Especularización, mimesis y simulacro de lo femenino en la retórica de las

novelas El pozo y Juntacadáveres de Onetti[1]
Specularization, mímesis and simulacrum of the feminine in the

rethoric of Onetti’s El Pozo and Juntacadáveres

Ensayo de Selma Rodal Linares

UNAM Mérida, México

selrodlin@gmail.com

RESUMEN / ABSTRACT

En este texto, propongo, a partir de Irigaray, una articulación metodológica para analizar las configuraciones retóricas responsables de construir a la mujer como espejo del deseo masculino en El pozo y Juntacadáveres de Onetti. Primero, establezco que en ambas novelas la configuración espacial y el uso de la metonimia y la sinécdoque nulifican las singularidades femeninas y las convierten en un único objeto de deseo. Luego, expongo que esta especularización, al mismo tiempo, exhibe el fracaso de los personajes masculinos para cumplir el modelo de masculinidad proyectado por el falocentrismo onettiano. Por último, en relación con Juntacadáveres, propongo que el simulacro paródico emprendido por Julita, en su apropiación de la mímesis, convierte su cuerpo en un espacio de resistencia y transformación constante que deconstruye parcialmente los roles de género.

Palabras clave: deseo, falogocentrismo, género, Irigaray, Onetti.

Specularization, mímesis and simulacrum of the feminine in the rethoric of Onetti’s El Pozo and Juntacadáveres

Based on Irigaray, I propose a methodological articulation to analyze which are the rhetorical configurations capable of constructing the woman as a mirror to masculine desire in El pozo and Juntacadáveres by Onetti. First, I claim that in both novels the spatial configuration and the use of metonymy and synecdoche produce a nullification of feminine singularities that transforms them into a unique object of desire. Then, I explain that the specularization, at the same time, exhibits the failure of masculine characters to fulfill the model of masculinity projected by the Onettian phalocentrism. Finally, in relation to Juntacadáveres, I argue that the parody simulacrum undertaken by Julita and the “Action girls”, in her appropriation of mimesis, turns her body into a space of resistance and constant transformation that deconstructs gender roles partially.

Keywords: desire, falogocentrism, gender, Irigaray, Onetti.

En las últimas dos décadas se ha incrementado el interés por los estudios de género y sexualidad en la narrativa latinoamericana. Sin embargo, en los estudios dedicados a Onetti este tema no ha suscitado tanto interés. Si bien resulta evidente que la narrativa de Onetti se inscribe en un pronunciado machismo epocal, varias posturas críticas han intentado profundizar en la importancia de la configuración de género de su universo narrativo. Para esta línea de investigación, la diferencia sexual resulta determinante para profundizar y terminar de comprender la deconstrucción del sujeto moderno que emprende la prosa de Onetti, a la que la crítica ha llamado existencialista. La falta de una reflexión de las relaciones que los diversos personajes tienen con su identidad sexual incide de manera relevante en las interpretaciones y lecturas que se han hecho de su obra. En primer lugar, se observa que la perspectiva filosófico-existencialista no logra develar los códigos psicosociales que determinan los comportamientos de los personajes masculinos y femeninos en la obra de Onetti, lo que en ocasiones daría una impresión de falsa equivalencia entre los personajes y sus circunstancias. Asimismo, el grueso de esta crítica obvia la importancia de los personajes femeninos en la construcción de las identidades masculinas de la obra, reproduciendo así el discurso patriarcal. De este modo, resulta fundamental considerar la diferencia sexual que reparte y determina la sensibilidad y ontología de los personajes, para visualizar cuáles son los límites del cuestionamiento onettiano sobre el sujeto y sus implicaciones sociopolíticas.

Podría surgir en las lectoras y lectores una pregunta fundamental: ¿por qué leer a Onetti en esta clave?, o bien, incluso, ¿por qué seguir leyendo a Onetti? En este artículo intento desarrollar una lectura a contrapelo de uno de los grandes nombres de la literatura latinoamericana canónica desde la epistemología feminista de Irigaray. Su óptica me permite preguntarme cuáles son las exclusiones y desigualdades en las que se soporta nuestra política sensible y valoración estética. Así, propongo leer el canon para agujerearlo.

En este artículo sitúo mi atención en dos novelas de diferentes etapas de la producción de Onetti, El pozo de 1939 y Juntacadáveres de 1964, para evaluar en qué medida la configuración de sus personajes niega un carácter propio de lo femenino. Como afirma Milington, los personajes femeninos en la narrativa de Onetti son marginales, pero esto no se traduce en que sean irrelevantes o insignificantes, sino que ocupan posiciones estáticas identificadas con funciones que ayudan a configurar el sistema significante masculino, de manera negativa, donde las mujeres definen qué es lo que los hombres rechazan; y la positiva, donde ayudan a determinar el deseo y estimulan una acción. Estas funciones se organizan en cuatro roles: la esposa, la prostituta, la niña y la loca.

En concordancia, Martínez estudia La vida breve y señala que la construcción de subjetividades se organiza en dos técnicas: especularización y oposición. De este modo, los personajes femeninos constituyen espejos de los deseos masculinos, al mismo tiempo que sus acciones se contraponen y ejemplifican valores o ideales contrarios (“El género sexual” 108). Para Martínez, Onetti esboza un mundo homosocial [2] donde las mujeres están en función de las identidades masculinas, a tal grado que son objetos de la narración, siempre desempeñada por hombres. En los espacios onettianos los personajes masculinos son los únicos actores sociales responsables de todas las “transacciones de poder social, económico, y narrativo” (“Espacio homosocial” 21). En contraste las mujeres aparecen como mercancía y objetos de cambio traficados como bienes. También Malouff argumenta que las mujeres en El pozo funcionan como vehículos de autoexploración masculina. De hecho, señala que la fantasía, y específicamente la objetualización de la mujer en ella, es un recurso para recuperar una masculinidad que está provocada por un miedo a la castración.

En relación con Juntacadáveres, Litvan explica que en el mundo onettiano la mujer ocupa la posición del otro, porque es una metonimia de algo inefable, inaccesible e indescifrable (272). Para esta autora, el narrador reduce a las mujeres a un rasgo distintivo físico o moral que intenta representar al género completo, convirtiéndolas en una mera abstracción (esto coincide con la clasificación de Milington en cuatro roles). Asimismo, reconoce, como Martínez, que las mujeres reflejan los ideales, deseos y valores venerados por los sujetos masculinos, a la vez que se les oponen en una especie de antagonismo. Por ello, concluye que la mujer es imagen de la piedad porque es el lugar donde “el varón se sentía acogido y reconocido aun en el enigma” (Litvan 277).

En este artículo sostengo que las mujeres de la obra funcionan como espejos del deseo masculino, a la vez que son antagónicas a las figuras masculinas, en particular, al narrador. Aunque la investigación de Martínez se propone evaluar cuál es el lugar de lo femenino en la narrativa onettiana para mostrar que reproduce el sistema patriarcal y que es misógina, no profundiza en el posible efecto que el procedimiento de especularización tiene en la construcción de la masculinidad. Malouff, Litvan y Milington sí se interesan por desentrañar el efecto de la caracterización de las mujeres en la subjetividad masculina. Sin embargo, todos los estudios se centran en el análisis temático de las obras [3]. Es por esto que profundizo en los procedimientos retóricos responsables de esta configuración especular -la metonimia y la sinécdoque-, para mostrar que en estas narraciones los personajes femeninos funcionan como un espejo. Las mujeres se caracterizan negativamente en la narración, lo que las homogeniza entre sí al grado de cosificarlas. Esto permite que puedan constituirse como el objeto de deseo de los personajes masculinos. De este modo, coincido parcialmente con Malouff, en que el narrador enuncia el cuerpo de la mujer como un otro instrumental. Sin embargo, a diferencia de ella, me parece que la masculinidad onettiana tiene una falta originaria. La especularización que arrojan los personajes femeninos no solo expone sus deseos, simultáneamente los enfrenta a su imposibilidad de coincidir con la masculinidad ideal a la que aspiran. Nos muestran, entonces, que no hay ningún cuerpo masculino que materialice cabalmente el modelo proyectado por el texto, a pesar de que todos los personajes se muevan en torno a este.

A su vez, coincido con gran parte del análisis de Milington y con sus conclusiones acerca del rol paradójico de las mujeres. Sin embargo, si bien me parece que ceñir los personajes a roles específicos resulta útil para comprender su función en la sintaxis narrativa, un análisis de la construcción retórica descubre otros aspectos. En la medida en que los procedimientos retóricos son responsables de crear relaciones semánticas entre los personajes femeninos y masculinos, dichos procedimientos revelan los atributos femeninos que el falocentrismo onettiano emplea para construir un discurso simbólico de representación de la mujer.

En este sentido, la interrelacionalidad entre lo femenino y lo masculino que trama la retórica configura una poética falocéntrica onettiana que funge como horizonte de comprensión y que determina la desigualdad en las capacidades de hacer, ser y decir entre los cuerpos femeninos y masculinos en el texto. No obstante, este análisis también me permite identificar en la novela Juntacadáveres el potencial que los procedimientos paródicos y miméticos -empleados por los personajes femeninos Julita y las muchachas de la Acción- tiene para problematizar y deconstruir los roles de género.

El concepto de especularización -basado en el pensamiento de Luce Irigaray en su libro Espéculo de la otra mujer- remite a que en el falocentrismo las mujeres funcionan como espejos que proyectan el deseo masculino hegemónico. Irigaray parte de la lectura que hace Lacan de la dialéctica del amo y el esclavo, expuesta en la Fenomenología del espíritu de Hegel, donde se articula el funcionamiento del deseo humano como reconocimiento [4]. En el falocentrismo, el cuerpo de la mujer -en posición de esclavo- deviene la superficie reflejante que le sirve al amo para la confirmación de la identidad masculina. La conciencia del sujeto masculino busca el reconocimiento de sí para y ante otra conciencia, impone su valor cancelando la existencia de la otra. La consciencia en sí misma asume a la otra como un reflejo en el que reconocerse. Por tal razón, el deseo masculino podría ser considerado narcisista, en la medida en que lo que desea es la reafirmación de la autoconciencia a través de la instrumentalización de la otra. La economía del sujeto es una economía de lo mismo, que absorbe a todo otro para hacer desaparecer las diferencias.

El hombre proyecta en la mujer su propio reflejo, pues en tanto objeto-espejo le permite afirmarse. El deseo de la mujer en esta determinación pasará a ser el “deseo-discurso-ley” del deseo del hombre, lo que la coloca en la posición del objeto de deseo que desea ser deseado y no en el lugar del sujeto deseante. La mujer se convierte en la posibilidad de repetir, representar y reproducir este deseo-discurso-ley (Irigaray, Espéculo 34). Lo femenino está sometido a las leyes y modelos formulados por el sujeto masculino y su deseo. Por eso, Irigaray afirma que “no existen realmente dos sexos, sino uno solo” (Ese sexo 65); es decir, hay una sola práctica y representación de lo sexual, soportada en la condición especular del sexo femenino, cuya función antagónica es confirmar la identidad histórico-cultural masculina. El imaginario femenino constituye una autorrepresentación fálica. La mujer, en “ignorancia total de sí”, repite y confirma los discursos y modelos de este horizonte de comprensión. Desde este paradigma a la mujer le corresponde el lugar de la “prostituta al servicio de los intereses de la ideología dominante” (Espéculo 127).

1. Los procedimientos retóricos de especularización y expansión

Para comprender cómo se da esta dinámica de la especularización como nulificación de una identidad autónoma de lo femenino mediante los procedimientos retóricos en la obra es necesario situar nuestra atención en los lugares de exclusión de la mujer en las novelas, aquellos espacios, imaginarios y significantes que le están vedados. Para ello, hay que distinguir y categorizar los espacios: I) públicos, donde a pesar de estar presentes, la mujeres son incapaces del lenguaje y la acción; II) los semipúblicos, aquí las mujeres actúan, pero su ejercicio está limitado al servicio y satisfacción del deseo masculino; y III) los domésticos, a los que están destinadas las mujeres de las novelas. En las dos novelas podemos observar que los espacios públicos y semipúblicos persisten en su condición de espacios homosociales, a pesar de la presencia de las mujeres. Estos espacios son, en el caso de El pozo, la plaza y el bar-prostíbulo en el que se encuentra con Ester; y, en Juntacadáveres, la iglesia y el bar Plaza. En ellos podemos observar que las mujeres están excluidas en su inclusión, esto es, no tienen posibilidad alguna de injerencia o agencia en el espacio y, de hecho, su lugar se limita únicamente a ser acompañantes mudas o servidoras sujetas al deseo masculino. Puede observarse que la presencia de las mujeres corresponde a la de meros objetos de deseo que sirven para materializar y proyectar la autorrepresentación fálica de los narradores.

Ahora bien, a estos espacios se opone el espacio doméstico y privado, que en El pozo corresponde a la cabaña de troncos, tanto en la diégesis objetiva como en el sueño; y en Juntacadáveres, al cuarto de Julita. Allí rigen otras dinámicas y leyes que las de los espacios homosociales, por eso, presentan un desvío de significación que problematiza las relaciones intersubjetivas entre hombres y mujeres conforme al modelo del falocentrismo onettiano. Explicaré esto más adelante, cuando me remita a los procesos miméticos paródicos en Juntacadáveres, que son emprendidos por Julita y las muchachas de la Acción, quienes ponen en crisis el carácter representacional de las mujeres y el reconocimiento del narrador en estos objetos de deseo. Cabe decir que en esta novela el prostíbulo de Santa María es un espacio ambiguo, pues en ocasiones funciona como semipúblico y tiene una dinámica homosocial y, en otras, como doméstico: cuando las horas de servicio han culminado podemos ver a las prostitutas como mujeres deseantes.

A continuación, examinaré los códigos de representación mimética, que pueden ser los mismos cuerpos, en los que se presenta una caracterización que funge como un espejo del modelo de masculinidad idealizado en tanto principio de organización central frente al que todos los personajes se comportan. En su lectura de Freud, Irigaray da cuenta de que para el psicoanalista la diferencia sexual no existe más que como malformación morfológica, hay una especie de homogeneidad sexual entre los niños y las niñas, lo que lo lleva a afirmar que la niña es un niño que carece de pene (Espéculo 19). La caracterización de lo femenino como carencia lo reduce a una negatividad. De este modo, en el psicoanálisis freudiano, y esto se extendería al paradigma de la masculinidad hegemónica occidental, la sexualidad se comprende siempre desde un solo sexo: el pene. Lo otro de lo sexual representado por el pene está reducido a su negación: no tener nada que exhibir, no poseer. Irigaray señala que la envidia del pene, sobre la cual Freud articula la heterogeneidad sexual, en realidad anula la diferencia sexual, confirmando la homogeneidad del deseo masculino inscrito en la representación de ambos cuerpos. El pene es, mientras que la vagina, el seno, la rodilla, el cuerpo de la mujer es lo que no es. Así, el cuerpo de la mujer se presenta como el representante de lo negativo. Lo femenino está excluido de cualquier teoría posible, al igual que lo imaginario, lo simbólico e incluso lo corporal. Lo femenino, en la medida en que representa lo otro de lo que es, se constituye como una superficie especular con el potencial de proyectar al hombre en su deseo de sí mismo.

En las novelas, los narradores masculinos se sirven de dos procesos fundamentales de nulificación de cualquier rastro de singularidad femenina mediante la sinécdoque y la metonimia. En la caracterización de personajes, el cuerpo de la mujer es comúnmente reducido a una sola de sus partes, generalmente erotizada, ya sea conforme a una estética de lo sublime o de lo grotesco. En esta operación observamos también un proceso metonímico que opera en la sinécdoque, desplazando la identidad singular de cada personaje a una parte que es interpretada como causa del sentimiento evocado en el narrador. Los cuerpos femeninos desarticulados en sus partes configuran de manera simbólico-metafórica el deseo masculino de los narradores.

Si observamos a los personajes femeninos de ambas novelas, podemos identificar que los roles esposa, amante y prostituta están homogeneizados, ya que se caracterizan siempre bajo los mismos atributos y se organizan en dos series significativas: la madre-virgen-naturaleza y la prostituta-cadáver-muerte. De este modo, los personajes femeninos transitan entre estas series significativas, garantizando la expansión de las identidades hegemónicas desde sus afinidades en los patrones semánticos, sin importar cuál es el rol que cumplen en la novela. La serie significante de atributos y afinidades semánticas es la responsable de brindar cohesión a diferentes personajes, al tiempo que subordina todos sus actos conforme al modelo de representación del deseo masculino.

Esto resulta clarísimo en El pozo, cuando Linacero reduce el cuerpo de Ana María a sus muslos que tiemblan; el de Hanka, al hombro que le sirve de almohada; y el de Cecilia, al vestido blanco que porta. De este modo, no será Ana María quien despierte el deseo del narrador en sus sueños, sino su cuerpo desmembrado, superficie especular que reitera el efecto reflejante del fuego que precede a la aparición del personaje:

Miro el movimiento del fuego y acerco el pecho al calor, las manos y las orejas. Por un momento quedo inmóvil, casi hipnotizado sin ver, mientras el fuego ondea delante de mis ojos, sube, desaparece, vuelve a alzarse bailando, iluminando mi cara inclinada, moldeándola con su luz roja hasta que puedo sentir la forma de mis pómulos, la frente, la nariz, casi tan claramente como si me viera en un espejo, pero de una manera más profunda. Es entonces que la puerta se abre y el fuego se aplasta como un arbusto, retrocediendo temeroso ante el viento que llena la cabaña. Ana María entra corriendo. (Onetti, El pozo 15)

Es notorio que la descripción de Ana María presenta afinidades semánticas con esta descripción del fuego:

Desde arriba, sin gestos y sin hablarle, miro sus mejillas que empiezan a llenarse de sangre, las mil gotitas que le brillan en el cuerpo y se mueven con las llamas de la chimenea, los senos que parecen oscilar, como si una luz de cirio vacilara, conmovida por pasos silenciosos. (Onetti, El pozo 15-6)

Respecto de este punto hay que recordar que el narrador, al evocar su primer encuentro con ella y el intento de su violación, niega haberla deseado (Onetti, El pozo 13). Menciona que Ana María le genera lástima por su estupidez e inocencia. De este modo, no es hasta que Ana María, después de muerta, puede ser desmembrada por el narrador en sus sueños, cuando podrá convertirse en objeto de deseo. Son sus partes -sus mejillas llenas de sangre, los senos oscilantes, la mirada abierta, el triángulo negro del pubis, los gruesos muslos temblorosos- las que funcionan como superficies reflejantes del deseo masculino de Linacero.

Este desmembramiento como condición de posibilidad del deseo se observa también cuando se refiere a Ester por sus brazos, como si estos tuvieran vida propia y estuviesen separados de su cuerpo. De hecho, se puede encontrar una clara afinidad semántica entre los “brazos lechosos” de Ester, que se despliegan “despegados del cuerpo largo nervioso” que “ya no existe” para el narrador (Onetti, El pozo 22); y los muslos de Ana María que son comparados también con “brazos de agua que rozara el viento, a separarse” (Onetti, El pozo 16). Por otra parte, el proceso metonímico también refleja las asociaciones vinculantes de carácter ontohistórico entre distintos significantes, por ejemplo, la vinculación entre mujer y animal; mujer-madre, madre-tierra o naturaleza-material; mujer y mal, es decir, mujer como espejo del pecado y la degradación; y mujer-objeto de deseo e instrumento del placer.

De este modo, la objetualización de la mujer se dará también a través del espacio que funge como una mediación homogeneizadora, que devora a la mujer como un rasgo más de su configuración descriptiva. Esto puede verse cuando Linacero describe el espacio del prostíbulo como un “bodegón oscuro, desagradable, con marineros y mujeres” (Onetti, El pozo 21). Aquí, el proceso homogeneizante es claro, pues la caracterización de las mujeres las instrumentaliza. El narrador las califica como “mujeres para marineros” (Onetti, El pozo 21). De este modo, la multiplicidad es asumida como una masa homogénea en la que se despliega y extiende el espacio mismo y su configuración descriptiva como “oscuro” y “desagradable”; coincidente con ello, las mujeres son caracterizadas conforme a esta serie significante: oscuridad-tamaño-asco. Así, observamos ciertos adjetivos -gordas de piel marrón, grasientas, negras, desparramadas, sucias- contrapuestos a un modelo blanco hegemónico de la belleza. De manera casi predecible, el narrador los opone a la juventud, blancura, sanidad y gracia de Ester, la prostituta que es el objeto de deseo de Linacero y la única que lo motiva a fantasear.

Asimismo, en Juntacadáveres, cabe resaltar la escena en la que las dos mujeres que acompañan a Marcos al bar escuchan una conversación masculina estereotípica sobre fuselajes, cilindradas y radios de acción. El narrador menciona que se miran y sienten “por un instante que tenían algo decisivo que decirse” y renuncian a ello, “seguras de que nunca habrán de descubrirlo” (Onetti, Juntacadáveres 14). Puede verse en este pasaje la imposibilidad de una comunicación entre mujeres, quienes intuyen lo común, pero no tienen lengua posible para articularlo. Ante esa imposibilidad, se homogeneízan en su reconocimiento como objeto de deseo de los sujetos masculinos. De hecho, el narrador comenta después del presentimiento, “Sonrieron nuevamente y aproximaron los pechos al mostrador, al mundo de los varones” (14).

Por otra parte, las cuatro mujeres que acompañan a Junta son cadáveres, en la medida en que están caracterizadas como cuerpos nulos, vacíos de vida, incapaces de decidir y actuar por sí mismas, sujetas al servicio y al deseo del sujeto masculino. En este sentido, la palabra cadáver opera como un procedimiento de intercambiabilidad entre las cuatro mujeres que acompañan a Larsen. Este significante anula su especificidad, caracterizándolas solo por su apariencia decrépita, su incapacidad de autonomía y movilidad. La tarea creadora-reproductora del personaje de Larse es la de emprender el procedimiento nulificador de cualquier carácter propio de lo femenino, para así conseguir la objetualización de la mujer perfecta, concebida solo por su función: mantenerlo y servirlo

Las mujeres en ambas novelas son una masa homogénea integrada por elementos intercambiables, cuya determinación está siempre articulada desde un lenguaje falocéntrico que adjudica valor a esos cuerpos según lo que pueden o no donarle, simbólica, metafórica, física y socialmente, a los personajes masculinos. La caracterización de las mujeres no es un proceso singularizante, por el contrario, es una operación que desidentifica a los diferentes personajes femeninos, trazando relaciones de afinidad semántica verticales que las hacen una misma: la mujer.

En la misma línea, los narradores de ambas novelas utilizan la palabra mujeres para remitir a los personajes femeninos, sobre todo cuando se hallan frente a la imposibilidad de expresar y describirlas. Esta palabra funciona como un significante comodín, señal de perplejidad y misterio, al cual se le puede atribuir cualquier significación antagónica respecto de los hombres [5]. Ejemplo de ello es la indicación que hace Linacero cuando pregunta “Aparte de la carne, que nunca es posible hacer de uno por completo, ¿qué cosa de común tienen con nosotros?” (Onetti, El pozo 20). Asimismo, en Juntacadáveres cuando a Marcos se le presenta la culpa ante su deseo de Rita, la sirvienta y amante con la que engaña a Ana María, su esposa, niega la posibilidad de una singularidad entre las mujeres: “las mujeres son la misma cosa, cualquier mujer” (228). También Jorge responde ante la pregunta por su opinión sobre las prostitutas a su llegada: “son mujeres” (Onetti 12). Ahora bien, este proceso de nulificación se hace más extremo en el personaje de Junta, quien casi nunca utiliza los nombres propios para aludir a los personajes femeninos.

2. Efecto de la especularización: desviación y deconstrucción en el sujeto masculino

En la valoración de los efectos de la especularización, habrá que considerar en qué medida la caracterización de los personajes femeninos en la serie significante, constituye en realidad un disfraz impuesto, que pretende encubrir el fracaso de los personajes masculinos, al intentar cumplir cabalmente con el modelo ideal de masculinidad. La caracterización de lo femenino es una autorrepresentación que expone el anhelo frustrado de los personajes masculinos de intentar ocupar la posición de poder que define la masculinidad en el falocentrismo onettiano.

En un encuentro que tiene con Barthé, el concejal describe a Junta como un hombre histérico, “dando vueltas para decir que sí, como una mujer” (Onetti, Juntacadáveres 68). Al mismo tiempo, Jorge en varias ocasiones se refiere a sí mismo como una mujer respecto de Julita: “Está por hablar; tendré que entregarme como una mujer, morir durante unas horas para que ella vuelva a tener a mi hermano” (35). Tanto Jorge como Junta en su proximidad con lo femenino pueden considerarse simulacros de la masculinidad. Ahora bien, eso no quiere decir que estos personajes devengan mujeres, en tanto nunca ocupan una posición otra que no sea la masculina, no abandonan sus privilegios ni desafían las lógicas homosociales, no se puede afirmar que estén en “devenir”. Por ello, su feminización es únicamente indicio de la falta de adecuación al modelo masculino hegemónico.

Lo femenino se convierte en el imaginario que define de manera negativa el modelo de masculinidad. Por eso, lo masculino, aunque sea la identidad central hacia la que todos los personajes quieren orientarse, no es un modelo totalmente autónomo. Esta lógica puede entenderse desde la dinámica del amo y el esclavo a la que aludí antes: el amo necesita del esclavo para definir su señorío. Los personajes masculinos necesitan contraponerse a lo femenino y dominar a las mujeres para identificarse con la masculinidad hegemónica. Por ello, en la medida en que las series significantes que definen a las mujeres están articuladas por lo sexual, las figuras de la virgen y la prostituta, tiene sentido que sea a través de la promiscuidad, la violación y la mercantilización sexual de las mujeres como Marcos y Junta en Juntacadáveres y Linacero en El pozo tratan de solventar su hombría.

Esto sucede particularmente con las descripciones del personaje Larsen, también llamado Juntacadáveres, justamente por su oficio de proxeneta. Las mujeres que administra constituyen solo atributos de su caracterización y representaciones del fracaso de su sueño de la mujer y el prostíbulo perfectos, lo que se explicita cuando el narrador dice que si Junta hubiera tenido un “pequeño impulso suicida” (Onetti, Juntacadáveres 207), el valor de detenerse frente a un espejo y examinarse se daría cuenta del “simulacro de seguridad y calma” en el que se habría convertido (208). De este modo, también por una operación metonímica, que sustituye la causa -Larsen- por el efecto -juntar a las prostitutas y administrarlas-, la caracterización del personaje de Larsen es suplementada por la de las prostitutas-cadáveres, quienes funcionan como un sustituto del “arrollador deseo masculino” (208) que el personaje anhela tener. En esta medida es que el proceso de nulificación emprendido por Junta, de hecho, sucede también como una operación que lo desidentifica del modelo hegemónico que desea cumplir. Por ello, el narrador puede también nulificar la singularidad de Larsen para reducirlo a un “suceso inevitable en la vida de las mujeres” (209), y su fracaso como algo que lo hermana con ellas.

La mujer-cadáver, al mismo tiempo que consiste una objetualización máxima de lo femenino, también aparece como un símbolo de una putrefacción inherente que nos señala la imposibilidad misma del cumplimiento cabal de una mujer perfecta. De este modo, la prostituta -constructo mimético paródico que proyecta cabalmente el deseo masculino-deviene en una estetización grotesca: “cuerpos doblados y deformes, las caras raídas, grotescas, las enfermedades mismas de los cuatro obscenos restos de mujer” (Onetti, Juntacadáveres 74), “cadáver de turno, inmundo, gordo [...] cara colgante y aporreada” (78), y “el cadáver que se iba enderezando, más amplia la sonrisa sin carne, bruñida la pequeña calavera, hundida en el hueco del vientre la copa vacía” (79). El carácter temporal y caduco de la mujer-cadáver muestra que el deseo masculino de objetualización y nulificación del otro, en su extremo paródico deviene lo opuesto al “eterno femenino”, es decir, pura materialidad encarnada como amenaza de muerte y enfermedad.

Esto sucede también con la caracterización de Cecilia en El pozo, donde operan las mediaciones homogeneizantes de la sinécdoque y la metonimia. Hay una clara operación metonímica cuando Cecilia es valorada por el narrador, en tanto que madre, por aquel hijo que es el amor, que dice Linacero, ellos alimentaban pero “tenía su vida aparte” (Onetti, El pozo 24). Asimismo, la operación sinecdóquica resulta clara en el episodio de simulación que intenta el personaje, cuando hace que Cecilia se vista de blanco y lo acompañe a la Rambla, con el afán de recuperar-representar el modelo de un deseo perdido. Sin embargo, la reproducción falla y hay una desviación de la imagen exacta anhelada por el personaje y que Cecilia no puede encarnar. Esta falta de reconocimiento de sí en el espejo que es la mujer se ve enfatizada por la intuición de una amenaza y la presentación del miedo de Linacero ante ella. Linacero caracteriza a Cecilia en ese pasaje como un enemigo al que no se le puede dar la espalda, porque podría dejarla a ella “en la sombra, lúcida, absolutamente libre, viva aún” (27). De este modo, el personaje tiene miedo ante la posible extrañeza que le representa esa falta de reconocimiento, lo que sugiere el presentimiento de que la mujer, esa superficie especular, es en sí misma algo más “extraño”, “tenebroso”, “libre” (27).

3. La mímesis paródica y el simulacro como elemento de ruptura en Juntacadáveres

Ahora bien, hay que mencionar que en Juntacadáveres la operación mimética deviene en una ruptura que no solo presenta la intuición del anhelo frustrado de cumplir la masculinidad y la forma de su deseo, sino que además logra una desidentificación, aunque sea parcial respecto del falocentrismo onettiano. El narrador, que se asume como creador de ficción, en su articulación de la feminidad de los personajes no solo proyecta y reconoce su deseo, sino que además se ve enfrentado con su reflejo a la imposibilidad de cumplir cabalmente con el modelo hegemónico, lo que le muestra, aunque sea en la forma de un presentimiento, que está preso y es esclavo del falocentrismo. La interacción entre Jorge y Julita6 presenta otra dinámica de los roles de género en una relación heterosexual; pues, aunque Julita sigue siendo una proyección del deseo masculino, en tanto es consciente de su especularización, emprende una mímesis paródica y es capaz de experimentar el placer femenino.

En primer lugar, como en el caso de las prostitutas, en la figura de Julita acontece un devenir grotesco que transforma su figura de una mujer a una niña y de una niña a la de un monstruo. Por ejemplo, Jorge describe a Julita: “la sonrisa tan simple, desprovista de intenciones hasta hacerse repugnante. En cuanto a la palabra, nunca sonó tan sucia como ahora, tan hedionda, marchita y miserable” (Juntacadáveres 37) y añade “Así la pudrición y antes la inmundicia de la agonía y después del pudor grotesco de la cara cerrada hacia las vigas del techo, la nariz crecida” (38). Este procedimiento se da paulatinamente y se asocia a un doble reconocimiento por parte de Jorge, quien no solo percibe que ocupa un lugar pasivo en su relación con Julita, sino que además señala en varias ocasiones que lo que siente por ella es miedo, en lugar de deseo. Dice Jorge: “Empiezo a tener miedo; una cobardía incomprensible que me sube desde el vientre” (37) y, ante la escena de Julita rezando, “Reconocí mi miedo y, aunque ella puede sentirlo y respirarlo, aunque se mezcle con los miedos de todos los otros que están en el mundo, sé que es mío, que es el más doloroso de sufrir” (54).

Este devenir grotesco de Julita se produce por la imposibilidad que tiene Jorge de inscribirla conforme a una sola serie significante, porque ella parece ser consciente de que su acción está limitada a la reproducción, por ello, asume la mímesis como resistencia y ejecuta diferentes modelos hegemónicos de femineidad de manera arbitraria y por elección. Esto se observa claramente en la constante simulación que Julita desarrolla a lo largo de varios capítulos, gracias a esa “locura elegida” que le sirve como refugio y le permite una vida independiente de los demás. Por eso Jorge dice que hay múltiples Julitas y no solo una. Este constante desvío de significación no le permite homogeneizarla siquiera en una identidad fija y única en el tiempo, mucho menos conforme a un único rol, modelo o serie significante. Julita simula que es la madre-virgen, en la medida en que ha sido como la virgen María, embarazada póstumamente de una hija ficcional de Federico, que afirma es también Federico “aunque sea mujer” (40). Por otro lado, Jorge reconoce en Julita la figura de una madre, a la vez que él constituye para ella, la mímesis de Federico, su hermano, el esposo muerto de Julita. Sin embargo, Julita también es la prostituta-cadáver, porque es la viuda inmoral que se acuesta con Jorge, su cuñado. En varias ocasiones su caracterización no solo es grotesca, sino que se asemeja a la de un cadáver: “La vi enloquecida y muerta; la trenza suelta colgaba inmóvil, opaca y filosa” (58). De hecho, cuando Jorge la ve después de suicidarse la compara con una marioneta y dice: “No me impresionaba por muerta; la había visto así muchas veces” (292).

Julita también deviene, en otras ocasiones, una niña inocente que demanda que Jorge la someta. Sin embargo, en la medida en que este sometimiento es demandado y regulado por Julita, el juego invierte los roles hegemónicos, y es más bien Jorge, quien funciona como espejo para ella, porque es él quien se ajusta a su capricho mimético del momento. Esto queda claro cuando Jorge dice: “Ella eligió estar loca para seguir viviendo y esa locura exige que yo no viva; yo no soy más que un sueño variable desde que ella volvió del cementerio” (33).

Su función especularizadora es reconocida por Jorge en varias ocasiones, a tal grado que se ve en la necesidad de reafirmarse ante y para sí mismo: “Solo quiero enterarla de que su existencia no es indispensable para la mía; de que yo soy yo, Jorge, no ella ni su juego” (32). De este modo, Jorge no se reconoce en Julita, sino que reconoce en ella la especularización que es él mismo en su condición de hombre en la sociedad. Así se ve a sí mismo como espejo de la masculinidad hegemónica que le es impuesta por “ellos” -los adultos, sus padres, su hermano, la sociedad de Santa María, Julita y Marcos, entre otros-. Dice el personaje:

Yo soy yo, este ser, este “muchachito” de ellos, triste, distinto, tan inseguro y firme como ninguno de ellos podría sospechar; tan aparte y por encima de todos ellos. Yo soy este al que miro vivir y hacer, con simpatía, sin exceso de amor; este de la paciencia cortés e inagotable para cada una de las comedias tediosas y sin gracias en que ellos se empeñan en complicarse para que les resulte inteligible, para preservarse de novedades y desconfianzas. (32)

De este modo, Jorge es capaz de darse cuenta de su condición de siervo en su privilegio de amo, en la medida en que debe, aunque no puede, reproducir la dialéctica falocéntrica. Así Jorge no es libre, aunque sea hombre, pues solo puede existir para los otros, “ser un elemento en la existencia de otro, otros” (40), en la medida en que se alinea a las identidades preestablecidas por la hegemonía, que le concede un lugar específico en el entramado social.

En contraste con esta homogeneización, Jorge identifica en Julita la promesa de una resistencia. Señala que él observa en ella “el sentido de todas las caras humanas”, que es el de “imponerse a los demás, abolirlos, ser en ellos y obligarlos a ser en nosotros” (56). Asimismo, dice que Julita es una mujer fuerte, “completa y solitaria como la unidad” (55). Por ello, la locura de Julita es una locura elegida. Si bien de esta elección de la locura se da indicio a lo largo de la novela, justo antes de su suicidio, es confirmada por la misma Julita:

Pero no hay ningún Federico, no hubo [...] Él estaba muerto, yo te miré y te elegí [.] Pensaste que estaba loca [.] Y todo, te voy a explicar, porque yo no necesito de nadie, me basta con este cuarto y estar sola para vivir lo que ellos no van a poder aunque se mueran de cien años [.] No hubo Federico, no está el mundo, no hay Santa María. Todo lo que veas fuera de aquí es mentira, todo lo que toques. Y hasta lo que pienses fuera de aquí y lo que pienses estando aquí y que no tenga relación conmigo. Con esto. Contigo y conmigo. Con este cuarto. (224)

En este diálogo se observa claramente que la condición para que Julita pueda escapar a la especularización forzosa es aislarse del espacio social en el espacio doméstico. Será esta reapropiación del espacio doméstico y de los modelos de reconocimiento lo que habrá de posibilitar su simulacro voluntario. Pero, ¿cómo es que este simulacro puede constituir una resistencia?

En su juego voluntario Julita performa diferentes modelos hegemónicos de manera totalmente azarosa, e incluso, es capaz de cambiar intempestivamente de un momento a otro. La variabilidad de los modelos asumidos por Julita hace difícil su lectura para Jorge y para el lector o la lectora, quienes no pueden siquiera interpretar su imagen de una misma forma a lo largo de la novela. Esta ilegibilidad del personaje además se extiende a elementos como sus trenzas, las sonrisas, las manos y los ojos, que erigen cadenas de significantes distintas entre un episodio y otro. Estas cadenas no se sujetan a alguna afinidad semántica o sintáctica, no se constituyen en patrones, ni pueden cifrarse como valores positivos o negativos. A veces son símbolo de ternura e inocencia, otras, de crueldad y vejez; funcionan como indicio de la muerte fatal del personaje, o bien, son el elemento que nos remite a su vitalidad. La variabilidad entre estos elementos impide las sinécdoques y metonimias que son fundamentales para la construcción de la mujer homogénea como “objeto de deseo”.

Por ello, el simulacro de Julita convierte su cuerpo en un espacio de resistencia y transformación constante. Aunque Jorge intenta descifrarla, inscribir las partes de su cuerpo y sus gestos en cadenas de significantes fijas que la codifiquen, el juego performativo que emprende Julita devela la mímesis como una fuente inagotable de diferenciación respecto de sí misma y, por ende, respecto de un único modelo ideal de femineidad.

Lo primero que hay que entender es que las figuras hegemónicas no son esenciales, están vinculadas con contextos específicos y entramadas en relacionales particulares; aunque la metáfora hegemónica que sirve de modelo identitario funcione como una estructura que se reitera en diferentes circunstancias y personajes, para que se expanda debe ser iterable [7]. Tiene que admitir las diferencias y permitir cierto nivel de transformación. Por ello, podemos decir que funciona como una especie de estructura, en lugar de un contenido ideológico. Puesto que lo que se reitera no es el contenido concreto, sino la relación entre elementos diferenciales, que se subsumen y subordinan a la organización binómica: hombre (+) / mujer (-). De este modo, las series de significantes que se encadenan a cada una de estas identidades -si es que podemos seguir afirmando que la mujer es en Onetti una identidad-se convierten en valores negativos o positivos respecto de la economía del deseo y poder que traza la obra en la interrelacionalidad de los personajes. Los modelos de reconocimiento que nos permiten situar a los personajes en una u otra identidad determinan nuestras expectativas sobre su imagen, sus diálogos, sus acciones, sus deseos y poderes de actuar, decir y afectar a partir de la cadena de significantes asociada a las identidades. Asimismo, las identidades consiguen su definición mediante la cadena de significantes que las expande convirtiendo en valores positivos o negativos, en signos de poder, rasgos que inherentemente no lo son.

Así, el espacio doméstico se convierte en un lugar de ficción y locura, que es reconocido por los personajes como una realidad en sí misma alterna a la mentira del afuera que es Santa María, el mundo normal y astuto, que como enuncia Jorge, está “administrado por hombrecitos imbéciles” (290). En relación con este punto, no puede obviarse el paralelismo semántico que se crea entre el cuerpo celeste que es Julita -“vestido de noche celeste” (196), “hombro estrecho, redondo, celeste” (197); “el cuerpo celeste” (198)-y la casa también celeste de las prostitutas. Tanto el cuarto de Julita como el prostíbulo son espacios en los que se interrumpe la lógica homosocial. Resalta el que sea en el prostíbulo donde María Bonita y Nelly se muestran como sujetos deseantes. Es únicamente en estos espacios donde las mujeres hablan y actúan, a pesar de que solo tengamos noticia de lo que piensan a través de una voz masculina.

Respecto de este punto, en el cuarto de Julita se trama la única alianza femenina auténtica de la novela: los mensajes anónimos de la muchachas de la Acción. La estrategia emprendida por este grupo de mujeres, de hecho, resulta el reverso de las estrategias homogeneizantes de los narradores masculinos con el objetivo de autorizarse un lugar en el espacio público. Las muchachas de la Acción envían mensajes anónimos simulando una sola voz, así se apropian de la construcción masculina de una única mujer, pero esta ya no es proyección del deseo masculino, sino justamente una antagonista que se erige en oposición a él [8]. Por otro lado, los mensajes anónimos exhiben sus rasgos femeninos: cartas escritas “en papeles de hilo y de colores suaves” (144) con la caligrafía del Sacre Coeur impuesta a las alumnas del colegio católico (127). Estos rasgos son los que le brindan a los mensajes su carácter auténtico.

Esta homogenización entre las muchachas de la Acción también puede leerse como una apropiación de la mímesis (aunque difiera radicalmente de la de Julita). Ante la imposibilidad de singularidad en el mundo homosocial que construye Onetti, las muchachas de la Acción emplean la invisibilidad de la diferencia entre sí como estrategia para adquirir el poder de aparecer en la escena pública. Esto se confirma en el capítulo XXIV, cuando ellas toman la plaza y su acto se convierte en signo del final del prostíbulo en Santa María. El narrador se refiere a ellas como una “columna de mujeres”, y las describe como una especie de masa uniforme con un inusitado, aunque espontáneo, poder de afectar:

cuando ellas, ahora en silencio [...] empezaron a caminar por el costado de la plaza [...] jóvenes, vigorosas y torpes, equivocando el paso, cada una con la expresión de prescindencia y desafío que parecían haber copiado de la directora y que creían suficiente para individualizarse, para colocarse en el recuerdo aparte de la multitud que contribuían a formar, la verdad es que los que estábamos en la plaza y los que espiábamos desde las puertas de los negocios y las mesas del hotel y del café, conocimos, pura y sorpresivamente, la cualidad extraordinaria y sorpresiva de lo que estaba ocurriendo. (277)

Ahora bien, a pesar de lo antes dicho no se puede afirmar que la novela realmente culmine escapando a la lógica falocéntrica del universo onettiano.

En concordancia, la caracterización que se hace de la escritora como una “imaginada solterona, señorita mayor, suiza, rubia, flaca y alta, llena de fuerza y contenidas brusquedades al moverse [...] el busto transitoriamente encorvado de la escritora, la blusa de encaje, las visibles clavículas con el camafeo sostenido por una cinta negra, la sonrisa cansada, la nariz implacable. No veíamos ninguna oscuridad de siesta atravesada por su ir y venir de la comida de los gatos al riego de las plantas” (270).

Aunque las muchachas de la Acción sorprenden al narrador por su potencia expresiva, son rápidamente asimiladas y erotizadas por el narrador [9]. Aunque Jorge detecta la lógica falocéntrica, la expone y la cuestiona a lo largo de la novela; al final, tras la muerte de Julita, decide volver a esa lógica y ocupar el lugar que le es demandado por la sociedad. Afirma que Julita muerta era por fin suya: articulación que se asemeja a la objetualización cadavérica que antes analicé en ambas novelas. Asimismo, el personaje dice en la última línea de la novela: “Solo ella podía ver cómo me alejaba para bajar, sin remedio, hacia un mundo normal y astuto, cuya baba nunca se acercó a nosotros” (292). De este modo, se hace claro que el elemento disruptor en esta novela es Julita, quien incide en Jorge y las otras mujeres para desafiar el entramado social articulado por el deseo masculino. Esto nos recuerda lo que dice Irigaray, el cuerpo de la mujer al ser el escenario fundamental de la mímesis al mismo tiempo que es un espejo del hombre, es lo que puede desviar el sentido y presentar la diferencia.

4. Conclusiones

Como mostré, la narrativa de Onetti, al igual que la de algunos de sus contemporáneos, no construye subjetividades femeninas, ya que cualquier rastro de singularidad femenina es nulificado mediante las metonimias y sinécdoques que convierten a las diferentes mujeres en representantes de una mujer ideal. Esta mujer ideal se construye según dos modelos: la virgen y la prostituta. Ambas cadenas de significantes funcionan como una metáfora especular que muestra los deseos masculinos. Por eso, la especularización femenina brinda noticia de la masculinidad ideal. Esta masculinidad es la que determina el falocentrismo onettiano, que se articula retóricamente.

No obstante, al mismo tiempo que se erige un falocentrismo propio como horizonte de comprensión de las identidades de género, las novelas dan pautas para su deconstrucción, en tanto que nos presentan a sus personajes como simulacros del modelo de masculinidad ideal. Empero esto no se resuelve con el surgimiento de identidades alternativas [10]. La masculinidad es central para la organización de los deseos y poderes del relato, pero ninguno de los personajes masculinos se ajusta cabalmente a ella. Por ello, las mujeres, en la medida en que son espejos, hacen conscientes de su fracaso a los narradores.

Ahora bien, a lo largo del artículo se puede ver que la masculinidad hegemónica que funge de modelo ideal no se define explícitamente, de hecho, solo puede deducirse a partir de la identidad antagónica de lo femenino, que en las novelas es equivalente a su otro. Esta interrelacionalidad hace complementarias ambas identidades en su antagonismo y abre otra direccionalidad en la especularización. De este modo, se hace imprescindible analizar la configuración de lo femenino para entender a los personajes masculinos.

Los personajes femeninos se constituyen en los descriptores de la autoconsciencia de los personajes masculinos. Al mostrar que el imaginario femenino deviene con frecuencia erotismo grotesco, se enfatiza la desidentificación que ellos tienen respecto del deseo hegemónico. Asimismo, en Juntacadáveres, la parodia de la mímesis que desempeña Julita significa una apropiación de la especularización que temporalmente problematiza los roles de género y le muestra a Jorge que él mismo es un espejo del modelo de masculinidad hegemónico.

Bibliografía

Boyer, Amelia. “Irigaray y la cuestión de la diferencia sexual”. Revista Eidos 2 (2004): 90-103.

Echavarren, Roberto. “Poéticas de género en la novela latinoamericana; dos casos: José Lezama Lima y Juan Carlos Onetti”. Revista Iberoamericana LXXIV/225 (octubre-diciembre 2008): 1131-1148.

Irigaray, Luce. Espéculo de la otra mujer. Madrid: Akal, 2007.

                      _. Ese sexo que no es uno. Madrid: Akal, 2009.

Laclau, Ernesto. Los fundamentos retóricos de la sociedad. Buenos Aires: FCE, 2014.

Litvan, valentina. “Las feminidades especulares de Juan Carlos Onetti”. Pandora: revue d’etudes hispaniques 5 (2005): 271-277.

Martínez, Elena. “Espacio homosocial en ‘Bienvenido, Bob’, ‘Presencia’, y Cuando entonces de Juan Carlos Onetti”. Letras hispanas 3/2 (2006): 21-30.

                         _. “El género sexual en la narrativa de Juan Carlos Onetti: a propósito de La vida breve”. INTI 49/50 (Primavera-Otoño 1999), 107-120.

Malouff, Judy. “Male Subjectivity and Gender Relations in Juan Carlos Onetti’s ‘El pozo’”. Chasqui. Revista de literatura latinoamericana 23/1 (Mayo de 1994), 44-52.

Milington, Mark. “No Woman’s Land: The Representation of Woman in Onetti. MLN, 102/2, Hispanic Issue (1987), 358-377.

Onetti, Juan C. Juntacadáveres. Libro electrónico. Barcelona: Penguin Random House, 2016.

                     _. El pozo. Para una tumba sin nombre. Buenos Aires: Editorial Calicanto, Arca, 1977.

Notas:

[1] Este artículo se escribió gracias al Programa de Becas Posdoctorales en la UNAM. Becaria en el Centro Peninsular en Humanidades y Ciencias Sociales. Asesorada por Carolina Depetris (marzo 2021- agosto 2022) y Sandra Ramírez (septiembre 2022-marzo 2023).

[2] Martínez define “homosocial” como “un neologismo formado por analogía con la palabra ‘homosexual’, y se usa en ciencias sociales para describir vínculos entre personas del mismo sexo aplicándose a actividades como camaradería masculina [...] Ese deseo homosocial se ve en los patrones de amistad, rivalidad y competencia” (“Espacio homosocial” 21).

[3] Si bien la metonimia ha sido reconocida como recurso por Litvan, ella no profundiza en este procedimiento retórico.

[4] Al respecto, Boyer señala que la “lógica de lo mismo” de Irigaray parte de la interpretación de Lacan, para quien el estadio del espejo es necesario en la formación del sí-mismo. Esta crítica a la lógica de lo mismo sería, por un lado, una crítica psicoanalítica, que muestra lo que queda fuera del retrato de Freud de la feminidad, y, a la vez, una crítica filosófica, en tanto que una crítica materialista de la lógica del ideal (95-96).

[5] Cabe mencionar que esta intuición de extrañeza ante lo femenino está acompañada por la irrupción de lo natural en el mundo de la civilización. Por ejemplo, la tormenta y la nieve funcionan como augurio de una desestabilización de lo común y normal en los sueños de Linacero. En Juntacadáveres, hay indicios de que los cambios de estación acompañan las transformaciones de la sociedad santamarina respecto de las mujeres. Por ejemplo, sabemos que las prostitutas arriban en los primeros días de vacaciones, después de su llegada, Días Grey indica: “La lluvia regresaba tímida, emparejaba su rumor, quedó fija como un objeto agregado a la noche” (14). Asimismo, los encuentros nocturnos entre Julita y Jorge generalmente están precedidos o acompañados por la lluvia, asociada siempre a la incertidumbre de Jorge ante la locura de Julita: “Paseo un jardín cuidado y húmedo, recibo en la cara la lluvia que nada explica, pienso distraídas obscenidades” (32). Las mujeres como objetos de deseo y sujetos sexuales, al igual que los jazmines, se asocian constantemente con la humedad y la podredumbre. En contraste, el narrador pone énfasis en el calor sin tregua, insoportable, que acompaña a las muchachas de la Acción cuando toman la plaza pública.

[6] Milington coincide en que la figura de Julita es un personaje excepcional en la producción onettiana.

[7] Este análisis que aporta Laclau en Los fundamentos retóricos de la sociedad es clarísimo para comprender el importante rol de la metáfora y la metonimia en la construcción de la hegemonía.

[8] En concordancia, la caracterización que se hace de la escritora como una “imaginada solterona, señorita mayor, suiza, rubia, flaca y alta, llena de fuerza y contenidas brusquedades al moverse [...] el busto transitoriamente encorvado de la escritora, la blusa de encaje, las visibles clavículas con el camafeo sostenido por una cinta negra, la sonrisa cansada, la nariz implacable. No veíamos ninguna oscuridad de siesta atravesada por su ir y venir de la comida de los gatos al riego de las plantas” (270).

[9] Puede constatarse que el narrador sexualiza a las muchachas de la Acción en la siguiente cita: “Las veíamos altas, rubias, atléticas; las suponíamos vírgenes, sudorosas y conscientes de ambas cosas, comparando, con indolencia, con desapego crítico, piernas, pechos, caderas, gracia de los pasos, delgadez de los cuellos” (278).

[10] Hay que decir que Echavarren expone indicios de identidades alternativas en El pozo y otros cuentos y novelas del autor. El crítico literario lee la misoginia de Onetti hacia las mujeres mayores y embarazadas como una rebeldía ante la heteronormatividad que vincula el amor a la procreación y considera que la preferencia de los personajes masculinos por las mujeres jóvenes nos indica un deseo por una sexualidad andrógina, “fuera de género” (1145). Considero que puede ser que Onetti explore las identidades queer, sin embargo, su narrativa es falocéntrica en tanto que instituye una desigualdad social entre hombres y mujeres en términos de poder y deseo.

 

Ensayo de Selma Rodal Linares

UNAM Mérida, México

selrodlin@gmail.com

 

Publicado, originalmente, en: Revista Chilena de Literatura Mayo 2023, Número 107, 369-390

La Revista Chilena de Literatura, fundada en 1970, depende de la Facultad de Filosofía y Humanidades, Departamento de Literatura, de la Universidad de Chile

Link del texto: https://revistaliteratura.uchile.cl/index.php/RCL/article/view/70767

 

Ver, además:

 

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