensión de hacerlas nuevas a propósito de nuevas
ternuras que corroen mi universo. Entonces,
solo entonces, -cuando se encharca la sangre en mi garganta y las lágrimas
están a flor de piel-, vuelvo desde las distancias en que vivo para saber
que es posible reafirmar el mundo que me invade y proyectarme ante uno
nuevo que se abre ante mis ojos. Aquella
compostura, -aquel drama que viene desde lo más hondo-, lo han definido
como catarsis los maravillosos buscadores de palabras, -minadores de la
sinrazón humana-, aquel comportamiento de liberación que se produce
después de admirar un destello o muchos centellazos de arte que se
acercan o giran alrededor nuestro y que nos permite, supuestamente,
interpretar sus expresiones. Las
catarsis, empero, son, a lo largo de la vida recurrentes y aparecen, queda
y dulcemente, ante las más diversas motivaciones que nos regala el mundo,
ante las más variadas circunstancias con las cuales nos invade el espacio
de lo propio y, aún, el mundo de los demás.
En
efecto, razonamientos conceptuales rigurosos, asechanzas del destino,
cultura e ilustración descubiertas por nuestras neuronas, miradas
esquivas o penetrantes sobre nuestros comportamientos, así como dramas
humanos que se instalan ante nuestros sentidos han de provocarnos la
catarsis descubriéndonos lo que somos y lo poco que, en más de una
oportunidad, nos conocemos. Frente
a los estímulos que deambulan ante nosotros, pues, reaccionamos de manera
indistinta, con lógicas contrarias, con cargas emocionales encontradas,
con expectativas indescifrables. Tales
circunstancias, en todo caso, nos vuelven más humanos, mucho más de lo
que generalmente creemos que tenemos en nuestras celdas de la subjetividad
humana. Cuando
aquello ocurre, cuando somos capaces de percibir tal realidad y, desde
luego, en el momento que somos susceptibles de descifrar tal encanto
seguramente es porque hemos aprendido la riqueza de descubrirnos como
seres humanos y como inquilinos de la vida. Lo atinado, luego, ha de ser procesar nuestras emociones y darlas contenido, proyectarlas a lo largo del camino y saciarnos de ellas, o de poco a poco, a sabiendas de que el tiempo, ese que no está en nuestras manos, nos ha de quitar un día las paralelas por las que transitamos sin querer mirar lo que nos pertenece o nos fecunda en lo más profundo de nuestras existencias. |
Germán Rodas Chaves
Tomado de la Sección Artes del diario La Hora, Quito, Ecuador
Autorizado
por el autor
La Hora
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