Entre la catarsis y el mundo de lo propio
Germán Rodas Chaves
grodas@uasb.edu.ec 

Vuelvo lentamente la mirada sobre los cuadros de Kigman, de Tejada,  entre otros, y nuevamente, -con la certeza de lo que afirmo-, no solo que se agolpan centenares de ideas en mi cerebro, sino que desde lo más profundo de mi ser se encharcan recuerdos y vivencias que cada vez son más difíciles de explicar y de arrojarlas a los cuatro vientos.

 

Percibo, entonces, que entre tales obras artísticas, pintadas con pasión, finura y la calidad, -¿calidez?- de sus autores, se ha producido en mí el pálpito de nuevas sensaciones que se acrisolan a propósito de tantos colores y debido a las tantas y nuevas emociones que me invaden.

 

Recorro los muros  donde cuelgan las mentadas pinturas, que de mucho verlas se han prendido de mis pupilas, y no obstante que algunas de ellas me son familiares experimento una especie  de redescubrimiento o de reinterpretación de sus trazos.

 

Aquellas manos de Kigman, -que siempre se extendieron sobre nuestras pupilas para reventarnos el alma,  me han dicho tanto y esta vez, -al volverlas a encontrar-, me parecen pletóricas de un mensaje distinto.  Tienen un tufo de nuevas y por ende, taladran mi corazón sin saber que en el habita la constante aprehensión de hacerlas nuevas a propósito de nuevas ternuras que corroen mi universo.

 

Entonces, solo entonces, -cuando se encharca la sangre en mi garganta y las lágrimas están a flor de piel-, vuelvo desde las distancias en que vivo para saber que es posible reafirmar el mundo que me invade y proyectarme ante uno nuevo que se abre ante mis ojos.  Aquella compostura, -aquel drama que viene desde lo más hondo-, lo han definido como catarsis los maravillosos buscadores de palabras, -minadores de la sinrazón humana-, aquel comportamiento de liberación que se produce después de admirar un destello o muchos centellazos de arte que se acercan o giran alrededor nuestro y que nos permite, supuestamente, interpretar sus expresiones.

 

Las catarsis, empero, son, a lo largo de la vida recurrentes y aparecen, queda y dulcemente, ante las más diversas motivaciones que nos regala el mundo, ante las más variadas circunstancias con las cuales nos invade el espacio de lo propio y, aún, el mundo de los demás. 

 

En efecto, razonamientos conceptuales rigurosos, asechanzas del destino, cultura e ilustración descubiertas por nuestras neuronas, miradas esquivas o penetrantes sobre nuestros comportamientos, así como dramas humanos que se instalan ante nuestros sentidos han de provocarnos la catarsis descubriéndonos lo que somos y lo poco que, en más de una oportunidad, nos conocemos.

 

Frente a los estímulos que deambulan ante nosotros, pues, reaccionamos de manera indistinta, con lógicas contrarias, con cargas emocionales encontradas, con expectativas indescifrables.  Tales circunstancias, en todo caso, nos vuelven más humanos, mucho más de lo que generalmente creemos que tenemos en nuestras celdas de la subjetividad humana. 

Cuando aquello ocurre, cuando somos capaces de percibir tal realidad y, desde luego, en el momento que somos susceptibles de descifrar tal encanto seguramente es porque hemos aprendido la riqueza de descubrirnos como seres humanos y como inquilinos de la vida.

 

Lo atinado, luego, ha de ser procesar nuestras emociones y darlas contenido, proyectarlas a lo largo del camino y saciarnos de ellas, o de poco a poco, a sabiendas de que el tiempo, ese que no está en nuestras manos, nos ha de quitar un día las paralelas por las que transitamos sin querer mirar lo que nos pertenece o nos fecunda en lo más profundo de nuestras existencias.

Germán Rodas Chaves
Tomado de la Sección Artes del diario La Hora, Quito, Ecuador

Autorizado por el autor
La Hora

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