GC |
Ahora
soy un ser impasible, casi un muerto en vida, pero una vez, hace ya
tiempo, antes de la dormición, se apoderó de mí un impulso irrefrenable
al que obedecí sin chistar. Todavía, en mis noches cubiertas de soledad,
recuerdo bien ese incidente; a veces con nostalgia, otras con extrañeza.
Pero lo recuerdo bien: sucedió un día cualquiera de primavera: yo estaba
echado en la alfombra después de una comida pesada, semidormido al rayo
del sol, cuando de golpe, desde bien adentro de mí –pero también desde
bien afuera, lejos-, sentí como un grito, como una llamada o un pedido
imposible de ser traducido a ninguna lengua humana, pero que yo entendí
perfectamente. O mejor dicho: que mi cuerpo entendió perfectamente, y con
autonomía, porque lo que es mi mente, todavía hoy se cuestiona acerca de
todo eso. Para explicarlo de alguna manera podría decirse que se trató
de un llamado de la naturaleza, de la mía propia y de la exterior a mí
también, como cuando más de chico, no mucho después de haber abierto
los ojos por completo, sentí esa necesidad ardiente de frotarme la
entrepierna con los almohadones del living y con las pantuflas de Nora. Sí,
estoy seguro. No dudo en calificar aquello como un llamado de la
naturaleza: de golpe –juro que fue de golpe- me asaltó la necesidad, el
deseo, de pastos y tierras que no conocía, de transpiración, de correr y
correr por la selva o por el bosque –no sé cuál bosque, no sé cuál
selva, jamás salí de esta ciudad- durante días y noches. Así que
obedecí, sin pensarlo, poniéndome en movimiento, primero las orejas (!),
después la cabeza y las extremidades, finalmente todo mi ser. Salí por
la ventana abierta del balcón y me encaramé en la baranda. Volteé para
mirar y alcancé a ver a Nora, que se levantaba del sofá mirándome con
el seño fruncido y diciéndome <<¿Qué
pasa, bebé?>>. No le contesté. Siguiendo mi olfato
(inusitadamente vivo) salté hasta la cornisa de la casa de al lado y de
ahí pasé al techo lleno de luz. En ese instante olvidé a Nora y todo lo
suyo: olvidé su comida, su alfombra tibia y hasta su inamovible sesión
de ópera de los sábados a la tarde. Lo que siguió luego es lo que yo
llamo “mi viaje”. “Mi viaje” es uno de los hitos de mi para nada
heroica vida. Los otros dos son mi nacimiento y la dormición. Mi viaje
consistió en una semana de desenfreno alegre, de derroche de energía,
aventura y miedo, al cabo del cual mi pelo estaba absolutamente sucio y
duro, mis uñas gastadas y mi lomo tenía una herida infecciosa de la que
salía pus a chorros y en la que había un extraño parásito que no
lograba sacarme ni con los dientes más filosos. Creo que ya dije que las
imágenes y escenas que recuerdo de esto me parecen todas ajenas y que,
además, mi cabeza las desordena: a veces las dispongo en un orden
determinado, que supongo el adecuado, otras veces el orden es del todo
diferente y también lo considero el correcto al momento de hacerlo:
trampas de mi memoria averiada, que no me producen mayores inquietudes,
aunque tampoco me ayudan a comprender. De todas formas, las imágenes
valen; constituyen mi experiencia, en definitiva. Hay algunas repetidas de
caídas y corridas por techos interminables. Otras son más vívidas e
individualizables, como la de la noche en que perseguí, alcancé y aferré
con las uñas a esa gatita, tan de su casa pero tan alzada, y la tuve y
fue mía y yo me perdí en ella mientras gritaba como posesa y yo le
clavaba bien las uñas para que no pudiera soltarse antes de tiempo, antes
de mi tiempo. O como cuando por fin, después de días sin comer, algo se
activó adentro mío y conocí el gusto de matar para vivir. Es
inolvidable la sensación esa de la sangre ajena chorreando tibia por la
propia boca, las plumas más ligeras todavía flotando por el aire, la
ansiedad del hambre pegando patadas de hierro en el estómago. Esa fue la
primera paloma que cacé. Después vinieron más, y también ratas y víctimas
de otros, por las que la lucha no fue menos cruenta. Estaba en un viaje
hacia lo más profundo de mi instinto. Yo volvía a ser felino, si es que
no lo había sido toda la vida, sin saberlo. Mis músculos habían
cambiado; sus fibras, sus nervios, se habían vuelto más fuertes, más eléctricos.
Mis sentidos estaban más despiertos y podía oler a un ratón o a una
hembra en celo a cuadras de distancia. La pereza, característica en mí
hasta entonces, se había desvanecido junto con el recuerdo de las
comodidades del departamento de Nora, y no tenía la necesidad de
descansar más que cuando estaba agotado. A decir verdad, fui feliz: volví
a ser felino: algo en mí había renacido y, como mis ancestros egipcios,
cuya sangre hoy se momifica en mis venas, me sentía rey. Pero un día
–una madrugada- todo eso cambió. Inexplicablemente, y tan de golpe como
había sentido la llamada que me impulsó a viajar, me sentí desamparado
y a la intemperie. No era, claro, el miedo que había venido sintiendo por
tener que pasar noches alerta o por tener que enfrentarme con otros más
fuertes. No. Esta nueva sensación carecía por completo de adrenalina y
era insoportable. Era alguna especie de angustia, diría. Así que, sin
pensarlo, como antes, obedecí y me puse en camino. Algo de mi instinto
debía quedar en pie porque, si bien caminé muchas, muchísimas cuadras
hasta el departamento de Nora, mi olfato no se equivocó ni una sola vez
al guiarme. Cuando llegué era de mañana, temprano. Trepé por la casa de
al lado y salté dentro del balcón. La ventana estaba abierta y casi en
el instante en que me metí en el living, apareció en el pasillo Nora, la
querida Nora, en bata y pantuflas diciéndome, como siempre, <<Bebé,
bebito, bebito>>. Me dejé levantar, estrujar y acariciar, como
correspondía, y mientras eso pasaba sentí otra vez todos los olores
conocidos y volvieron a mí los viejos recuerdos: la alfombra tibia, la
comida, la ópera. Todo eso fue antes de la dormición, el tercer y último
hito en mi vida, que sucedió a raíz de la preocupación y el temor en
que andaba Nora después de mi vuelta. Me bañó y me curó la herida
–ella sí pudo con el parásito-, pero, aunque mejoré rápidamente, se
la notaba compungida. No es que se sintiera traicionada ni nada similar;
creo, más bien, que tenía miedo de que yo volviese a irme. Quizá por
eso ya no abría las ventanas (aunque estábamos en plena transición de
la primavera al verano) y quizá por eso fue que un día sonó el timbre y
ella dejó pasar a su hermano, Mario, junto con un hombre vestido con ambo
verde. Yo estaba en la alfombra, echado como de costumbre, y nomás
verlos, entré en alerta y me quise escapar. Ellos me cerraron el paso
hacia el pasillo y yo atiné a meterme debajo de la mesa. Enseguida de
eso, sentí que dos manos me tomaban de las patas y me sacaban para atrás.
Supe que era Mario por descarte, porque el del ambo verde ya estaba
enfrente mío abriendo una valijita de plástico y sacando una jeringa del
tamaño de mi pata y porque Nora se había sentado en una silla, lejos,
tratando de no mirar. El pánico demencial me invadió: no creo que mis
ojos se hayan abierto así ninguna otra vez, ni que mis tendones se hayan
tensado nunca de modo similar. El del ambo verde le dijo a Mario: <<Tenelo fuerte. No se te vaya a escapar>>. Y Mario dijo
seguro: <<Buen>>, y
me agarró por la nuca bajándome bien hasta el piso. El de verde probó
la jeringa haciendo que el líquido azul saliera por la punta de la aguja
y yo ya no pude contenerme y empecé a cagarme y a mearme sin remedio. La
aguja se fue acercando y se me clavó bien adentro. Salió y Mario me soltó.
Yo empecé a correr con todas mis fuerzas, pero las luces, los muebles y
todas las demás cosas se duplicaron y enseguida se triplicaron y terminé
por no poder esquivarlas. Corría ladeándome de un lado a otro del
pasillo, como un borracho. Hasta que me desmayé. Cuando volví a vivir
estaba metido en un jaulón, de esos que se usan para llevar animales de
un lado a otro. Me dolía mucho la entrepierna. Volvimos a lo de Nora en
un taxi y ahí me soltaron. Poco a poco me fui recuperando. Ahora soy un
ser impasible, casi un muerto en vida. Ante los estímulos adecuados, ya
no tengo las reacciones correspondientes: el otro día hacía calor, cosa
ya frecuente, aún en invierno, y la ventana estaba abierta. Vi que una
paloma se paraba en el balcón, bien a mi alcance: no hice nada, seguí
durmiendo. Hace unos meses la gata de al lado empezó a maullar y a
maullar. Todo el día. Y me maullaba a mí, lo sé. Pero lo cierto es que
no sentí nada de lo que debería haber sentido. Ella en la cornisa, yo en
el balcón, mirando, y ella maullando, pidiendo a gritos que la preñaran,
que le sacaran ese ardor que, a esa altura, ya sentía en todo el cuerpo.
Al final se cansó, movió la cola, bajó las orejas con irritación, y se
fue… Una última anécdota: hace poco entró una rata en lo de Nora: no
fui capaz de encontrarla. El que la sacó fue Mario. Mientras él y Nora
revolvían la casa buscando, preferí quedarme echado, oyendo el viento
que sacudía las ventanas. Desde la dormición, lo único que me atrae es
la comida de Nora, la alfombra de Nora, y los sábados de ópera junto a
Nora y Mario. Ahora él me dice GC,
siempre con una sonrisa burlona en los labios; ella sigue llamándome bebé,
como siempre. Aprecio eso de Nora. Para ella soy especial. Pero a veces,
cuando estamos los tres escuchando a Verdi o a Rossini, en esos tramos en
que el que canta no se sabe si es hembra o macho, Mario se sobresalta de
golpe y grita mirándome <<¡GC!>> o <<¡Gato
castrato!>>, y se ríe y ella se ríe con él. Se ríe con él
de mí. Y eso me fastidia y me hace odiar a Nora. Como esto no pasa nunca
cuando suena Wagner, ahora prefiero a Wagner. O los valses de Chopin que
toca Nora cuando el reuma la deja sentarse al piano. Como ya dije: ahora
soy un ser impasible que espera en calma que sus días infértiles se
terminen. Podría anhelar la muerte, ya que soy un muerto, pero no lo
hago: todo lo que es pretende seguir siendo.
O así debería ser. Y yo soy. Soy y espero; nada más espero. |
Tomás V. Richards - 2008
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