Voy a dejar de lado las lamentaciones y
las despedidas largas.
La mujer termina de escribir la carta; toma su maleta, se la pone al
hombro y, antes de salir, deja la hoja en medio de la cama. Apaga la luz
y cierra la puerta.
Tú entenderás bien que no son necesarias las explicaciones ni las
historias ni los lamentos.
Baja los escalones uno por uno, sin prisa,
parece que espera algo o a alguien.
No es necesario derramar lágrimas. Creo que eso es del pasado. Creo que
ya fueron suficientes.
En la recepción, sin detener el paso, se despide del gerente con un
movimiento de cabeza, sin mostrar sentimiento alguno en el rostro. El
hombre le responde con el mismo movimiento y la misma frialdad.
Y aun así, sin lágrimas, sin lamentos, es doloroso dejarte.
Afuera llueve. Es de noche y hace frío. Al respirar, la mujer exhala
vapor caliente por su nariz. Por la carretera, poblada de autos, no
pasan taxis.
Y sé que también para ti es difícil.
Un auto amarillo se detiene frente a ella. El conductor se baja para
subir su maleta en la cajuela y luego le abre la puerta para que suba.
Pero me cansé de intentarlo. Hay que ser realistas.
A la central de camiones, le dice. El otro, mudo, arranca.
Ya no somos quienes fuimos, los muchachos, los enamorados.
De vez en cuando, entre semáforos rojos o calles desiertas, el conductor
observa por el retrovisor a su pasajera. Intenta descubrir el rostro
detrás de la bufanda y el cuello de la gabardina.
Ya no existen esos soñadores que amaban todo del otro. Nos conocimos.
Maduramos.
La mujer reflejada en el espejo, la mujer en el asiento trasero, mira
por la ventanilla.
Descubriste que no soy perfecta y descubrí que tú tampoco lo eres.
El cristal de la ventanilla se empaña. Gotas de lluvia resbalan por
ella.
Pero no me alargo tanto: me voy.
Detrás de la puerta de la habitación abren el seguro, giran la perilla.
A las ocho sale el camión. El destino no es importante.
Él, con abrigo al hombro, ve la carta en la cama. La recoge y la abre.
No salgas a buscarme porque no me vas a encontrar.
En la carta lee que el camión sale a las ocho.
Y es mejor así.
El hombre mira al reloj. Son las siete y media.
Ya no estábamos enamorados el uno del otro.
Tira la carta. Antes de que toque el suelo, él ya salió de la
habitación.
Ya no nos amábamos.
Baja las escaleras a saltos. Corre y empuja en caso de ser necesario.
Ni siquiera podíamos soportarnos.
Enciende el auto y pisa el acelerador a fondo, sin fijarse que por poco
se impacta con otro coche.
Y lo que es peor: sólo queríamos dañarnos.
La mujer va hacia el mostrador de la compañía de autobuses con el
logotipo de su boleto.
Hacíamos todo lo posible para lastimar al otro.
El empleado le dice que el camión todavía no llega.
A veces usaba palabras.
El hombre, pegado al volante, esquiva los autos a gran velocidad.
A veces golpes.
El reloj del estéreo le dice que son las siete con cuarenta minutos.
Y tú, en cambio, siempre guardaste silencio.
Piensa cuál camino es el que lo llevará más rápido a la central.
Y eso era lo peor, porque sabías que así me lastimabas.
Toma una vialidad, la del periférico. Sin embargo, no está seguro de su
decisión.
Sin importar qué te dijera o dónde te pegara, siempre te mantenías
callado.
En la tienda de la estación compra un café
para calentar sus manos desnudas, sin guantes. Se sienta en una banca,
acompañada sólo por sus maletas. Hay un reloj arriba. Son las ocho menos
cinco minutos.
Parecía como si aceptaras tu error, que te equivocaste, y mi actitud
fuera tu castigo.
El empleado de la compañía avisa a la mujer que el autobús llegó.
Y tal vez sea que hayas cumplido tu condena.
El hombre puede ver la estación a lo lejos.
Pero yo no puedo verte más.
Se detiene en la entrada del estacionamiento. Sale del auto rápidamente.
Sin importarle, lo deja encendido a media calle y con la puerta abierta.
Y no voy a verte más.
Corre usando todo su aliento.
Sé lo que piensas. Pero esta vez es diferente.
Se detiene en la entrada para rodear con su mirada todo el interior del
lugar.
Ahora no me voy a arrepentir.
Lo primero con lo que se encuentra es con el reloj de la estación. Son
las ocho con cinco minutos.
Esta vez no me vas a encontrar.
El autobús sale.
Adiós. Ahora sí, adiós.
Baja la mirada. En un rincón, en una banca, hay una muchacha con una
gran maleta al lado y un café en su mesa. Lleva gabardina y bufanda,
pero no guantes. Con las manos se tapa la cara para que nadie vea sus
lágrimas. |