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Nonato cuento de Augusto Roa Bastos Publicado, originalmente, en: Marcha Montevideo Año XXVIII 27 de mayo de 1967 Nº 1357. pdf Gentileza de Biblioteca Nacional de Uruguay Inédito, al día 20 de junio de 2025, en la web mundial |
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Cuando Ud. me dice que yo no puedo acordarme tan lejos, que nadie en su sano juicio puede hacerlo, y que ya estoy crecido para andar perdiendo el tiempo en chocheras de chico, yo me callo. Sólo por fuera. Sin nadie a quién hablar de estas cosas, ya que usted tampoco quiere escucharme, me quedo hablando conmigo mismo, para adentro. Puedo malgastar mis palabras: a que voy a malgastar mi silencio. Me abraso a la pared, aplasto la boca contra el revoque y las siento moverse en el aliento con gusto a cal, a cucarachitas rubias. Yo las masco un poco y las dejo subir rengueando. Suben y se quedan enredadas en las telarañas del techo. Y usted: No siga murmurando ahí, no sea temático. Por cabeza hueca usted se va a arruinar la vida. Igual que su padre con la guitarra. Pero él, por lo menos era un hombre cabal. Y usted no sabe más que cuchichear zonceras, o darle todo el día a ese maldito tambor, para quebrantarla a una. Póngase de una buena vez a hacer algo de provecho, que usted no nació para tamborero ni cuantimás para cantor, a saber para qué habrá nacido usted. Yo me callo no más por no enojarla. Para no ver crecer sus ojos en el color lobuno de la tristeza. Un color parecido al de esas plantas cansadas de los caminos, de hojitas llovidas, cubiertas de polvo, de pelagra. Y toda usted parecida a esas plantas, el luto descolorido. Me quedo callado por no molestarla, mirando la letanía que golpea sus labios y que a mí también me pone triste porque me doy cuenta que sale de un sufrimiento ya un poco seco y desteñido como su ropa, como su voz. Sobre todo cuando se acuerda de taitita. Entonces calla vencida por el silencio que hay guardado en usted, y yo aprovecho para volver a hablarle, envalentonado por su manera de mirarme; engallado por esas miradas en las que me siento crecer y madurar de repente hasta ocupar el tamaño, la figura de taitá, que yo veo reflejado clarito en sus ojos. Con el pensamiento trato de hinchar la garganta a todo lo más, con tal de que hasta la voz me salga remedada a la de él. Me apuró a hablar de esos recuerdos de antes de nacer; no hay muchos, pero yo pujo por hacerlos durar. cosa de que usted no vuelva a enojarse tan pronto; cosa de que usted me siga teniendo alzado en sus ojos. Pujo por acercarle esos recuerdos para que usted también los vea como los veo yo, parecidos a grandes pájaros cluecos empollando los otros recuerdos más chicos de después. Cuando me quedo a solas con ellos, viéndolos removerse en la oscuridad, me entra un desamparo muy grande; no miedo, me entiende; solamente mucha soledad, demasiado. De abajo del catre saco el frasco repleto de bichitos de luz. Peor, porque entonces veo también la oscuridad abriéndose en bordes verdosos alrededor del vidrio.. Los recuerdos se arrastran como con hambre y empiezan a comer los bichitos hasta dejar el frasco vacío; y ya no puedo dormirme esperando que también me coman a mi, a picotazos. Cuando usted, se va al pueblo con el burro a vender sus tarritos de leche y sus quesos, me tumbo en el patio, boca arriba, a mirar el sol hasta quedarme ciego del todo; pero igual veo entrar a los soldados; los veo pleitear con usted bajo los aromos, y yo acurrucándome en su adentro, sin saber adonde ir. Pero si usted me escucha, es distinto; yo me arrepollo en lo feliz, por tristes que sean esos recuerdos, y bien que lo son. Bueno, pues yo no tengo con quien hablar de esas cosas; los muchachitos de mi edad pronto han aprendido a reírse de mi, a atontarme en pandilla con su griterío de loros barranqueros. Nonato por aquí, Nonato, por allá. Y los más grandes, malos de una maldad que yo no entiendo porque parece prestada. Los matorrales me llueven piedras y naranjas podridas, cuando voy al monte a buscar pichones, sin poder llegar. Y usted misma me ha pegado porque he vuelto en cueros con plumas de gallinas pegoteadas en las quemaduras de la leche gomosa del curupicay. Ahora ya no me animo a pasar la raya de la alcantarilla, desde quo he vuelto con las plumas del traste ensagrentadas. A todo lo más que llego es hasta el puente a oír pasar el retumbo el tren, la cabeza bajo el agua. respirando por una callita, abrazado al pilote, para sentir en los dientes el tiritar del ruido. O voy a encerrarme en el socavón del barranco con el tambor. El único que me escucha es Usebio, mientras raspa y come con las uñas el moho de las piedras. Pero él es sordomudo y yo no sé si me entiende cuando me escucha con sus ojos lagañosos, la cabeza tembleque diciendo que no todo el tiempo, hasta a una hoja que cae. Pero estas cosas no cuentan para mi. Lo que sí cuentan son esos recuerdos de antes de nacer, que no salen ni por descuido de la memoria, de puro porfiados. Ahora que lo que para usted son recuerdos, para mi no lo son: lo que para usted ha sucedido una vez, para mi vuelve a suceder una y otra vez, de la misma manera, sin descanso. Todas las mañanas entran en la casa los soldados , a buscar a taitita, que anda escondido en el monte. Gritan removiendo la casa a culatazos, rompiendo los armarios y hasta los cajones más chicos donde únicamente puede estar escondido un ratón. Pero en eso resuena desde el patio un insulto, y en seguida el canto de una polca pendenciera; la misma voz de papá, pero en falsete, como si el coraje y la rabia le hubieran puesto un tubo de lata en el gañote. La voz cae desde arriba como si taita estuviera ahorquetado en en árbol. Los soldados apuntan con sus fusiles y van a disparar contra la voz que ahora se carcajea entre las ramas. Usted va y les dice con temor, como con vergüenza do descubrir un secreto: Es Panchito no más. Por Dios no le hagan nada al pobre. Lo bajan a cintarazos, lo arrastran a patadas al medio del patio, y allí la descarga cerrada del pelotón levanta un revuelo de plumas verdes, salpicaditas de rojo; los pedazos de la muerte del loro, que usted y yo vemos caer muy lentos, como sostenidos por la humazón de la pólvora y el fuego hamacadito de la resolana. Pero ahora los soldados se le arriman a usted, arrastrando los zapatones con pachorra feroz; lo agarran de los brazos; la van a tumbar sobre el suelo; le levantan la ropa y la desgarran a tironazos. Usted grita, se retuerce y grita; muerde; patalea y grita; no va a acabar de gritar ni después de muerta. Sus arcadas me aprietan por todas partes, me encogen a lo más chico, al ultimo limite de mi nada, de donde nunca debí salir. Se oye galopar, un caballo; capaz que es el caballo de taitita; va llegando más gente; ruido de herrajes, de armas, de voces roncas; no se ve nada en la oscuridad del sol. Papá está escondido en el monte; no va a venir nunca más. A usted no le gusta oír mentar estas cosas y me manda callar dictándome que me deje de alegar disparates. No se cansa de repetirme que mi cabeza hueca va a arruinarme la vida con desvaríos de zonzo, de chico desmamantado a destiempo. Desde lo alto de su pequeñez, de su flacura, me grita: Hágase hombre de una vez, que yo también puedo faltarle y entonces no se cómo se va a arreglar usted, que a ternero guacho ni madre ajena ni calostro regalado. Vaya a sacar las vacas del corral, en lugar de estar ahí paveando. Pero no me voy. En silencio la miro atarearse por los rincones, agachándose entre los muebles, desapareciendo por momentos detrás de la nubecita que sube del raspar de la escoba; y un poco después en el patio, en la huerta, moviéndose cada vez más pequeña hasta no ser más que un soplo entre las hojas achicharradas de los bananos. Sólo entonces agarro el tambor y me voy al socavón, a encerrarme en el doble retumbo del tambor y de la correntada. Por un agujerito de la cueva entra un rayo de sol metiendo en lo oscuro un cocotero patas arriba, las olitas del rio brillando boca abajo, en lugar del cielo, sin volcarse. Igual que cuando yo estaba guardado en usted y miraba por sus ojos; una larva solita en un panal oyendo gotear la miel del otro lado. Cuando va a haber tormenta no me queda sino ponerme a lamer el vidrio de la ventana hasta sentir en todo el cuerpo el gusto de la lluvia, el sabor de azufre quemado de los refucilos. Y cuando revientan los nubarrones a los trancazos de los truenos, dejo de lamer y me pongo a redoblar sobre el cuero sin poder agarrar esos ritmos de afuera, que se entrelazan enloquecidos y me acalambran los dedos, las manos, el estómago, hasta que empiezo a vomitar mi culpa, mi grandísima culpa, el guarapo oscuro del Yo Pecador que usted me hace rezar todas las noches y que me sube a la cabeza haciéndome desvariar y escupir contra la pared el santo nombre de Dios en vano. Si usted quisiera escucharme, todo andaría mucho mejor. Porque lo que a mí me derrite de gusto y me cura es hablar de esas cosas de antes de nacer; no para hacerla sufrir, créame; sólo peca estar más juntos; me hacen sentir que vuelvo a entrar en usted hasta quedarme bien empapado de su oscuridad, arropadito en lo caliente de su angustia, sintiendo en mi cabeza el cimbrar de sus pasos, que me aquietan con su propia inquietud, a través de ese viaje interminable por los montes en busca de taitita. Vea si me acuerdo. Donde empezamos a separarnos es siempre en la muerte de él; tan zonza, según usted; una muerte que resulta la negación de lo que ha sido toda su vida: llena de viveza, de coraje, de golpes de suerte, sabiendo él siempre más que los otros, más despreocupado y alegre, más valiente, siempre más. Un gigante. Parece mentira que se haya podido matar al caerse del zaino que lo trae de una de sus trasnochadas musiqueras y golpear la cabeza contra el paraíso, justo a la puerta de casa. El porrazo quiebra también la guitarra, que nos despierta avisándonos de la desgracia. No encontramos sino el bulto de un hombre achicado, acobardado, echado a la basura. Sin otro padre con quien conversar de estos asuntos, yo oigo lo que usted quiero contarme del muerto, de ese muerto que nunca va a acabar de morirse en usted. Y claro: si yo tengo que verlo con sus ojos, le encuentro esa figura que a usted le hace crecer el alma. Pero yo lo veo de otro modo, y esto es lo que más la enoja. Al llegar aquí, rápido el coscorrón se dispara de sus manos y resuena en mi cabeza, la cabeza contra la pared, con ese retumbo que me hace temblar todo entero hasta los talones. Tengo tristeza de no poder querer lo que usted quiere, de no peder hacerle etender lo que yo quiero, Me rasco las hormigas que el golpe me ha dejado, hambrientas, bajo el cuero cabelludo, y me quedo mirándola; pienso que a lo mejor, de tanto querer a su marido, usted quiere darme una muerte igual a la de él, para no ser injusta con los dos. Eso pienso y capaz que nos convenga a los tres. Quien sabe. Yo agacho la cabeza esperando el golpe igualador: si usted no vuelve a pegarme, yo mismo arremeto contra la tapia, contra los árboles, a cabezazos, como un chivo, hasta caer sin sentido, sólo para demostrarle que estamos de acuerdo. Yo se que usted tiene razón al pegarme, por esos recuerdos que le hacen daño; pero no tiene razón si me pega porque puedo acordarme tan lejos. Puede que mi culpa y mi remordimiento sean muy desmemoriados. No se. Lo que se es que tengo que patalear siempre en el mismo sitio, apretado por todos lados, pateando este cielo aguanoso, pesado, que me empuja por los pies; luchando para no caer en tierra como una plasta, huérfano antes de nacer, malqueriendo la vida antes de conocerla. Por eso mi cansancio crece más que el suyo. Antes de nacer, ya soy más viejo que usted, más que mi padre muerto, mucho más que los viejos del pueblo. Por que no me cree, cuando le digo que me acuerdo muy bien de esos recuerdos. Y usted; déjese de porfiar en lo que no conoce. Me ha oído hablar a mí de esas cosas, y de ahí saca que las ha visto pasar. Nadie puede acordarse sino de lo que le ha sucedido a uno mismo. Y eso únicamente desde que se tiene uso de razón. Con todo respeto le digo que para mí eso no es recordar sino olvidar. Yo no recuerdo esas cosas con la razón; usted misma, dice que soy medio ido de la cabeza. Yo siento esas cosas en la punta del ombligo; aunque cierro los ojos las veo; están ahí. Y cuando me largo a hablarle de taita es cuando usted se enfurece y me tranca; no sea retobado. Usted no puedo pensar mal de él. Se ve que no lo llegó a conocer. Y cómo lo iba a conocer, si al morir yo lo cargaba a usted de apenas seis meses en mi vientre. Él era un hombre cabal y con su instrumento eran casi dos hombres. Cuando cantaba crecía al tamaño del paraíso, y la gente se sentaba a su sombra a pensar que la vida no es tan mala. Él sabía meter la uña y sacar a flote esas cosas que para los pobres están siempre más lejos de lo que se puede alcanzar. Lastima de Dios que no dejó en usted semilla. Seguro sabia que su destino se terminaba del todo en él. Un poco antes de morir me hizo jurar que yo tenía que enterrar con él su guitarra. Y yo cumplí su última voluntad. También, de eso me acuerdo muy bien, le digo no tanto para animarla como porque es la pura verdad. La veo a usted la noche del velorio, empeñada en meter la guitarra en el cajón del muerto: primero despacito, muy suave, buscando acomodarla en algún hueco; los baña a los dos con sus lágrimas, con sus lamentaciones de viuda; los manosea mucho con sus caricias, como para ablandarlos, buscando su entendimiento, pujando por hacer uno de los dos, pero el muerto es grande, parece engordar a cada momento, y no quiere dar lugar; a los mejor la misma guitarra, tan sudada y retobada como el muerto, es la que mañerea para no entrar en la caja. Con sus mejores mimos usted llama a su marido, le recuerda todas sus virtudes, lo mucho que disfrutaron juntos, cuánto quería él a su guitarra; le suplica, le levanta un brazo, una pierna, la cabeza, y nada. El muerto caracolea enojado adentro renegando de su último deseo; ya no quiere más música sino silencio y paz; la guitarra cruje y protesta afuera con su madera rota. Las cuerdas desmelenadas en el clavijero, resentida contra ese hombre que la desaira, que quiere su muerte para el solo. Al cabo de tanto forcejeo inútil, usted también se enoja; y lo que no ha conseguido a las buenas, lo consigue a las malas; acaba de romper la guitarra, hachándola contra el piso; recoge los pedazos y los va metiendo de relleno en el cajón con los puños. Ya no se oyen sus lamentos ni los golpes; el gentío está riéndose a gritos, como si llorara a carcajadas. Hay un punto en que la risa y el llanto no se diferencian en nada; ese punto en donde sacan delirada la desesperación de adentro de los cuerpos vaciándolos de sus malos ruidos. Usted ha cumplido su promesa. Y yo sólo se que un muerto, a quien llaman mi padre, ha entrado a compartir conmigo un lugar donde no cabemos los dos. Y sé que tarde o temprano el va a acabar sacándome de ahí. Por eso aguanto sus golpes, muy humilde, sin protestar; los retos que usted me echa en cara cada rato. Sé que ahora su obligación mayor es para con él; que sigue siendo él ahora el más débil, el más necesitado, usted debe cuidarlo más que a mi. Yo debo poner un contrapeso en la balanza que la hace sufrir con la doble aguja cavada en usted a tanto desnivel; como la balanza de don Lucas, cuando usted me manda a comprar el bastimento; en un plato está el pedazo de plomo negro; en el otro, el puñadito de yerba o galleta que se va a plomo en seguida. Yo quiero aliviarla a usted de una sobrecarga que la parte en dos para nada; que ha convertido su vida en sufrimiento. Mañana me iré al puente a oír pasar el retumbo del tren, bien metido bajo el agua; voy a pegar como siempre mí cabeza al pilote, pero no voy a ponerme la cañita en la boca; me quedaré escuchando con los dientes apresados basta que la dentera del ruido se me vaya apagando en los huesos con los otros ruidos que tamborean, dentro de mí sin descanso. |
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