El astillero, de Juan Carlos Onetti: una mirada desde Bajtín
ensayo de Vladimiro Rivas Iturralde Vladimiro Rivas Iturralde es un escritor, narrador, ensayista y catedrático universitario ecuatoriano-mexicano
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Introducción
Empezaré este trabajo formulando una hipótesis que es a la vez una conclusión. La teoría de Bajtín sobre el monologismo y el dialogismo no es tanto un método aplicable a todo escritor como un instrumento para describir exclusivamente la obra de Dostoievski. De ahí que lleguemos a la situación incómoda de referir la obra de un autor determinado a la de Dostoievski visto por Bajtín. No descarto la posibilidad de pasar por el filtro de este método algunos aspectos y partes de la obra de ciertos autores, dado que el eje del sistema —la distinción entre lo dialógico y lo monológico— puede tener varias acepciones, variantes e implicaciones.
Por ello, por esa dificultad de ver El astillero de Onetti desde el método de Bajtín, he de comenzar señalando algunas apostillas al método mismo para luego aplicar lo aplicable del método a la lectura de Onetti.
1. Apostillas al método de Bajtín
1.1. Al absolutismo de la totalidad
Escribe Bajtín:
La novela polifónica de Dostoievski no es una forma dialógica habitual de organización del material en el marco de su comprensión monológica y sobre el fondo fírme de un único mundo objetual, sino un último dialogismo, e) de la totalidad. En este sentido, la totalidad dramática, como ya hemos dicho, es de carácter monológico, mientras que la novela de Dostoievski posee otras características: es dialógica, no se estructura como la totalidad de una conciencia que objetivamente abarque las otras, sino como la total interacción de varias, sin que entre ellas una llegue a ser el objeto de la otra[1].
Ni Dostoievski ni ningún autor puede plantear una conciencia que objetivamente abarque las otras, ni siquiera como la “total interacción de varias conciencias sin que entre ellas una llegue a ser objeto de las otras”, porque la interacción total no existe entre los seres humanos; en el mito platónico de la otra mitad, sí; o en el mundo óptico, donde sí hay correspondencia entre el punto luminoso de un cuerpo y su refracción en el espejo. Entre los seres humanos todo es, más bien, parcialidad, relatividad: cada individuo vive presa de su propio deseo, y sólo una área pequeña de su yo interactúa con los demás.
1.2. Absolutismo de la verdad
Así como hay un absolutismo de la totalidad en Bajtín, hay un absolutismo de la verdad. “¿Qué es el monologismo —escribe—en el sentido superior? La negación del carácter igualitario de las conciencias en relación con la verdad (comprendida de una manera abstracta y sistemática)”[2] Bajtín no se hace la pregunta previa: qué se va a entender por verdad. ¿Verdad será realidad, como para los griegos? ¿Verdad será fe y confianza, como para los hebreos? Y luego, ¿de qué verdad habla? ¿De la metafísica (u ontoló-gica), esto es, de la verdad esencial de la cosa y de la realidad como verdad? ¿De la verdad lógica (o semántica), esto es, la que expresa la correspondencia o adecuación del enunciado con la cosa o la realidad? ¿De la verdad epistemológica, esto es, la que se refiere a la verdad en cuanto es concebida por un intelecto y formulada, en un juicio, por un sujeto cognoscente? ¿De la verdad nominal (u oracional o sintáctica), esto es, de la verdad como conformidad de los signos en la oración para formar el sentido? ¿Será, en fin, la verdad subjetiva y altamente individual, es decir, el punto de perspectiva que del mundo tiene cada sujeto?
Estas interrogantes prácticamente invalidan la contundente afirmación de Bajtín de que “desde el punto de vista de la verdad, no existen las conciencias individuales”[3], porque la verdad misma está cuestionada.
1.3. Los conceptos de conciencia y autoconciencia no aparecen distinguidos el uno del otro. Bajtín afirma que todos los personajes tienen autoconciencia, siendo que para Hegel —de quien el teórico ruso toma prestado el término y a quien sigue de un modo heterodoxo, pero sigue al fin— la autoconciencia o conciencia para sí es el resultado de la lucha a muerte por el reconocimiento del propio deseo: una lucha de puro prestigio (en el sentido de que el deseo del esclavo sea reconocido por el amo). El paradigma es la relación del amo y el esclavo. El esclavo sólo será autoconsciente cuando enfrente al amo para que reconozca su propio deseo, cualquiera que éste sea. El esclavo se somete al amo y le ofrece el fruto de su trabajo a cambio de protección. Habrá conciencia para sí o autoconciencia en la medida en que logre el reconocimiento de su propio deseo y, en consecuencia, se libere de la esclavitud.
1.4. Bajtín deja sin explicar claramente muchos conceptos, entre ellos el de verdad, como ya he anotado, y al mismo tiempo es repetitivo, como en el caso del monologismo y el dialogismo, que, sin embargo, nunca aclara del todo.
1.5. Bajtín parece hacer trampa cuando, para ilustrar cuán monológico es el discurso de Tolstoi, cita un cuento llamado “Tres muertes”, en vez de valerse de sus grandes novelas —pues él mismo sostiene en su libro que el dialogismo requiere de la extensión para realizarse plenamente. ¿Monológico el discurso de Ana Karenina, de La guerra y la paz, de La sonata a Kreutzer, donde los personajes poseen tanta vida propia y no prestada? Tolstoi es monológico en sus peores momentos, en esos apéndices prescindibles de sus novelas, en los que suelta largos sermones acerca de la felicidad conyugal y la condición de la mujer frente a las leyes. También Dostoievski puede ser monológico en este sentido. Abundan en sus obras personajes epilépticos como él, místicos como él, ortodoxos como él, zaristas como él, que predican el cierTe de las fronteras de la santa madre Rusia a las apestosas ideas liberales que soplaban desde Europa: personajes, en fin, poco diferentes de él mismo, proyecciones de sí mismo.
1.6. La tesis central de Bajtín, que conduce a la distinción clave entre dialogismo y monologismo, parte de la relación entre el autor de una novela y sus personajes, que es con mucha frecuencia indistinguible objetivamente: ¿cuándo podemos afirmar sin temor a equivocamos que un personaje es sólo objeto del discurso del autor y no sujeto de dicho discurso con significado directo? ¿Cómo saber si una conciencia —la del héroe— aparece como otra, como una conciencia ajena sin que al mismo tiempo se cierre, se vuelva objetual? ¿No se presta esta distinción (monologismo-díalogismo) a una apreciación arbitraria y subjetiva? Una prueba de esto es, una vez más, el caso de Tolstoi frente a Dostoievski. Conozco una parte considerable de la obra de ambos autores. En mi opinión (y en la de muchos distinguidos críticos, tales como ísaiah Berlín y George Stemer) el mundo de Tolstoi es más pluralista y heterogéneo que el de Dostoievski. Berlín escribe sobre el autor de Ana Karenina.
Su genio reside en la percepción de las propiedades específicas, la casi inexpresable cualidad individual en virtud de la cual el objeto dado es peculiarmente distinto de todo lo demás.[4]
Y allí donde explica el título de uno de sus ensayos (“El erizo y el zorro”) llama en su ayuda al poeta griego Arquíloco, quien escribe un verso que dice:
“El zorro sabe muchas cosas, pero el erizo sabe una gran cosa”. Esto es, hay dos tipos de personalidades intelectuales: aquellos que, por un lado, relacionan todo a una sola visión central, un sistema más o menos coherente o expresado, de acuerdo con el cual comprenden, piensan y sienten, un solo principio organizador, en función del cual cobra significado todo lo que ellos son y dicen; y, por el otro, aquellos que persiguen muchos fines, a menudo no relacionados y aun contradictorios, conectados, si acaso, de algún modo de fació, por alguna causa psicológica o fisiológica, no vinculados por algún principio moral o estético[5]. Dostoievski, concluye Berlín, es un erizo, portador de un solo mensaje universal, que en realidad era el centro del universo del propio Dostoievski: su visión es de uno, no de muchos, es una sola sustancia. Tolstoi, en cambio, es un zorro, un pluralista.
En mi opinión, lo más rescatable e iluminador de esta obra de Bajtín reside en su investigación acerca de los orígenes de la novela como género, en añadir a la epopeya la retórica como fuente del género y, sobre todo, el carnaval, contribución onginalísima en esta investigación, y de gran trascendencia.
Pero, como he afirmado líneas arriba, hay aspectos del concepto de dialogismo muy dignos de tomarse en cuenta para reconocer mejor las características de un texto narrativo. En las líneas que siguen intentaré mostrar los aspectos del dialogismo que se manifiestan en El astillero y ayudan a comprenderlo.
El astillero es, para muchos, la obra maestra novelística de Juan Carlos Onetti. No me detendré en resumir la anécdota, puesto que el lector ya la conoce. Tres son los temas de la novela: uno, el tiempo, el efecto devastador del tiempo sobre las personas y las cosas que les conciernen; dos, el absurdo de la existencia humana; tres, la pureza vista desde su pérdida.
El ex proxeneta Junta Larsen regresa a Santa María gordo, fodongo, semicalvo, ligeramente inclinado hacia el suelo, sin las energías que le llevaron una vez a fundar el gran prostíbulo del pueblo de Santa María. Llega con un proyecto que responde a una invitación para echar a andar de nuevo el viejo y arrumado astillero. Las ilusiones y las pocas esperanzas que hay en los personajes se consumen como brasas adentro y en tomo a ese astillero que deviene una pila informe de ladrillos devorados por un cerro de musgo, una madeja de hierros carcomidos por el orín. En tal sentido, hay una perfecta correspondencia entre el astillero y los hombres que lo sostienen: uno y otros sucumben bajo la acción del tiempo inapelable.
De aquí se deriva otro tema caro a Onetti: la vida como estafa, como sinsentido, como fracaso y absurdo, cuyo planteamiento, sin embargo, no es unívoco: “una tarea polifónica es incompatible con el planteamiento unívoco de una sola idea[6]”, escribe Bajtín, esto es, en el caso de El astillero la melodía es la misma pero las voces diferentes. Un mundo artístico monológico no conoce el pensamiento ajeno, la idea ajena como objeto de representación. En la novela de Onetti, la conciencia de Larsen se pone en contacto con otras, igual de desesperanzadas, sombrías y taciturnas: la del escéptico doctor Díaz Grey, que se ha quedado en Santa María para ver confirmado en otro un principio filosófico de orden vital: la vida es una estafa, un absurdo que invariablemente acaba con la muerte; la de Kunz, aquel estólido inmigrado alemán, “cómplice ofrecido para cualquier cosa, de la que triunfara, de todos los actos aún no nacidos”, que se pasa los días en la ruinosa oficina sobre un libro de estampillas; el siniestro Gálvez, con sus abismos de odio hacia Petrus, hacia Larsen, hacia la mujer a la que preñó, y que destruye todo lo que toca; la de Petrus, el viejo, lejano como un dios maligno que rige los destinos de sus víctimas: él invita, convoca a sus víctimas a encarar el fracaso, la decadencia, la ruina, como aquel personaje del cuento “Bienvenido, Bob’ \ invita al joven Roberto a ingresar a la repugnante “madurez” del hombre. Corrupto y perverso, Jeremías Petrus engaña a sus víctimas ofreciéndoles causas perdidas, promesas incumplidas: las gerencias fantasmas de un astillero sin esperanza.
Así pues, los personajes masculinos son de alguna manera unos espejos de otros, cumpliéndose asi uno de los principios básicos del dialogismo. Las relaciones humanas son contractuales y esos contratos los hacen siempre los hombres y en esos convenios hay siempre una farsa. En un diálogo con Larsen le dice Díaz Grey:
También yo, claro. Petrus es un farsante cuando le ofrece la gerencia general y usted otro cuando acepta. Es un juego, y usted y él saben que el otro está jugando. Pero se callan y disimulan. Petrus necesita un gerente para poder chicanear probando que no se interrumpió el funcionamiento del astillero. Usted quiere ir acumulando sueldos por si algún día viene el milagro y el asunto se arregla y se puede exigir el pago. Supongo[7].
Pero supone mal, en mi opinión. Larsen sabe que va para nada, que su regreso a Santa María sólo es una pausa sin sentido, un acto vacío. Y sin embargo toma en sus manos una empresa perdida de antemano como un desafío semejante al del heroico —pese a todo— personaje de El viejo y ei mar de Hemingway, el viejo pescador Santiago que, luego de ochenta y cuatro días de no haber pescado un pez y ser considerado por ello definitivamente salao, se atreve a lanzarse otra vez al mar. Así Larsen, en su empecinado regreso a Santa María, para demostrar que el hombre puede ser destruido, pero no vencido, como reza el principio hemingwayano.
¿Qué ocurre con los personajes femeninos? Angélica Inés, la hija de Petrus, es apenas una sombra, un personaje objeto, sin voz, lo mismo que Josefina, la sirvienta. Los personajes femeninos no son sujetos en esta novela, mientras los masculinos poseen una vida intensa como activos representantes de la decadencia que los rodea. La mujer encinta de Gálvez es la más activa. Pero las tres mujeres, como en las novelas de Kafka, tienen la función de mediadores, y en este caso, mediadores de Larsen para que éste obtenga determinados fines. Si antes había usado a las mujeres como fundador del prostíbulo, ahora —la marca del destino de Larsen—usa a las tres para no perder la batalla rindiéndose. Angélica Inés es el camino para casarse con la presunta fortuna del viejo. Josefina, la sirvienta, intermediaria de la intermediaria, acabará siendo el último objeto de placer camal —sustituto de su ama— de Larsen. La mujer preñada de Gálvez será también cortejada por éste para conseguir nada más un favor que no podrá ser otorgado: obtener de Gálvez el título de las acciones falsificado por Petrus. Pero una prueba de la indiscutida decadencia de Larsen es que de las dos mujeres a la que nombraba, pensando, “la loquita” y “la preñada”, no consigue a ninguna: no obtiene nada de ellas, y sí, como limosna, el pobre cuerpo de la sirvienta.
Larsen, por otra parte, como lo pide la teoría bajtiniana sobre el héroe, no coincide consigo mismo. Contradice, de entrada, los pronósticos de las voces ajenas; contradice a Kunz y Gálvez en la oferta de salario pidiendo menos que los ex gerentes; contradice, finalmente, a su destino: se mece en un vaivén que va de la confianza (ya qiie no de la esperanza) en el proyecto de rehabilitar el astillero y su propia viaa, a la conciencia del fracaso y a la obligación de asumir ese fracaso como destino. Veamos, por ejemplo, lo del salario. ¿Por qué Larsen acepta un salario tan bajo pese a las ofertas de Kunz y Gálvez que van para arriba? Primero, porque Larsen sabe de antemano que esa empresa no tiene futuro. Segundo, y esto es una conjetura, para romper con la cadena de la mala suerte, salirse del juego, del engranaje de los ex gerentes que han trabajado y fracasado para Petrus y cobrarse independencia, no sólo respecto de ese engranaje, sino respecto también del autor.
El siguiente paso en mis reflexiones es el papel de las dimensiones espacio y tiempo en la novela. Dostoievski veía y pensaba su mundo en el espacio y no en el tiempo, ha observado Bajtín. De ahí su profunda tendencia hacia la forma dramática pero sin la premisa dramática de un mundo monológico unitario. ¿Qué ocurre con Onetti? Veamos. Los espacios en la novela —el astillero, la glorieta, la casilla miserable de Gálvez, Santa María (el café en el hotel Berna, la cárcel) son todos los escenarios de las acciones, donde las almas viven su desgaste. Son los lugares que sustituyen a la plaza pública, y donde ocurren los desenmascaramientos, destronamientos y coronamientos. El coronamiento en El astillero es paródico y amargo. El ex proxeneta, antes rey de las prostitutas tiene ahora como reino un astillero en ruinas y como corte ese par de cortesanos que son Kunz y Gálvez —quien acaba en la infamia y el suicidio. Estos espacios son como escenarios teatrales donde ocurre la parodia. Parodiar significa crear un doble destronador, un mundo “al revés”. Por eso la parodia es ambivalente. Gálvez es el doble destronador de Larsen: además de ser su doble, su espejo, le arrebata la escasa confianza que tiene en sus proyectos y en la vida, y, al mismo tiempo, le hace ver con su propia muerte el verdadero rostro que Larsen tiene: la imagen de la muerte. Larsen se pone en manos de Gálvez desde el momento en que éste se apodera del título de acciones falsificado por Petrus y que Larsen necesita para no ser vencido.
Los espacios en Onetti existen de tal manera que obligan a sus personajes a hablar con sus dobles, con sus espejos, como ocurre en Dostoievski: Larsen con Díaz Grey —quien está más allá de toda esperanza—; Larsen con Kunz —que habrá de mostrarle el rostro ridículo del proyecto—; Larsen con Gálvez el doble destronador, el muerto en potencia que habrá de revelarle la suya propia; Larsen y Petrus —quien habrá de fungir como una suerte de Dios impío. Sin embargo de que las contradicciones de ese hombre que es Larsen se desarrollan en varios escenarios, es en fin de cuentas, uno solo, el astillero —símbolo de su ruina—y, dentro y sobre éste, el tiempo, el principal protagonista de la novela, ese tiempo que carcome edificios, proyectos, cuerpos y almas. El astillero está ahí, como una bóveda que los cobija, pero sobre ese astillero está el tiempo, que todo lo corrompe. El tiempo y sus accidentes: el paisaje desolado, despoblado, de grandes estancias ganaderas, llenas de fango y niebla persistente, azotadas por un viento casi rulfiano:
El viento giraba arremolinado y por juego sobre el techo del cafetín, las rectas calles de barro, el edi ficio de la fábrica de conservas; pero ya enroscaba su mayor violencia encima de la Colonia, de los trigales de invierno, del gran tren lechero que corría tartamudeante por la planicie negra del otro lado de la ciudad.[8].
Pero este paisaje tiene resonancia interior, que es lo importante:
Larsen se detuvo, trató de comprender el sentido del paisaje, escuchó el silencio. "Es el miedo”. Pero ya no le preocupaba; era como el dolor suave, conocido y compañero de una enfermedad crónica, de la que uno en realidad no va a morir, porque ya sólo es posible morir con ella[9].
Esa enfermedad crónica es la melancolía, de la que ningún personaje de Onetti escapa sino por la puerta del suicidio. Como Dostoievski, Onetti nunca representa la muerte desde dentro. La muerte no puede ser el hecho de la conciencia misma. No se trata, desde luego, de la verosimilitud de la postura del narrador: ni a Dostoievski ni a Onetti les asusta el carácter fantástico de esta postura a lo Poe o Tolsti (en La muerte de Iván Illich), ni la necesitan. Lo que a Onetti le importa es el sentido de la muerte de los demás para quienes se quedan: la repercusión de la muerte del prójimo sobre la conciencia. Es significativa la intensidad con que el escritor uruguayo describe la contemplación de Larsen del cadáver de Gálvez:
Larsen no sintió odio ni lástima por la cara blanca sobre la mesa de piedra, endurecida y negándose, aliviada de agregados, un poco obscena la humedad brillante de los ojos entornados. “Lo que siempre dije: ahora está sin sonrisa, él tuvo siempre esta cara debajo de la otra, todo el tiempo, mientras intentaba hacernos creer que vivía, mientras se moría aburrido entre una ya perdida mujer preñada, dos perros de hocico en punta, yo y Kunz, el barro infinito, la sombra del astillero y la grosería de la esperanza”. Ahora sí que tiene una seriedad de hombre verdadero, una dureza, un resplandor que no se hubiera atrevido a mostrarle a la vida. Sólo le quedan los párpados hinchados, las medialunas de la mirada chata. Pero de eso no tiene él la culpa[10].
Lo más terrible de esta escena es que Larsen se contempla a sí mismo en el muerto. Una vez más Gálvez es su espejo. Onetti resuelve la identificancación de la siguiente manera: cuando Larsen entra por última vez a su cuarto de hotel para recoger sus cosas, ocurre una revelación. La narra así el escritor:
Subió a su cuarto y, tembloroso y cobarde por el frío, fue en mangas de camisa a lavarse a la pileta del corredor, sin necesidad de luz, tanteando para guiarse. No había nada en la noche aparte del ruido alegre del agua. Levantó la cabeza para secarse y sintió el aire mordiendo y enrarecido; estuvo buscando la luna pero no encontró más que la plata tímida del resplandor. Fue entonces que aceptó sin reparos la convicción de estar muerto. Estuvo con el vientre apoyado en la pileta, terminando de secarse los dedos y la nuca, curioso pero en paz, despreocupado de fechas, adivinando las cosas que haría para ocupar el tiempo hasta el final, hasta el día remoto en que su muerte dejara de ser un suceso privado[11].
Y más adelante:
Estaba desprovisto de pasado y sabiendo que los actos que construirían el inevitable futuro podían ser cumplidos, indistintamente, por él o por otro[12].
En otras palabras, no hay salida. Larsen está condenado a cumplir un destino individual que es también colectivo, o mejor, genérico. Volvemos a dar marcha atrás: Larsen, el hombre que lucha contra todos los pronósticos en su contra y contra el destino, acaba una vez más de personaje-tipo: uno más de los ex gerentes generales de la compañía Petrus y Cía., una encamación más del fracaso, “como si el viejo Petrus los eligiera o los encargara siempre distintos, con la esperanza de encontrar algún día alguno diferente a todos los hombres, alguno que hasta engorde con el desencanto y el hambre y no se vaya nunca”. Pero Larsen se va a la muerte, percibiendo el desplome del astillero como probablemente lo percibió Gálvez.
Como se podrá advertir por el presente trabajo, es prácticamente imposible asumir la metodología de Bajtín sin referimos constantemente al escritor para quien fue inventada: Dostoievski. El teórico ruso no da más ejemplos que enriquezcan su idea de la dialogía y la monología. Y sólo con ejemplos abundantes se puede comprender un método. He procurado mis hallazgos -si es que los hay- no son garantía de la aplicabilidad universal del método, al que considero más bien un punto de vista y una interpretación.
Notas: [1] Mijaíl M. Bajtín, Problemas de la poética de Dostoievski, trad. de Tatiana Bubnova, México, Fondo de Cultura Económica, p. 33.
[2] Mijaíl M. Bajtín, Estética de la creación verbal, trad. de Tatiana Bubnova, México, Siglo XXI, p. 325.
[3] Mijaíl M. Bajtín, Problemas de la poética de Dostoievski, p. 11.
[4] Isaiah Berlin, “El erizo y el zorro", en Pensadores rusos, México, Fondo de Cultura Económica, p. 120.
[5] Isaiah Berlín, op. cu., pp. 69-70.
[6] Mijaíl M. Bajtín, Problemas de la poética de Dostoievski, p. 11.
[7] Juan Carlos Onetti, “El astillero”, en Obras completas, México, Aguilar, p. 11 IS.
[8] Juan Carlos Onetti, op. cit., p. 1130.
[9] Ibidem, p. 1141
[10] Ibidem, p. 1190
[11] Ibidem, p. 1192
[12] lbid. |
por Vladimiro Rivas
Iturralde
Originalmente en la Revista "Tema y variaciones de literatura" Nº 4 - Marzo de
1995
Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Azcapotzalco http://zaloamati.azc.uam.mx/ (México)
División de Ciencias Sociales y Humanidades
Link del texto: http://zaloamati.azc.uam.mx/handle/11191/1355
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